jueves, 27 de febrero de 2020

El tesoro arqueológico nazi

Resulta que  la policía de patrimonio argentina, siguiendo una pista sobre venta por parte de un anticuario de animales disecados y objetos arqueológicos protegidos por patrimonio, notaron una puerta disimulada detrás de una biblioteca. Al correr el mueble, encontraron el paso a una sala oscura donde se encontraban exhibidos 23 animales momificados, 85 objetos arqueológicos egipcios y, horror de los horrores,  ¡79 piezas pertenecientes a la Alemania nazi!
Sabíamos que el coleccionismo nazi existe desde 1945, cuando las fuerzas de ocupación americana  compraban “souvenirs” nazis y fascistas, lo que desconocíamos es que tal coleccionismo fuera ilegal. Tampoco entendemos que a los objetos nazis se les considere “arqueología”…
Lo sorprendente es que tal colección haya sido donada al Museo del Holocausto (ya saben, el único, el dogmático, el indubitable), es sorprendente que haya un museo que en un alarde masoquista acepte tal confiscación como interesante para su exhibición pública… Debe ser un caso de fetichismo, una parafilia digna de estudio.
Los coleccionistas de objetos comunistas, que inundaron e inundan las tiendas de anticuarios y coleccionistas desde la caída del Muro de Berlín  y la Unión Soviética, sigan tranquilos, sus objetos no son aún arqueología ni ilegales, además, siguen siendo baratos y fáciles de encontrar en comparación con la regalia nazi…


martes, 25 de febrero de 2020

Los secretos de la Fundación Franco

Su sede en Madrid es un auténtico museo que alberga 30.000 documentos, una biblioteca con 1.700 títulos y 2.000 fotografías. Sus principales recuerdos del dictador son un kit de afeitado y el tapiz que se descolgaba en el balcón de la Plaza de Oriente


Emilio de Miguel, secretario del Patronato de la Fundación Nacional Francisco Franco (FNFF), es el único de los trabajadores de la actual sede que ha conocido personalmente al antiguo jefe de Estado. Abogado jubilado, con 81 años, aclara que fue un momento fugaz. «Le di la mano en una audiencia, nada más».
Los útiles de afeitado de Franco
Él fue uno de los 226 firmantes de la constitución de la Fundación Franco el 8 de octubre de 1976, cuando arrancó con la única hija del dictador al frente, Carmen Franco, fallecida en 2017.
En una de las estancias de la sede de la Fundación, que se encuentra muy cerca del estadio Santiago Bernabéu, De Miguel hace alarde de la biblioteca del centro, que cuenta con unos 1.700 libros con Franco como protagonista, «para bien o para mal, porque aquí tienen cabida todos». Semejante cantidad de volúmenes hace que se encuentren dispersos en multitud de estanterías repartidas por todo el recinto, una propiedad alquilada de unos 300 metros cuadrados formada por la unión de dos viviendas.
Desde la calle, en un día poco bullicioso en esta zona de Madrid, dos banderas de España en sendos balcones –sin escudo alguno– distinguen el lugar donde se preserva el legado de Franco desde un año después de su muerte, primero en Marqués de Urquijo y a partir de 2008 en esta ubicación. En sus instalaciones todo se mueve al paso que marca «el general», que no es otro que Juan Chicharro, retirado de la Infantería de Marina desde 2010, pero a quien se dirigen aquí con su rango militar, y que conserva, como es habitual en los que tuvieron jerarquía castrense, ademán y dotes de mando.
En este momento, cuando se habla de ilegalizar la Fundación o de convertir en delito la apología del franquismo, queremos saber qué secretos se guardan en sus instalaciones, si es que hay alguno, y cuáles son sus bienes más preciados.
«Lo que le da más valor es el archivo, 30.000 documentos que eran personales de Franco, no del archivo de El Pardo, nadie se llevó nada de allí. Los tenía en su despacho y si consideraba que aparte de los documentos que iban a los ministerios eran de interés para él, se los guardaba, como he hecho yo durante mi vida militar», apunta Chicharro.
En el año 2001 se digitalizaron por completo a cargo del Ministerio de Educación y Cultura, «un trabajo ímprobo que nosotros no podíamos hacer», explica quien fuera ayudante de Cámara del Rey Juan Carlos. «Tienen un valor histórico incalculable», afirma. «Hoy día está todo en el Archivo de Salamanca. Todo lo que está aquí se encuentra allí, y es de acceso público».

Un mes de estudio para interpretar a Franco en la película de Amenábar

No faltan visitantes que llegan a la Fundación para conocer determinado documento o consultar alguno de sus libros. O quienes se acercan para ofrecer su colaboración, como presenciamos en el hall durante nuestra estancia. Pero quizá uno de los más llamativos en los últimos tiempos haya sido el actor Santi Prego, que se presentó hace un par de años para empaparse de su personaje de Franco en la película «Mientras dure la guerra», de Alejandro Amenábar. «En la Fundación Franco me ayudaron mucho. Me acogieron bien, aunque no dije que era un actor que iba a interpretarlo, sino que me presenté como doctor investigador en artes escénicas», declaró a Ep. Cuando en una segunda visita confesó que había rodado la película, su interlocutor en la Fundación le dijo que antes no pensaba verla porque temía que «denigrara» la figura de Franco, pero al saber que la haría él sí iría. La historia la corrobora Juan Chicharro que, efectivamente, fue a ver la cinta. «Cuando se fue nos dijo que salía de aquí con una idea muy diferente de lo que pensaba antes». El actor aprendió por su parte que Franco era «anodino, muy normal».
Y es que un convenio con el Ministerio de Cultura estableció que el archivo de la Fundación Francisco Franco conservara su condición de archivo privado al tiempo que quedaba adscrito al sistema español de archivos. Así lo acordó por escrito Carmen Franco en 2001 con el entonces ministro del ramo Luis Alberto de Cuenca.



Para ver los originales de los legajos que conserva la FNFF, cualquier investigador acreditado debe formalizar un cuestionario disponible en la web de la entidad, apuntarse en una lista y, en el único punto de acceso disponible, consultar lo que desee «cuando le toque». «Es un poco lento, pero puedo hacerlo también en Salamanca. Es lo mismo», insiste Juan Chicharro. Quedan fuera del alcance por ahora los 300 afectados por la ley de secretos oficiales y de protección de datos. «Solo tienen interés histórico pero continúan siendo considerados secretos, y mientras no se modifique la ley no se pueden enseñar».
De los 30.000 documentos lo que puede «tener más atractivo son las cartas con Churchill, Hitler o Mussolini», explica el presidente de la Fundación Franco. Relativos al primer ministro británico hay 78 documentos, como comprueban delante de nosotros en el buscador del terminal habilitado para los interesados.
«Más de 1.000 investigadores han pasado por aquí», afirma por su parte Emilio de Miguel, que se declara «monárquico», y recuerda que, antes de su digitalización, el archivo documental «no se podía enseñar porque se trata de un material muy delicado, mecanografiado en papel manila», propenso a romperse por su extrema fragilidad.
Lo dice rodeado de algunos de los cientos de libros dedicados a la figura de Franco, «el personaje de la historia de España que más bibliografía ha generado, más que los Reyes Católicos y Felipe II. Y sigue generando».
Otro de los puntales de la Fundación lo constituye su archivo de imágenes. Cuenta con 2.000 fotografías, fechadas entre 1930 y 1972, aunque el grueso corresponde a las décadas del 50 y del 60 del pasado siglo. La mayoría son de carácter oficial. «No las solicitan mucho, quizá porque ya circulan muchas por ahí. Para determinados libros hemos usado gran parte de nuestros fondos», explica Chicharro. El último de ellos es el voluminoso tomo que tuvo una fallida presentación en el Ateneo de Sevilla por presiones de la ultraizquierda, según indicaron sus organizadores.
En las fotos, algunas de ellas enmarcadas en las paredes que nos rodean, aparecen «políticos que visitaban a Franco, o no políticos», dice Emilio de Miguel señalando una imagen del «Caudillo con los primeros astronautas que pisaron la Luna».

