Cuando a finales de 2018 terminé de escribir mi novela Frío Monstruo nunca pensé que la distopía pudiera estar tan cerca. Ambienté la historia en Europa en 2050 pensando que para entonces las derivas temibles que se podían observar ya en la sociedad europea serían no sólo irreversibles, sino que estarían totalmente consumadas.
Algunas personas que han leído la novela comentan que lo que más impresiona es su verosimilitud. Siempre respondo que sentí lo mismo cuando leí Eso no puede pasar aquí, de Sinclair Lewis. El gran escritor norteamericano se inspiró en la realidad de EEUU durante la década de los treinta del siglo pasado y, precisamente porque enmarca la novela en riesgos reales muy patentes en la Norteamérica de la época, la considero la mejor distopía que he leído, por delante de 1984 y de Un mundo feliz.
1984 es una gran novela, pero no es una distopía, en contra de lo que se dice habitualmente. Es una descripción precisa del régimen soviético. Precisamente la habilidad de la izquierda para alejar de sí los estigmas del totalitarismo y del genocidio, como haber convencido a las masas de que el fascismo es muy malo y el comunismo bueno en sí mismo, lo aplicó a la novela y se ha convertido en un lugar común describir 1984 como una distopía de aquello en lo que se puede convertir Occidente cuando es, precisamente, todo lo contrario: la descripción precisa y !el de lo que era el régimen soviético, la descripción de lo que es todo totalitarismo de izquierdas.
En cambio, Un mundo feliz sí es una distopía en sentido estricto de aquello en lo que se podía convertir, y en parte así ha sido, el mundo opulento occidental, en el cual se adormece a la ciudadanía bajo el hedonismo que permite la perpetuación en el poder de las élites. Una sociedad en la que ya nada interesa a las personas más que su propio placer. No obstante, a Un mundo feliz le falta la descripción de la otra parte de la sociedad, la parte productiva que produce la opulencia en la que pueden nadar las masas. Productores que son los protagonistas de otra distopía aún más importante, pero menos leída: La rebelión de Atlas, de Ayn Rand, que sí refleja con grandes dosis de verosimilitud lo que ocurre a una sociedad cuando la desgajas de la parte productiva que crea la riqueza de la que los otros han de vivir y que pone de mani!esto que, en contra de lo que mucha gente cree, el Estado no crea riqueza, la confisca y la anula.
Por eso, las distopías de Sinclair Lewis y la de Ayn Rand reflejan mucho mejor la realidad actual que las más famosas de Orwell y Huxley, pues entre ambas podemos encontrar las razones del momento que vivimos: la imposición de un credo totalitario y la opresión de los sectores productivos.
Esto es, la colusión entre la izquierda (no me limito a mencionar la izquierda totalitaria porque si bien hay izquierda democrática en algunos países europeos del norte, no la hay ya en España ni en EEUU, donde el Partido Demócrata ha sido tomado al asalto por la izquierda radical, ni en Sudamérica) y el islamismo.
En Frío Monstruo ya adelanto dicha colusión, mucho más que evidente a estas alturas: parto de realidades obvias, como la cultura de la cancelación o la imposición del pensamiento políticamente correcto que impide escribir literatura libre o que impide disfrutar de la comida y de la bebida y del sexo así como crear una familia tradicional, como se refleja en las historias de algunos de los personajes. La imposición desde la izquierda de esos parámetros creo que son fácilmente observables en la realidad y no hace falta insistir.
Como decíamos entonces, dos fantasmas recorren Europa: el totalitarismo estatista (pura izquierda política) y el Islam político.
Su complicidad no puede ser negada. Basta ver las continuas cesiones de la República Francesa al islamismo desde hace décadas, con la notable aquiescencia de la izquierda, que es la primera que acusa de xenofobia y racismo a quienes se oponen a dichas cesiones. Del mismo modo que la izquierda jamás denuncia las presiones a los pocos políticos, periodistas o ciudadanos que se oponen a esa conquista musulmana de los espacios de libertad europeos. Cierto que condenan los crímenes, pero no se oponen jamás a las continuas exigencias musulmanas, que es lo mismo que permitir que la invasión silenciosa continúe su marcha implacable, extendiéndose por toda Europa como la metástasis de un cáncer.