El tapiz que se descolgaba del balcón del Palacio Real en las concentraciones del la Plaza de Oriente

Pocos ejemplos existen en la sede de objetos o elementos directamente relacionados con la persona de Franco, pero los hay. Uno de ellos descansa en un rincón del despacho del general Chicharro. «Con esto se afeitaba; aquí esta su maquinilla», dice depositando con naturalidad en la mesa una caja deslucida por el paso del tiempo que guarda una brocha, una cuchilla y un pequeño recipiente metálico con una pastilla de jabón. Un kit de rasurado que debió vivir muchas rutinas matinales en El Pardo.
El otro gran recuerdo es el tapiz que solía desplegarse en el balcón del Palacio Real cuando el «Generalísimo» dirigía aquellas multitudinarias alocuciones en la Plaza de Oriente. En la Fundación se encuentra colocado sobre una pared al final de una mesa alargada donde va a tener lugar la junta de este mes.
Donde sí existen multitud de pertenencias de Francisco Franco es en su casa natal de Ferrol, «que nos gustaría convertir en museo», apunta el general, «aunque somos conscientes de que ahora no es el mejor momento».
Por cualquier parte, no importa dónde se mire, todo son reminiscencias del pasado franquista en la sede de la Fundación. No falta algún que otro tapiz «de gran valor y muchas cosas que nos van trayendo de los pueblos como consecuencia de la aplicación de la Ley de Memoria Histórica», explica una vez más Juan Chicharro. Vemos una curiosa placa que certifica que Franco estuvo alojado en una vivienda de Medinaceli «durante la preparación de la reconquista de Teruel» en enero de 1938, y otras de calles o plazas de donde se retiró su nombre. Tampoco faltan banderas de unidades militares, cuadros y bustos de Franco.
A la entrada es posible comprar alguno de los artículos de «merchandising» a la venta –llaveros, mecheros, detentes, gemelos, pegatinas...– y libros, de precios diversos y en ediciones actuales o que ya acumulan solera. Muy cerca, dos administrativas y una historiadora que lleva además las redes sociales trabajan dando al lugar apariencia de una oficina cualquiera. Salvo por el decorado.

Fuente



sábado, 22 de febrero de 2020

Paul Craig Roberts: Testimonio de un perseguido

Después de una guerra, la historia no se puede escribir. El lado perdedor no tiene a nadie que les de la palabra. Los historiadores del lado ganador están limitados por años de propaganda de guerra que demonizaron al enemigo mientras ocultaban los crímenes de los justos vencedores. La gente quiere disfrutar y sentirse bien con su victoria, no saber que su lado fue responsable de la guerra o que la guerra podría haberse evitado, excepto las agendas ocultas de sus propios líderes. Los historiadores también están limitados por la falta de disponibilidad de información. Para ocultar errores, corrupción y delitos, los gobiernos cierran documentos durante décadas. Las memorias de los participantes aún no están escritas. Los diarios se pierden o se retienen por temor a represalias. Es costoso y lleva mucho tiempo localizar a los testigos, especialmente los del lado perdedor, y convencerlos para que respondan preguntas. Cualquier cuenta que desafíe la “historia feliz” requiere una gran cantidad de confirmación de documentos oficiales, entrevistas, cartas, diarios y memorias, e incluso eso no será suficiente.
Para la historia de la Segunda Guerra Mundial en Europa, estos documentos se pueden difundir desde Nueva Zelanda y Australia, a través de Canadá y los Estados Unidos, a través de Gran Bretaña y Europa hasta Rusia. Un historiador en la pista de la verdad enfrenta largos años de ardua investigación y desarrollo de la perspicacia para juzgar y asimilar la evidencia que descubra una imagen veraz de lo que ocurrió. La verdad siempre es inmensamente diferente de la propaganda de guerra del vencedor.
Como informé recientemente, Harry Elmer Barnes fue el primer historiador estadounidense en proporcionar una historia de la primera guerra mundial basada en fuentes primarias. Su veraz relato difería tanto de la propaganda de guerra que el título del libro lo decía todo.
La verdad rara vez es bienvenida. David Irving, sin duda el mejor historiador europeo de la Segunda Guerra Mundial, sufrió en sus carnes que desafiar a los mitos no queda impune. Sin embargo, Irving perseveró. Si quieres escapar de las mentiras sobre la Segunda Guerra Mundial que aún dirigen nuestro desastroso curso, solo necesitas estudiar dos libros de David Irving: La Guerra de Hitler y el primer volumen de su biografía de ChurchillLa Guerra de Churchill: La lucha por el poder.
Irving es el historiador que pasó décadas rastreando diarios, sobrevivientes y exigiendo la publicación de documentos oficiales. Es el historiador que encontró el diario de Rommel y los diarios de Goebbles, el historiador que ganó la entrada en los archivos soviéticos, y así sucesivamente. Está familiarizado con más datos reales sobre la segunda guerra mundial que el resto de los historiadores juntos. El famoso historiador militar británico, Sir John Keegan, escribió en el Times LiterarySupplement : “Dos libros se destacan de la vasta literatura de la Segunda Guerra Mundial: la lucha de Chester Wilmot por Europa , publicada en 1952, y la Guerra de Hitler de David Irving .
A pesar de tantos elogios, hoy Irving es demonizado y tiene que publicar sus propios libros.
Evitaré la historia de cómo sucedió esto, pero, sí, lo adivinaron, fueron los sionistas. Simplemente no se puede decir nada que altere su imagen propagandística de la historia.
En lo que sigue, voy a presentar cuál es mi impresión al leer estas dos obras magistrales. Irving mismo es muy escaso en opiniones. Solo proporciona los hechos de documentos oficiales, entrevistas grabadas, diarios, cartas y entrevistas.
La Segunda Guerra Mundial fue la guerra de Churchill, no la guerra de Hitler. Irving proporciona datos documentados de los cuales el lector no puede evitar esta conclusión. Churchill consiguió su guerra, que tanto anhelaba, debido al Tratado de Versalles que despojó a Alemania de territorio alemán e impuso una humillación de manera injusta e irresponsable a Alemania.
Hitler y la Alemania nacionalista socialista (representaciones nazis del Partido Nacional Socialista Alemán de los Trabajadores) son las entidades más demonizadas en la historia. Cualquier persona que encuentre algo bueno en Hitler o Alemania es demonizada instantáneamente. La persona se convierte en un marginado independientemente de los hechos. Irving es muy consciente de esto. Cada vez que su relato cita a Hitler comienza a mostrar a una persona muy diferente de la imagen demonizada por lo que Irving tiene que usar un lenguaje negativo sobre Hitler.
Del mismo modo para Winston Churchill. Cada vez que el relato fáctico de Irving muestra a una persona muy diferente del ícono venerado, Irving lanza un lenguaje apreciativo.
Esto es lo que tiene que hacer un historiador para sobrevivir diciendo la verdad.
Para ser claro, en lo que sigue, simplemente estoy informando lo que me parece la conclusión a partir de los hechos documentados presentados en estos dos trabajos académicos. Simplemente estoy informando lo que entiendo que la investigación de Irving ha establecido. Usted lea los libros y llegue a su propia conclusión.
La Segunda Guerra Mundial fue iniciada por la declaración de guerra británica y francesa a Alemania. La derrota y el colapso total de los ejércitos británico y francés fue el resultado de que Gran Bretaña declaró una guerra para la cual Gran Bretaña no estaba preparada para la lucha y de los tontos franceses atrapados por un tratado con los británicos, quienes abandonaron rápidamente a su aliado francés, dejando a Francia en manos de Alemania.
Misericordia
La misericordia de Alemania era sustancial. Hitler dejó una gran parte de Francia y las colonias francesas desocupadas y seguras de la guerra bajo un gobierno semiindependiente bajo Petain. Por su servicio en la protección de una apariencia de independencia francesa, Petain fue condenado a muerte por Charles de Gaulle después de la guerra por la colaboración con Alemania, un cargo injusto.
En Gran Bretaña, Churchill estaba fuera del poder. Pensó que una guerra lo devolvería al poder. Ningún británico podría igualar la retórica y las oraciones de Churchill. O su determinación. Churchill deseaba el poder, y quería reproducir las asombrosas hazañas militares de su distinguido antepasado, el duque de Marlborough, cuya biografía estaba escribiendo Churchill, que venció después de años de lucha militar el poderoso Rey Sol de Francia, Luis XIV, el gobernante de Europa.
En contraste con el aristócrata británico, Hitler era un hombre del pueblo. Actuó para el pueblo alemán. El Tratado de Versalles había desmembrado Alemania. Partes de Alemania fueron confiscadas y entregadas a Francia, Bélgica, Dinamarca, Polonia y Checoslovaquia. Como Alemania no había perdido realmente la guerra y siendo los ocupantes extranjerosel resultado por aceptar un armisticio engañoso, aproximadamente 7 millones de alemanes quedaron en Polonia y Checoslovaquia, donde se abusó de ellos, y todo esto no se consideró un resultado justo.
El programa de Hitler era volver a unir a Alemania. Tuvo éxito sin guerra hasta que llegó a Polonia. Las demandas de Hitler eran justas y realistas, pero Churchill, financiado por el FocusGroup con dinero judío, presionó tanto al primer ministro británico Chamberlain que éste intervino en las negociaciones polaco-alemanas y emitió una garantía británica a la dictadura militar polaca si Polonia se negaba a aceptar las propuestas alemanas de liberar su territorio y las poblaciones alemanas.
Los británicos no tenían forma de hacer valer la garantía, pero la dictadura militar polaca carecía de inteligencia para darse cuenta de eso. En consecuencia, la dictadura polaca rechazó la solicitud de Alemania.
De este error de Chamberlain y la estúpida dictadura polaca, surgió el acuerdo Ribbentrop/Molotov por el que Alemania y la Unión Soviética se dividirían a Polonia entre ellos. Cuando Hitler atacó a Polonia, Gran Bretaña y los desafortunados franceses declararon la guerra a Alemania debido a la inexplicable garantía británica. Pero los británicos y los franceses tuvieron cuidado de no declarar la guerra a la Unión Soviética por ocupar la mitad oriental de Polonia.
Así, Gran Bretaña fue responsable de la Segunda Guerra Mundial, primero al interferir estúpidamente en las negociaciones alemanas/polacas, y segundo al declarar la guerra a Alemania.
Churchill se centró en la guerra con Alemania, que pretendía durante los años anteriores a la guerra. Pero Hitler no quería ninguna guerra con Gran Bretaña o Francia, y nunca tuvo la intención de invadir Gran Bretaña. La amenaza de invasión era una quimera evocada por Churchill para unir a Inglaterra detrás de él. Hitler expresó su opinión de que el Imperio británico era esencial para el orden en el mundo, y que en su ausencia los europeos perderían su supremacía mundial. Después de la derrota alemana de los ejércitos francés y británico, Hitler ofreció una paz extraordinariamente generosa a Gran Bretaña. Dijo que no quería nada de Gran Bretaña sino el regreso de las colonias de Alemania. Comprometió a los militares alemanes en la defensa del Imperio Británico y dijo que reconstituiría los estados polacos y checos y los dejaría a su propia discreción.