Que el multiculturalismo ha fracasado ya nadie en su sano juicio y que observe la realidad con un mínimo de objetividad puede negar. Incluso en países como Suecia, tan socialdemócrata, se están dando cuenta de que han dejado crecer la hidra hasta extremos difíciles de controlar y que están provocando terribles tensiones en su plácida y perfecta y biempensante socialdemocracia. Barrios sometidos donde no entra la policía desde hace años, tasas de criminalidad impensables, leyes alternativas a las de los países de acogida, extrema sensibilidad ante cualquier ofensa, real o supuesta y, obviamente, extrema violencia en la respuesta. El ejemplo sueco es extrapolable a toda Europa occidental. El estúpido sentimiento de culpa, la falta de defensa de los principios que nos han llevado a ser sociedades abiertas, el temor a la descalificación por racismo cuando los verdaderos racistas son los islamistas radicales, la falta de amor propio, han llevado a los europeos a considerarse merecedores de cualquier daño que nos sea in"igido, a la comprensión demencial de unos sentimientos bárbaros y primitivos que justi!can cualquier ataque a Occidente.
El islamo-izquierdismo, ya de!nido así por algunos autores franceses, es una fuerza implacable que está en guerra con la civilización occidental, algo que cada vez es más difícil negar. Como sostienen estos mismos autores, no pretenden compartir una sociedad, sino reemplazarla. Su religión es incompatible con la pervivencia de otros modos de vida que suponen una ofensa para ella, por lo que cualquier esperanza de convivencia está destinada al fracaso. Cada año llegan a Europa cientos de miles de personas que profesan las formas más radicales del Islam (casi medio millón anual a Francia). Les damos de todo: vivienda, asistencia médica, educación (que desprecian), dinero. A pesar de sentirse en ambiente hostil viven mucho mejor de lo soñado en sus países, mucho mejor que allí. Pocos vuelven a su país tras estar unos años trabajando en Europa. Al contrario, se instalan, tienen hijos, también subvencionados, con lo cual su proyección demográ!ca es aterradora. Si ahora son conquistadores, cuando suponen apenas el diez por ciento de la población, es fácil imaginar lo que supondrá cuando sean el treinta por ciento (aproximadamente en 2050, si no antes). Imponer su credo y su forma de vida será una tarea cada vez más sencilla. Ocupar espacios donde los no musulmanes no tengan cabida será cada vez más frecuente. Negar que esto sea una invasión es estar ciego.
Mencionaba recientemente José García Domínguez algo que seguramente ha pasado inadvertido durante décadas para los biempensantes europeos: los islamistas radicales no quieren ser como nosotros. Seguramente cegados por nuestro re"ejo en el espejo hemos esperado que cualquiera que viniera a Europa y conviviera en un ambiente de libertad, derechos civiles y prosperidad económica quedaría encandilado y ya no querría "volver atrás", a formas de civilización claramente inferiores (aunque lo nieguen los relativistas). Pues no es así. Millones de islamistas se aprovechan del modo de vida europeo pero, efectivamente, no quieren ser como nosotros y, en el momento en que puedan evitar vivir como nosotros, lo harán. Veo difícil que los europeos, cegados por su narcisismo de niñatos bien alimentados e irresponsables, sean alguna vez capaces de comprender este hecho elemental, que no son como nosotros y que no quieren serlo.
Con!ar en un renacimiento en el mundo musulmán no es más que una ilusión, como demuestran las elecciones que ganó Erdogan o las que se celebraron en muchos países musulmanes tras las primaveras árabes de hace unos años, en los que siempre ganaron partidos islamistas.
En mi novela menciono que los peligrosos no son los extremistas, puesto que éstos pueden ser conocidos y controlados y sólo pueden llegar a cometer actos de terrorismo, terribles pero esporádicos. Los peligrosos son los moderados porque es difícil esperar que se pongan del lado de la civilización europea cuando llegue el momento de elegir. Que llegará. Recientemente he visto uno de los memes que mejor puede describir la situación: un terrorista islamista dice: "si me ofendes, te mato; al lado, un musulmán no extremista dice: si me ofendes, te mata", señalando al primero. Es así aunque no se quiera reconocer abiertamente.
Humanistas como Pascal Bruckner dicen que los crímenes a los que hemos asistido recientemente, como la decapitación del profesor francés, son una declaración de guerra. Efectivamente, lo son. Pero Europa insistirá en no verlo, en seguir ciega ante la catástrofe.