Winston Churchill mantuvo las ofertas de paz de Hitler tan secretas como pudo y tuvo éxito en sus esfuerzos para bloquear cualquier paz. Churchill quería la guerra, en gran parte parece, para su propia gloria. Franklin Delano Roosevelt alentó astutamente a Churchill en su guerra, pero sin cerrar ningún compromiso en nombre de Gran Bretaña. Roosevelt sabía que la guerra lograría su propio objetivo de llevar a la bancarrota a Gran Bretaña y destruir el Imperio Británico, y que el dólar estadounidense heredaría la poderosa posición de la libra británica de ser la moneda de reserva mundial. Una vez que Churchill había atrapado a Gran Bretaña en una guerra que no podía ganar por sí sola, FDR comenzó a repartir ayuda a cambio de precios extremadamente altos, por ejemplo, 60 destructores estadounidenses obsoletos y en gran medida inútiles para las bases navales británicas en el Atlántico. FDR retrasó Lend-Lease hasta que la desesperada Gran Bretaña había entregado $ 22, 000 millones de oro británico más $ 42 millones en oro que Gran Bretaña tenía en Sudáfrica. Entonces comenzó la venta forzada de inversiones británicas en el extranjero. Por ejemplo, la compañía británica Viscose Company, que tenía un valor de $ 125 millones en 1940 dólares, no tenía deudas y tenía $ 40 millones en bonos del gobierno, fue vendida a la Casa de Morgan por $ 37 millones. Fue tal un acto de robo que los británicos finalmente obtuvieron alrededor de dos tercios del valor de la compañía para entregar a Washington en pago de municiones de guerra. La ayuda estadounidense también estaba “condicionada a que Gran Bretaña desmantele el sistema de preferencia imperial anclado en el acuerdo de Ottawa de 1932”. Para Cordell Hull, la ayuda estadounidense era “un cuchillo para abrir esa concha de ostra, el Imperio”. Churchill lo vio venir, pero ya no podía hacer otra cosa que suplicar a FDR: estaría mal, escribió Churchill a Roosevelt,
Se podría escribir un largo ensayo sobre cómo Roosevelt despojó a Gran Bretaña de sus activos y su poder mundial. Irving escribe que en una era de estadistas gángsters, Churchill no estaba en la liga de Roosevelt. La supervivencia del Imperio Británico no era una prioridad para FDR. Consideraba a Churchill como un personaje poco confiable y borracho la mayor parte del tiempo. Irving informa que la política de FDR era pagar lo suficiente para darle a Churchill “el tipo de apoyo que una cuerda da a un hombre colgado”. Roosevelt persiguió “su destrucción del Imperio durante la guerra”. Finalmente, Churchill se dio cuenta de que Washington estaba en guerra con Gran Bretaña. Más ferozmente que Hitler. La gran ironía era que Hitler había ofrecido a Churchill la paz y la supervivencia del Imperio. Cuando ya era demasiado tarde, Churchill llegó a la conclusión de Hitler de que el conflicto con Alemania era la guerra “más innecesaria”.
Hitler prohibió el bombardeo de áreas civiles de ciudades británicas. Fue Churchill quien inició este crimen de guerra, más tarde emulado por los estadounidenses. Churchill mantuvo en secreto el bombardeo británico de civiles alemanes a los británicos y trabajó para prevenir el monitoreo de ataques aéreos de la Cruz Roja para que nadie supiera que estaba bombardeando áreas residenciales civiles, no industrias de producción de guerra. El propósito de los bombardeos de Churchill, las primeras bombas incendiarias para arrasar todo y luego las explosivas para evitar que los bomberos controlaran las llamas, era provocar un ataque alemán a Londres, que Churchill estimó que vincularía a los británicos con él y crearía simpatía en los EE. UU. con Gran Bretaña eso ayudaría a Churchill a llevar a Estados Unidos a la guerra. Una razzia británica asesinó a 50.000 personas en Hamburgo, y otro ataque posterior en Hamburgo provocó 40.000 muertes de civiles. Churchill también ordenó que se agregara gas venenoso a las bombas incendiarias de las áreas residenciales civiles alemanas y que Roma fuera bombardeada y convertirla en cenizas. La fuerza aérea británica rechazó ambas órdenes. Al final de la guerra, los británicos y los estadounidenses destruyeron la hermosa ciudad barroca de Dresde, quemando y asfixiando a 100,000 personas en el ataque. Después de meses de ataques con bombas incendiarias en Alemania, incluido Berlín, Hitler se rindió ante sus generales y respondió con amabilidad. Churchill tuvo éxito. La historia se convirtió en “el bombardeo de Londres”, no en el bombardeo británico de Alemania donde murieron centenares de miles de personas en los ataques.
Al igual que Hitler en Alemania, Churchill asumió la dirección de la guerra. Funcionó más como un dictador que ignoró los servicios armados que como un primer ministro asesorado por los líderes militares del país. Ambos líderes podrían haber sido correctos al evaluar a sus oficiales al mando, pero Hitler era un estratega de guerra mucho mejor que Churchill, para quien nada había funcionado. A la primera desgracia de Churchill, Gallipoli, se agregó la introducción de las tropas británicas en Noruega, Grecia, Creta, Siria, todas decisiones y fallos ridículos, y el fiasco del Dakar. Churchill también se volvió contra los franceses, destruyendo la flota francesa y las vidas de 1,600 marineros franceses debido a su temor personal, infundado, de que Hitler violaría su tratado con los franceses y se apoderaría de la flota. Cualquiera de estos contratiempos de Churchill podría haber resultado en un voto de censura, pero con Chamberlain y Halifax fuera de juego no había un liderazgo alternativo. De hecho, la falta de liderazgo es la razón por la que ni el gabinete ni los militares podrían hacer nada frente a un Churchill, una persona con una determinación férrea.
Hitler también era una persona con una determinación férrea, y se desgastó tanto a sí mismo como a Alemania con su determinación. Nunca quiso la guerra con Inglaterra y Francia. Esto fue obra de Churchill, no de Hitler. Al igual que Churchill, que tenía a los británicos detrás de él, Hitler tenía a los alemanes detrás de él, porque representaba a Alemania y había reconstruido a Alemania a partir de la violación y la ruina del Tratado de Versalles. Pero Hitler, no era un aristócrata como Churchill, sino de orígenes bajos y ordinarios, nunca tuvo la lealtad de muchos de los oficiales militares aristocráticos prusianos, aquellos con “Von” antes de su nombre. Fue atacado por traidores en el Abwehr, su inteligencia militar, incluido su director, el almirante Canaris. En el frente ruso, en el último año, Hitler fue traicionado por generales que abrieron caminos para que los rusos se adentren en un Berlín indefenso.
Los peores errores de Hitler fueron su alianza con Italia y su decisión de invadir Rusia. También se equivocó al dejar ir a los británicos en Dunkerque. Los dejó ir porque no quería arruinar la oportunidad de terminar la guerra humillando a los británicos por la pérdida de todo su ejército. Pero con Churchill no había oportunidad para la paz. Al no destruir al ejército británico, Hitler impulsó a Churchill, quien convirtió la evacuación en heroicidades británicas que sostuviera la voluntad de luchar.
No está claro por qué Hitler invadió Rusia. Una posible razón es la información deficiente o intencionalmente engañosa del Abwehr sobre la capacidad militar rusa. Hitler más tarde dijo a sus asociados que nunca habría invadido si hubiera sabido del enorme tamaño del ejército ruso y la extraordinaria capacidad de los soviéticos para producir tanques y aviones. Algunos historiadores han concluido que la razón por la que Hitler invadió Rusia fue que llegó a la conclusión de que los británicos no estarían de acuerdo en terminar la guerra porque esperaban que Rusia entrara en la guerra por parte de Gran Bretaña. Por lo tanto, Hitler decidió excluir esa posibilidad conquistando Rusia. Un ruso ha escrito que Hitler atacó porque Stalin se estaba preparando para atacar a Alemania. Stalin tenía fuerzas considerables, pero tendría más sentido que Stalin esperara hasta que Occidente se devorara a sí mismo en sangrías mutuas, interviniera después y lo recogiera todo si quería. O tal vez Stalin estaba posicionado para ocupar parte de Europa del Este con el fin de poner más territorio amortiguador entre la Unión Soviética y Alemania.
Cualquiera que sea la razón de la invasión, lo que derrotó a Hitler fue el peor invierno ruso en 30 años. Detuvo todo en su camino antes de que pudiera completarse el cercado bien planeado. El duro invierno inmovilizó a los alemanes y le dio tiempo a Stalin para recuperarse.
Debido a la alianza de Hitler con Mussolini, que carecía de una fuerza de combate efectiva, los recursos necesarios en el frente ruso se usaron dos veces para rescatar a Italia. Debido a las desventuras de Mussolini, Hitler tuvo que drenar tropas, tanques y aviones de la invasión rusa para rescatar a Italia en Grecia y el norte de África y ocupar Creta. Hitler cometió este error por lealtad a Mussolini. Más tarde en la guerra, cuando los contraataques rusos expulsaron a los alemanes de Rusia, Hitler tuvo que desviar recursos militares valiosos para rescatar a Mussolini del arresto y ocupar Italia para evitar su rendición. Alemania simplemente carecía de la mano de obra y los recursos militares para luchar en un frente de 1.000 millas en Rusia, y también en Grecia y el norte de África, ocupan parte de Francia, y preparar las defensas contra una invasión estadounidense / británica de Normandía a Italia.
El ejército alemán era una fuerza de combate magnífica, pero estaba abrumada por demasiados frentes, muy poco equipo y comunicaciones descuidadas. Los alemanes nunca se dieron cuenta a pesar de la gran evidencia de que los británicos podían leer su cifrado. Por lo tanto, los esfuerzos para abastecer a Rommel en el norte de África fueron prevenidos por la marina británica.
En su Introducción a la guerra de Hitler.Irving informa que a pesar de las ventas generalizadas de su libro, los elogios iniciales de los historiadores y el hecho de que el libro era de obligatoria lectura en las academias militares de Sandhurst a West Point, “mi casa fue arrasada por unos matones, mi familia aterrorizada. Mi nombre fue manchado, mis impresores (editores) incendiados, y yo mismo arrestado y deportado por la pequeña y democrática Austria, un acto ilegal que decidieron sus tribunales, por el cual los culpables del ministerio fueron castigados; a instancias de académicos descontentos y ciudadanos influyentes [sionistas], en años subsiguientes, fui deportado de Canadá (en 1992) y me negaron la entrada a Australia, Nueva Zelanda, Italia, Sudáfrica y otros países civilizados de todo el mundo. Grupos internacionales enviaron cartas a los bibliotecarios, suplicando que este libro fuera retirado de sus estantes“.
No es posible el pensamiento libre y la verdad en el mundo occidental. Nada es tan poco considerado en Occidente como el pensamiento libre, la libre expresión y la verdad. En Occidente, las explicaciones se controlan para avanzar las agendas de los grupos de interés gobernantes. Como David Irving ha aprendido, ¡ay de cualquiera que se interponga en el camino!
Paul Craig Roberts

viernes, 21 de febrero de 2020

Hitler: cómo llegó al poder un hombre mínimo – Neal Ascherson, Volker Ullrich


Werner Willikens era un veterano funcionario nazi. En el abatido y castrado gobierno de Prusia había llegado a ser secretario de Estado del Ministerio de Agricultura. Fue en febrero de 1934, poco más de un año después de que Adolf Hitler fuera nombrado canciller, cuando Willikens pronunció un discurso dirigido a altos cargos de Agricultura llegados desde todo el Reich, valiéndose de palabras que han fascinado a los historiadores en nuestro propio tiempo. «Al Führer –dijo– le resulta muy difícil con una orden desde arriba conseguir cosas que tiene la intención de llevar a cabo antes o después». De ahí que «la obligación de cada uno de nosotros sea, por tanto, intentar trabajar hacia él en el espíritu del Führer». El alemán, nada fácil de traducir con precisión, es «im Sinne des Führers ihm entgegenzuarbeiten».

Willikens no estaba revelando ningún hecho desconocido. Pero estaba ofreciendo a la posteridad (así como a los camaradas de partido que tenía delante) una manera realmente útil de entender cómo se tomaban las decisiones en el Tercer Reich. «Trabajar hacia el Führer» explica cuántas iniciativas, incluidas algunas de las peores, tuvieron su origen en el conjunto de la burocracia nazi más que en el propio Hitler. Y puede argüirse que este precepto de adelantarse y anticiparse a Hitler le ayudó a adentrarse en políticas cada vez más radicales y terribles que se tienen generalmente por una invención exclusiva suya.
Como señala Volker Ullrich, nos hallamos aquí ante una aparente contradicción. Por un lado, se suponía que la voluntad del Líder era absoluta y monocrática, y cualquiera que pudiera defender de manera convincente que estaba actuando conforme a la «voluntad del Führer» lograría salirse con la suya. Por otro lado, instituciones nazis que se solapaban unas con otras libraban una feroz lucha caótica, «darwiniana», ya que todas ellas querían decidir por Hitler. Detrás de todo ello se encontraba la manera extraña y desaliñada en que Hitler conformaba sus políticas. Unas veces tomaba decisiones rápidas y aciagas y se aferraba a ellas (la Noche de los Cuchillos Largos en 1934). Pero a menudo veía emerger una política de algún subordinado que pensaba que estaba «trabajando hacia el Führer» y entonces la adoptaba convirtiéndola en su propia «decisión irrevocable». Ocasionalmente, sobre todo cuando alguien de su entorno cercano había tenido un comportamiento inadecuado, solía ponerse extremadamente nervioso, un estado que podía durar varios días y se mostraba incapaz de decidir nada hasta que era inducido a ello y le mostraban su preocupación su círculo de íntimos. El primer historiador que se valió de la interpretación de «trabajar hacia el Führer» parece haber sido Ian Kershaw. En la interminable sucesión de inmensos tomos de biografías de Hitler, cada una de ellas pretende ser «definitiva», pero los dos volúmenes de Kershaw, Hibris Némesis, siguen dominando el panorama más de quince años después de su publicación. Al referirse a Willikens, Kershaw afirmó que «la forma personalizada de gobierno de Hitler invitaba a alternativas radicales surgidas desde abajo y ofrecía respaldo a este tipo de iniciativas siempre y cuando estuvieran en consonancia con sus objetivos definidos en términos generales». Todo aquel que «trabajase hacia él» de este modo, no sólo en la burocracia, sino en el seno de la sociedad, estaba «contribuyendo a impulsar una radicalización imparable».
Ulrich atribuye generosamente a Kershaw el mérito de detectar la relevancia de la frase. Y él lo expone con una claridad aún mayor cuando escribe que
aquellos que querían medrar en este sistema […] tenían que anticipar la voluntad del Führer y tomar medidas para preparar y promover lo que ellos pensaban que eran las intenciones de Hitler. Esto explica no sólo por qué el régimen era tan dinámico, sino también por qué se radicalizó cada vez más. Al competir por gozar del favor del dictador, sus paladines intentaban superarse unos a otros con demandas y medidas cada vez más extremas.
Podría decirse que el «discernimiento de Willikens» reduce la personalidad de Hitler a un tamaño mucho más manejable. Desvía la responsabilidad, si no al margen de él, sí a un círculo mucho más amplio de altos cargos alemanes que trabajaban en esta curiosa máquina de gobierno por anticipación. Y ahora sabemos mucho sobre Hitler como persona. Los estudios publicados sobre el dictador ascienden, al parecer, a alrededor de ciento veinte mil. Las grandes biografías comienzan con la de Konrad Heiden, escrita en vida de Hitler, y continúan con las obras de Alan Bullock, Eberhard Jäckel y Joachim Fest hasta llegar a Ian Kershaw y, ahora, al extenso libro de Ullrich, sin altibajos y, una vez más, el primero de un proyecto que incluirá dos volúmenes. ¿Necesitamos entonces realmente saber aún más cosas sobre la personalidad y la vida privada de Hitler? Quién fue, y por qué hizo lo que hizo, debe seguramente ceder la precedencia a cómo consiguió hacerlo.
A Kershaw le preocupaban claramente estas preguntas. «Lo que ha seguido […] interesándome, más que el extraño carácter del hombre que tuvo el destino de Alemania en sus manos entre 1933 y 1945, es la pregunta de cómo fue posible Hitler», escribió en su prólogo. Pensaba que Hitler no tuvo «vida privada», sino que lo que hizo fue, en cambio, «privatizar» la esfera pública: durante toda su carrera se dedicó a ejercer de Führer. Kershaw lo consideró «un recipiente vacío fuera de su vida política», inaccesible e incapacitado para la amistad.
Ullrich no está de acuerdo. Le preocupa que retratar a Hitler como alguien carente de toda vida privada perpetúe la visión de que sus crímenes fueron cometidos por un monstruo –no por un ser humano alemán o austríaco– y que esta caricatura preserve inintencionadamente el viejo Führermythos de una forma negativa. Intenta mostrar que Hitler sí tuvo en realidad una vida privada, aunque muy aburrida, y que sí tuvo amigos, la mayoría de ellos parejas casadas en las que la mujer solía hacer de madre de Adolf, le regalaba pasteles de crema y se veía recompensada con muestras de su «encanto austríaco».
Cuando el libro se publicó en Alemania hace tres años, algunas personas objetaron que, al «desmitologizar» a Hitler, Ullrich estaba presentándolo como un mero «hombre sin cualidades». Esto parece malicioso. Ullrich muestra que este «hombre de extraña personalidad» poseía todo tipo de cualidades, no todas ellas malas en sí mismas y ninguna de ellas desconocida para la ciencia o la ficción. Hay que reconocer que las partes más sorprendentes de su libro son sus análisis de Hitler entre mujeres o con sus excéntricos invitados, nuevos ricos, en el Berghof, en lo alto de Berchtesgaden. Pero estas secciones se hallan insertas en una narración crítica enormemente detallada y siempre interesante de su vida política, desde su juventud en Linz, Viena y Múnich hasta ser nombrado canciller en 1933 y, posteriormente, hasta el estallido de la Segunda Guerra Mundial.
Ullrich tiene ideas muy claras sobre el modo en que Hitler llegó al poder en enero de 1933, entronizado por una «trama siniestra» de estúpidos políticos de elite justo en el momento en que los nazis estaban por fin perdiendo fuerza. No tenía que ocurrir. Recuerda constantemente a sus lectores que Hitler no llegó a la cancillería por sus propios esfuerzos, sino que fue puesto allí por idiotas altaneros que supusieron que podrían manejar a este hombre vulgar. «Lo contratamos para nuestros fines», dijo el infame Franz von Papen. Un año después, en la Noche de los Cuchillos Largos, von Papen estaba prosternándose a fin de salvar su propio pellejo.
Al igual que todos los biógrafos, Ullrich lleva a sus lectores por la infancia austríaca, el padre severo y la madre amorosa, las fantasías adolescentes en Linz y el rechazo por parte de la Academia de Bellas Artes de Viena. Pero tanto él como sus recientes predecesores han hecho trizas algunas de las insensateces que han ido acumulándose sobre este período: Hitler no tenía un abuelo judío, no pasó su infancia en la pobreza, su padre no le pegaba más de lo que lo hacían la mayoría de los padres europeos de la época, no era bipolar, no tenía un solo testículo ni contrajo la sífilis, y tampoco era excepcionalmente anstisemita antes de establecerse en Múnich. Algunos años después, en las trincheras, cumplió con sus deberes más que dar ejemplo de valor y no fue el padre de un bebé que tuvo una muchacha francesa llamada Charlotte. Sí es cierto, sin embargo, a tenor de lo que cuentan todos los historiadores, que el rechazo de su solicitud para estudiar arte en la Academia de Viena supuso un golpe brutal a su autoestima.
«Demasiado pocas cabezas. Dibujo de muestra insatisfactorio». Él había tenido la fanática certidumbre de que lo admitirían y la herida de ese rechazo, quizá su único agravio sustancial, nunca dejó de dolerle. Toda una generación de seres humanos se vio castigada por ello, por lo que resulta natural –aunque no sea científico– preguntarse qué habría sucedido en el supuesto de que la Academia hubiera dicho que sí. La mejor respuesta que conozco es la novela de Eric-Emmanuel Schmitt La Part de l’autre (2001), en la que narra las vidas divergentes del Hitler que fue rechazado y el Adolf que fue aceptado. (A Adolf lo llevan a ver al Dr. Freud, que soluciona sus complejos. A continuación se convierte en un amante maravilloso, un famoso pintor, marido de una esposa judía y padre de familia.)
Al volver a leer este relato familiar de los «primeros años», la personalidad de Hitler ya no parece tan extravagante. Lo que lo distingue es su abandono consciente de la moralidad convencional: la facilidad monstruosa, desvergonzada, con que mentía, traicionaba y asesinaba. Los rasgos de su carácter, por otro lado, no son extraordinarios en sí mismos. Miles de personas a nuestro alrededor fantasean con conquistar el mundo, acarician fantasías llenas de odio sobre lo que podrían hacer a los inmigrantes o a los yihadistas, se regodean con teorías conspirativas o impresionan a sus amigos –después de un par de cervezas o diez– despotricando contra los políticos o banqueros. La mayoría de ellos, afortunadamente, se mantienen por debajo del radar político. Carecen de un suelo en el que sus ganas puedan crecer hasta que lleguen a ensombrecer la tierra. Carecen de la licencia de la Ley de Exclusión Inversa de Alasdair Gray (desarrollada en su novela Lanark), que «permite que una pulga en una caja de cerillas se autodeclare carcelera del universo». Y carecen de un arma.
Pero Hitler, enfurecido en su propia caja de cerillas, tenía las tres cosas. Un Múnich en fermentación tras una guerra perdida y una revolución fallida proporcionaron el suelo, mientras que su arma fue la oratoria: el único don extraordinario de Hitler y su único talento natural. Un día, en Múnich, cuando concluyó una arenga dirigida a unos soldados desmovilizados, el orador reparó en un puñado de personas en la sala que estaba quedándose vacía. Estaban escuchando «paralizados a un hombre que estaba hablándoles con una pasión cada vez mayor y una inusual voz gutural». El orador vio «una cara pálida, demacrada, bajo una mata de pelo decididamente no militar, con un bigote recortado y unos ojos sorprendentemente grandes, de color azul claro, fanáticamente fríos y brillantes». Hitler tenía una voz excelente y su fuerte acento «austríaco» (en realidad, de la Baja Baviera) parece haber dado a los alemanes del norte una impresión de sinceridad más que de zafiedad provinciana. Pero leer o escuchar hoy sus discursos resulta desconcertante: ¿cómo podía nadie tomarse en serio semejantes bramidos efectistas e ideas ridículas? Lo que echamos ahora en falta no es sólo la desesperación y la paranoia que cada uno de sus primeros oyentes llevaba consigo a la cervecería o al estadio, sino las trampas de que se valía Hitler. Necesitaba un poderoso calentamiento antes de que, deliberadamente tarde, entrara con determinación en la sala. Allí donde fuera posible insistía en una disposición de los asientos que se extendiera horizontalmente delante de él, mejor que un pasillo estrecho alargado hasta el fondo: esto le proporcionaba tanto impacto cercano como fuera posible. Inteligentemente, encauzó su propia tendencia a enfurruñarse para dar forma a su estilo de dar discursos: tras empezar con largas peroratas y recitales ostensiblemente sobrios de hechos y análisis, solía elevar su voz de repente casi una octava, doblando la velocidad y explotando en una demagogia vociferante. (En una ocasión vi a Oswald Mosley hacer exactamente esto en los años cincuenta, y a pesar de mi desprecio por lo que estaba diciendo, ese súbito cambio de marcha hizo que se me pusieran los pelos de punta en el cuello.) Su antiguo camarada de trincheras, Max Amann, lo vio en 1919: «Gritaba y caía en el histrionismo. Jamás había visto nada parecido. Pero todo el mundo decía: “Este tipo va en serio”. Estaba empapado en sudor, completamente mojado. Era increíble».