Por su parte, el socialismo no ve con malos ojos la violencia. Su pulsión de violencia y su mesianismo están en su misma constitución, como atestiguará cualquiera que haya leído el Mani!esto Comunista, razón por la cual es comprensivo con la violencia de los que previamente ha convertido en víctimas para atacar el capitalismo y la democracia. Imbuyendo de victimismo al mundo musulmán, como si Europa fuera la causa de su atraso social y político, su violencia es sólo la respuesta lógica y, por tanto, comprensible. Esto lleva a la sumisión de toda una sociedad y a la propia censura de cualquier oposición que se pueda enfrentar.
El fantasma estatista que arrasa Europa será el cómplice ideal del islamismo. Dicho estatismo, auspiciado desde hace décadas por todos los países gracias a sus principios socialistas e instaurado en el seno de la Unión Europea, como comentamos en el artículo Es la sociedad civil, idiota, hace unos meses, ayudado por la pandemia que nos ha venido de un país comunista, provocarán una reducción de las libertades de las sociedades civiles inédita en Europa desde la década de los años treinta del siglo pasado.
Dicho estatismo exacerbado favorecido por las élites económicas que requieren Estados cómplices para limitar la competencia y mantener el 'statu quo' no promoverá ninguna oposición a ese cambio social que se avecina aún a riesgo de ser engullido posteriormente, preferirá continuar adelante viendo muy lejos ese horizonte y, mientras tanto, Europa se convertirá en lo que anhelan algunos, como nuestro Presidente y nuestro Vicepresidente, un conjunto de países estatalizados hasta el extremo en conveniente convivencia con una ideología totalitaria islamizada, esto es, una nueva clase de fascismo que nadie puede esperar sea mejor que el sufrido hace cien años. Si alguien duda de lo que digo que lea las declaraciones de Antonio Bufrau, presidente de Repsol, de quien nadie en su sano juicio podía esperar que dijera que "el capitalismo ya no funciona". Seguramente lo que no funciona es su cerebro, pero es una muestra de la colusión entre las élites de las empresas sostenidas a costa de los consumidores por el poder político, en una retroalimentación entre socialismo y estatismo por un lado y élites económicas por otro que no es sino una variante del fascismo y del nazismo.
El odio al enemigo común une más que las diferencias: vemos por todas partes la connivencia entre izquierda e Islam político: alianzas entre Venezuela e Irán, o la expectación de toda la izquierda totalitaria del mundo que confía y reza para una victoria de Biden en EEUU. Nos guste o no Trump, es obligado reconocer que es un dique frente al socialismo. Sin él, y con Biden jubilado antes de ejercer el poder, EEUU caerá en manos de una socialista estatista radical como Harris, lo que provocará que la primera potencia del mundo no se oponga a la agenda del socialismo del siglo XXI. A partir de ese momento ambos, estatismo socialista e Islam irán de la mano y Europa ya no tendrá ninguna esperanza de resistir por sí sola. Mucho menos cuando grandes capas de su población asumen el discurso de culpa y de estatismo del que hemos hablado y no se opondrán jamás hasta que sea tarde, como en la fábula del lechero.
Estamos oyendo muchas condenas por los últimos atentados. Incluso Macron se ha atrevido a mencionar que legislará contra la influencia islamista, pero me temo que no pasará de ser alguna ley que sólo pueda ser aplicada a extremistas y no se pondrá el único freno que puede evitar la deriva que ahora se ve inevitable: limitar severamente la inmigración desde países musulmanes y reafirmar los valores republicanos hasta el límite. Ambas acciones serían profundamente ofensivas para un islamismo que ha calado en todos los ámbitos de la sociedad, en todos los centros de comunicación y de poder. Pasarán estos días y se volverá a aceptar el empuje musulmán por miedo a ser tildado de racista, xenófobo o antimusulmán y todo volverá a ser como hasta ahora, cada día con mayor influencia islámica y la República francesa retrocediendo. Hasta Marine Le Pen limita sus ataques al Islam.
El proceso continuará cuando la sangre de las víctimas recientes se enfríe, como se ha hecho en España con las víctimas de ETA, para blanquear la organziación terrorista, y ahora comparte poder político con la izquierda española, y el proceso continuará lento pero imparable, hasta un momento en que sólo queden dos opciones, porque toda invasión termina de la misma manera: la sumisión total o la guerra total.
Siento haber llegado demasiado tarde para advertirlo. Ya vivimos en la distopía.
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