El descubrimiento de este don de la retórica, y las técnicas para intensificar su impacto, marcaron a Hitler su camino. Aunque Ullrich no se refiere a ello, Hitler fue el practicante supremo y el producto de la moda de la automagnificación, el género literario del hombre pequeño pero matón que culminó en el culturismo de Charles Atlas y en Cómo ganar amigos e influir sobre las personas (1936), de Dale Carnegie. Los alemanes habían estado leyendo Briefsteller, guías para aprender a escribir cartas persuasivas, y estudiando manuales sobre encanto, buenas maneras en la mesa y cómo entablar una conversación irresistible durante al menos un siglo antes de que una literatura más ambiciosa sobre cómo lograr «que otros se dobleguen a tu voluntad» se hiciera popular en Europa y América en torno a finales del siglo XIX. Incluso el afable Carnegie enseñaba a los oradores a enfadarse por algo, y su superventas (cinco millones de copias vendidas en vida del autor) incluye toda una sección sobre cómo ser un líder. A fin de superar la sensación de impotencia del hombre «pequeño pero matón», se ofrecía una caja rebosante de trucos en tiempos de depresión, hiperinflación y caos político.
Hitler explotó todos estos trucos. Utilizó sus grandes y hermosos ojos (heredados de su madre) para hacer prender la lealtad en sus seguidores. «Finalmente, llegó a mi columna –recordaba Albert Speer–. Sus ojos se clavaban fijamente en los hombres que estábamos en posición de firmes, como si estuviera tratando de aferrarlos con su mirada. Cuando llegó a donde yo estaba, tuve la sensación de que un par de ojos clavados en mí se habían apoderado de mi persona para todo el futuro inmediato». Otto Wagener, otro asesor, afirmó que «su mirada no provenía de las órbitas de sus ojos. Por el contrario, sentí que procedía de algún lugar mucho más profundo, del infinito».
Dejaba a estas víctimas que atravesaba con su mirada con una sensación de que había podido ver en la profundidad de sus almas, que los había comprendido como individuos. Lo cierto es que le traían absolutamente sin cuidado; su desprecio por los miembros normales de su partido resultaba espantoso. Todo era manipulación, aspectos de su enorme repertorio como actor de carácter. Podía ser encantador, tímido y divertido. Podía hablar tranquila y cortésmente; podía ser un diplomático hábil, de ingenio rápido y con una memoria extraordinaria (tal como se presentó a Anthony Eden). Podía coger un berrinche y ponerse a dar gritos profiriendo amenazas e insultos, la mayoría de ellos, parece, premeditados y no espontáneos. Por citar algunos ejemplos de entre los muchos que contiene este libro, chillaba con todas sus fuerzas delante de las narices del general von Brauchitsch y de Pfeffer von Salomon («Se le hinchaba una enorme vena azul en su frente y los ojos se le salían de las órbitas»). Pero también podía derrotar a sus adversarios con amenazas de una violencia letal proferidas con toda calma si seguían llevándole la contraria. Eso fue lo que hizo con el canciller austríaco Kurt von Schuschnigg: «¿Es que acaso se pensaba que podría oponer resistencia durante media hora? […] Puede que mañana por la mañana aparezca yo en Viena como una tormenta primaveral». Y con el pobre anciano Emil Hácha, el presidente checoslovaco en 1939, que sufrió un ataque al corazón cuando le dijo que Praga sería bombardeaba si seguía sin dar su brazo a torcer.
Los capítulos de Ullrich sobre «Hitler como ser humano», «Hitler y las mujeres» y «La gente de Berghof y la amante del Führer» resultan en ocasiones fascinantes, pero no revelan gran cosa que sea relevante. Un aspecto de su talento para actuar se muestra ciertamente en el hecho de que fuera famoso entre los íntimos por sus imitaciones cómicas, especialmente de colegas de partido que tenían algún defecto físico. Sus invitados en el Berghof reían con ganas: ¿qué otra cosa podían hacer? También es interesante la observación de Ullrich de que la pose de ascetismo e indiferencia de Hitler hacia el lujo era engañosa. Nunca llevaba cartera y puede que no llegara a utilizar incluso una cuenta bancaria, pero disfrutaba de unos abundantes ingresos privados, procedentes fundamentalmente de los derechos de autor de Mein Kampf y, más tarde, del porcentaje de las ventas de sellos de correos que contenían la cabeza del Führer. Aunque no sabía conducir –ni nadar ni bailar–, le entusiasmaba comprar coches caros.
Con el paso del tiempo, y cuando Hitler acabó acostumbrándose a la adoración entusiasta de millones de personas, fue ganando en confianza en cuanto a tener «compañía». Y, sin embargo, nunca supo qué hacer con las mujeres. Las muestras de «encanto austríaco» y los besamanos con que obsequiaba a sus invitadas en el Berghof parecen haber tapado una mojigatería en relación con el sexo que le producía pánico, así como la sospecha latente de que las mujeres pretendían lograr que pareciera un idiota. (Nunca perdonó a los italianos por dejar que su reina, en un baile de Estado, lo sacara a bailar una polonesa. Hitler se puso rojo de furia y vergüenza: «Dado el aspecto que tenía –dijo alguien de su equipo– pensamos que iba a darle un infarto».) Eva Braun, alegre y no demasiado glamurosa, le dio seguridad. Pero, añade Ullrich:
Braun no era en absoluto la rubia tontita por la que la tomaron durante mucho tiempo los observadores. Era una joven moderna que sabía muy bien que estaba intimando con Hitler y que contribuyó a reforzar el aura mítica del Führer […]. Al igual que las demás personas que formaban parte del círculo del Berghof, compartía las creencias racistas de Hitler y sabía muy bien lo que sucedía con la exclusión y la persecución de los judíos.
La narración de Ullrich sobre el ascenso de Hitler al poder, aunque no acaba de tener la agudeza de la versión de Kershaw, es completa, inteligente y está escrita con lucidez. (La traducción inglesa es por lo general tersa, pero cojea ocasionalmente: ¿cuándo dejarán los traductores de utilizar «facción» para verter la palabra alemana Fraktion, que significa «un partido parlamentario»?) Al igual que sus predecesores, Ullrich señala que el odio a los judíos y la expansión territorial (Lebensraum) fueron los dos únicos principios constantes de Hitler, y su relato de cómo la alternancia entre arranques antijudíos semiespontáneos y discriminación «legal» (las Leyes de Núremberg) que dio lugar al gran progromo de la Kristallnacht, el 9 de noviembre de 1938, es pródigo en detalles horribles y resulta muy significativo. Aquí, como en otros pasajes, vuelve a las cuestiones que importan mucho más que el carácter sombrío de Hitler: ¿qué pensaban los alemanes? y «¿cómo pudo Hitler lograr salirse con la suya?»
Parte de la respuesta se halla en la idea de «trabajar hacia el Führer». El culto a la personalidad de Hitler creó una falsa oposición entre líder y partido. Después de la Noche de los Cristales Rotos, al igual que sucedió después de otras atrocidades, muchos alemanes (probablemente escandalizados más por el vandalismo callejero que por el sufrimiento de los judíos) comentaron que «seguramente no era esta la intención del Führer». En las elecciones y plebiscitos, los súbditos enfurecidos del Reich podían garabatear en carteles o papeletas de votación: «¡Sí a Adolf Hitler, pero mil veces No a los peces gordos de los Camisas Pardas!» El efecto de esta falsa distinción era mantener la lealtad al régimen aun en unos años en los que la gente estaba empezando a pensar que el aparato del Partido Nazi estaba institucionalmente corrupto y sólo servía a sus propios intereses.
Paradójicamente, del libro de Ullrich se desprende que el miedo a la guerra también ayudó a unir a las masas alemanas a Hitler, y esto fue en aumento cuando su política exterior se volvió más agresiva y peligrosa. Al igual que en Francia y, en menor medida, en Gran Bretaña, la colosal pérdida de vidas en la Primera Guerra Mundial seguía obsesionando a los alemanes. Pero Hitler sabía cómo manipular ese miedo. Cada vez que Alemania parecía estar acercándose al borde de la guerra –la reocupación de Renania, el Anschluss con Austria, la toma del Territorio de Memel, los Sudetes y, luego, la crisis checa de 1939–, Hitler se salía con la suya en el último momento sin que se disparara un solo tiro y una enorme oleada de alivio y gratitud recorría todo el país. ¡Adolf había vuelto a salvar la paz una vez más! La mayoría de los alemanes suponían –en contra de toda evidencia– que la sangrienta campaña de propaganda contra Polonia acabaría del mismo modo, con los polacos cediendo y abandonando Danzig. No podían creer que en esta ocasión Hitler no quisiera que su adversario capitulara: quería una guerra a gran escala que acabaría cuando la Alemania nazi y la Unión Soviética borraran entre los dos a Polonia del mapa. Todos los observadores dejaron constancia de la intensa tristeza que se apoderó de los alemanes cuando finalmente estalló la guerra europea, con tanto Francia e Inglaterra como Polonia involucradas, en septiembre de 1939.
Entre la llegada a la cancillería el 30 de enero de 1933 y el final del verano de aquel año, los nazis aplastaron rápidamente cuanto quedaba de democracia parlamentaria, empujaron a sus adversarios al exilio, a campos de concentración o a un pavoroso silencio, pusieron bajo el control central a las instituciones nacionales y regionales –Gleichschaltung– e impusieron un sistema gubernamental completamente nuevo con objetivos y métodos muy diferentes. Lo llamaron una «revolución nacional». ¿Se merece ese nombre?
Ullrich cree que no. Para él, se trató de un cambio provocado por la alianza de las elites tradicionales con el movimiento de masas nazi; no dio paso a ninguna sustitución de las elites o a una versión esencialmente nueva de la sociedad. Propone el término bastante poco convincente de «revolución totalitaria». Eric Hobsbawm, en The Age of Extremes (traducido al español como Historia del siglo XX), lo expresó con mayor agudeza. Rechazó la idea de «revolución fascista» y escribió: «Los movimientos fascistas tenían los elementos de los movimientos revolucionarios en cuanto que en ellos encontraban cabida personas que querían una transformación fundamental de la sociedad […]. Sin embargo, el caballo del fascismo revolucionario no consiguió ni arrancar ni correr. Hitler eliminó rápidamente a aquellos que se tomaron en serio el componente “socialista” del nombre del Partido Nacional Socialista de los Trabajadores».
Con el desafío de la izquierda destruido, Hitler procedió luego a aplastar a dos de los grupos sociales conservadores que lo habían aupado al poder: los terratenientes que pertenecían a la nobleza y los altos funcionarios. Al destruir posteriormente a estas antiguas elites gubernamentales con todas sus instituciones, escribe Hobsbwam, los nazis contribuyeron, sin ser conscientes de ello, a poner los cimientos de la futura «democracia burguesa» de Alemania Occidental.
No es esta una tesis que defienda Ullrich. Pero Hitler fue un modernizador, además de un tirano genocida. Su legado se percibe como una carga de un horror y una humillación insoportables. Resulta difícil pensar que el Tercer Reich también contribuyera al éxito de la Alemania de la posguerra de modos no reconocidos: un robusto sentido de la igualdad social, un sentido más fuerte de una identidad alemana común coexistiendo con la restaurada estructura federal, una imaginativa provisión para el bienestar y el ocio de la clase trabajadora. El segundo volumen de Ullrich, sobre los años de la guerra, de 1939 a 1945, se centrará inevitablemente en la catástrofe humana y nacional. Sería estupendo que también pudiera examinar cómo influyó el pasado hitleriano en la nueva Europa que surgió de entre las ruinas.

Vox aplaude el Museo Judío en Madrid como muestra de “defensa al Estado de Israel, la única democracia de Oriente Medio”

El concejal de Vox Fernando Martínez Vidal ha aplaudido el proyecto avanzado por el alcalde, José Luis Martínez Vidal, para que un Museo Hispano-Judío se levante en Prado 30, el edificio que fue sede del espacio autogestionado La Ingobernable, como muestra de “defensa al Estado de Israel, la única democracia de Oriente Medio”.
Durante la comisión de Cultura, Turismo y Deporte, Vidal ha criticado a Más Madrid porque en “cuatro años no acometieran ninguna actuación de recuperación” del inmueble, a lo que ha sumado que la exalcaldesa Manuela Carmena “evitó el desalojo judicial y alentó la permanencia de unos delincuentes que vivían del cuento”.
En este punto, el concejal de Más Madrid Luis Cueto ha negado esto argumentando que si la administración Almeida ha podido desalojar en poco meses el centro social ha sido por las actuaciones llevadas a cabo durante dos años por el anterior Gobierno.
Fernando Martínez Vidal ha apoyado que llegue un Museo Judío al Paseo del Prado porque servirá para “enriquecer la historia de España”. “Apoyaremos la apertura del museo porque quienes defendemos la democracia y la libertad tenemos que defender el Estado de Israel”, cuando es “la única democracia de Oriente Medio”.
El concejal de Vox también ha reivindicado un centro de salud y una biblioteca para los vecinos de Centros, dos equipamientos prometidos inicialmente por Almeida para el espacio okupado por La Ingobernable. Los vecinos del Centro “se merecen esos servicios, no tienen que estar en Prado 30 pero tienen que estar”.

Una Plataforma contra la apología del marxismo exigirá “la retirada de todos los vestigios comunistas en los espacios públicos”

El pasado dieciocho de septiembre del pasado año 2019, el Parlamento europeo aprobó una resolución común sobre la importancia de la memoria histórica europea para el futuro del continente, en donde se condena expresamente los horribles crímenes cometidos por los comunistas en toda Europa sin excepción, equiparándolos a los cometidos por los nazis, aunque éstos fueran muchos menos (más de 100 millones del comunismo).
Esta Ley de Memoria Histórica Europea considera textualmente que “deben mantenerse vivos los recuerdos del trágico pasado de Europa, con el fin de honrar la memoria de las víctimas, condenar a los autores y establecer las bases para una reconciliación basada en la verdad y la memoria” y “pone de relieve que la Segunda Guerra Mundial, la guerra más devastadora de la historia de Europa, fue el resultado directo del infame Tratado de no Agresión nazi-soviético de 23 de agosto de 1939, también conocido como Pacto Molotov-Ribbentrop, y sus protocolos secretos, que permitieron a dos regímenes totalitarios, que compartían el objetivo de conquistar el mundo, repartirse Europa en dos zonas de influencia”.
El Parlamento Europeo “pide a todos los Estados miembros de la Unión ―incluida España―, que hagan una evaluación clara y basada en principios de los crímenes y los actos de agresión perpetrados por los regímenes comunistas”, denunciando que en algunos Estados miembros siguen existiendo en espacios públicos (parques, plazas, calles, etc.), monumentos y lugares conmemorativos que ensalzan los regímenes comunistas.
Éste es el caso de España, donde la aplicación de la nefasta Ley de Memoria Histórica de 2007 ha supuesto el anatema y la retirada de los vestigios de la España de Franco, y la pervivencia en los espacios públicos de homenajes a personajes que fueron responsables de fechorías y crímenes de la República y el Frente Popular, de lo que se ha venido en llamar El Terror Rojo, vestigios del marxismo que atentan contra lo establecido en la resolución del Parlamento Europeo, que conmina a que sean retirados.
Asimismo, es de hacer notar que la pervivencia de la apología del marxismo en espacios públicos atenta contra esa misma Ley, no solo contra las resoluciones europeas. Así, en en su artículo 2 (apartados 1 y 2) se «declara el carácter radicalmente injusto de todas las condenas, sanciones y cualesquiera formas de violencia personal producidas por razones políticas, ideológicas o de creencia religiosa, durante la Guerra Civil», apartado en el que hay que incluir consiguientemente las víctimas que padecieron persecución por parte de grupos adscritos al Frente Popular debido a sus ideas políticas conservadoras o a su práctica religiosa, persecución en cuya dirección destacaron las personas antes mencionadas, las cuales, además de ordenar y/o amparar la represión, hicieron claros llamamientos para provocar la Guerra Civil, como fue el caso de Largo Caballero e Indalecio Prieto.
La supresión de todos los vestigios que hacen referencia a las personas implicadas en la represión por parte del Frente Popular es un imperativo legal para respetar la memoria de los represaliados y sus descendientes, que serán por tanto acreedores a las indemnizaciones y reconocimientos que marca la citada Ley de Memoria Histórica, sin que proceda discriminar a estas víctimas por el motivo de pertenecer al bando vencedor. La retirada de toda simbología comunista de nuestros espacios públicos se debe entender «como expresión del derecho de todos los ciudadanos a la reparación moral y a la recuperación de su memoria personal y familiar» (Artículo 2, 1), evitando así la humillación de quienes fueron represaliados por la República y el Frente Popular.

Asimismo, en el Artículo 15 (Símbolos y monumentos públicos, apartado 1), se afirma que «Las Administraciones públicas, en el ejercicio de sus competencias, tomarán las medidas oportunas para la retirada de escudos, insignias, placas y otros objetos o menciones conmemorativas de exaltación, personal o colectiva, de la sublevación militar, de la Guerra Civil…»). En este sentido, la permanencia en nuestros espacios públicos de homenajes y reconocimientos a un conjunto de personas pertenecientes al Frente Popular que alentaron y promovieron el desencadenamiento de la contienda y la represión de víctimas inocentes es un hecho que atenta contra el ordenamiento jurídico de la citada Ley, por lo cual deben ser exonerados de los espacios públicos.
Con este motivo, amparándose en esas resoluciones y en la citada Ley española, la ASOCIACIÓN ESPAÑOLA DE ABOGADOS CRISTIANOS y un grupo de historiadores han creado la PLATAFORMA CONTRA LA APOLOGÍA DEL MARXISMO, que se presentará a los medios en un acto a realizar el próximo día 28 de febrero, a las 18.30 horas, en el Centro Gallego de Madrid.
Sus objetivos son los siguientes:
  • Exigir la ilegalización de la simbología marxista: bandera roja con la hoz y el martillo, el canto de la internacional, y el puño en alto, pues suponen la encarnación de una ideología marxista que ha provocado muchas víctimas en España, y su ostentación va contra la dignidad de los descendientes de esas víctimas, cuyos verdugos hacían ostensión de esos símbolos y gestos.
  • Exigir la inmediata retirada de los espacios públicos de toda España de los homenajes a los personajes que tuvieron mayor protagonismo en el Terror Rojo: Largo Caballero, Indalecio Prieto, Dolores Ibárruri, Santiago Carrillo, Lluis Companys, etc.
  • Exigir la retirada de los homenajes a todos aquellos personajes locales que destacaron por su marxismo violento en tantas localidades españolas.
  • Exigir la ilegalización de todas aquellas fundaciones, observatorios, talleres, instituciones, etc. en las que se haga apología del marxismo, y consiguiente retirada de todas las subvenciones de las que disfrutan en la actualidad.
  • Exigir la ilegalización de todos los partidos políticos que cuenten con el marxismo como sustrato ideológico, y en los que se homenajee a los sanguinarios dictadores que ha producido el comunismo a lo largo de su fatídica historia.
  • Exigir que, como señalan las resoluciones ya expuestas del Parlamento europeo, se incluya en los planes de estudio de las enseñanzas regladas el estudio de los horrores de los crímenes marxistas, haciendo especial énfasis en el terror Rojo que sufrió España.
Para llevar a la práctica este programa, la Plataforma está elaborando un sitio web, llamado PLATAFORMA CONTRA LA APOLOGÍA DEL MARXISMO, donde se mostrará la MOCIÓN que ha elaborado ABOGADOS CRISTIANOS, moción que se presentará a los concejales de VOX de todos los municipios donde hubiera vestigios marxistas, con la intención de que éstos la presenten a los Plenos municipales, con vistas a la retirada de esos vestigios ―se dice VOX, pero por supuesto que puede ser presentada por cualquier otra agrupación partidista municipal que se quiera encargar del tema―.
Las mociones que se refieran a los principales responsables de los crímenes marxistas se presentan ya totalmente elaboradas en la web, por lo cual están ya listas para ser llevadas a los plenos. En cuanto a las mociones que atañen a personajes más secundarios, presentamos un modelo de moción al que habría que añadir por parte del denunciante los hechos criminales por los cuales se presenta, referida a un determinado personaje o hecho local.
Junto a esto, en el sitio web también habrá abundante documentación sobre los documentos que resaltan los crímenes de los que son responsables ―por acción u omisión― los personajes ya mencionados, para que cualquier ciudadano español pueda disponer de la información que necesite para sus denuncias.
En el caso de que no haya ninguna concejalía que presente la moción, o en el caso de que ésta sea rechazada en el Pleno, la moción pasará inmediatamente a convertirse en denuncia, entrando ya en el plano judicial, para lo cual el ciudadano o los ciudadanos que estén llevando el caso deberán ponerse en contacto con ABOGADOS CRISTIANOS, que se harán cargo de llevar adelante la denuncia, que podrá ser anónima.
En el sitio web señalado también habrá un modelo de denuncia, que se rellena muy fácilmente.
También podrá visionarse en la web un listado de las principales localidades donde existen vestigios marxistas en sus espacios públicos, conminando a los ciudadanos a combatir estas pervivencias, así como aquellas otras de carácter más local.
El objetivo de la plataforma es que cualquier ciudadano español denuncie cualquier vestigio marxista que exista en su localidad, para que la Ley de Memoria Histórica se aplique con arreglo a las resoluciones europeas.
La Plataforma hace un llamamiento a toda la ciudadanía a colaborar con esta iniciativa, cuyo objetivo es sacar a la luz el Himalaya de crímenes del Terror Rojo, y esclarecer la verdad de nuestra historia.



El mito del Euskera perseguido por Franco, por Francisco Torres

  Lamentablemente, cuando hoy alguien busca información sobre un tema acude de forma inmediata a la red. Un lugar donde cabe cualquier cosa ...