En enero de 2020 el gobierno socialista de España, encabezado por Pedro Sánchez, presentó un proyecto de ley de hondo significado cultural y político: la “Ley de Memoria Histórica y Democrática”. De prosperar, dicha ley culminaría el esfuerzo de veinte años por parte de la izquierda española para limitar la libertad de expresión y remodelar la vida civil. Establecería un “Consejo de la Memoria” nacional, organismo estatal que integraría a funcionarios así como a “expertos” y representantes de organizaciones no gubernamentales pero políticamente solventes. Elaboraría una política estatal integral para impulsar la visión de la izquierda sobre la España de principios y mitad del siglo XX. El proyecto incluye un mandato para la búsqueda de “desaparecidos” del bando republicano en la guerra civil de 1936-39 y la creación de un “banco estatal de ADN” para ayudar a identificarlos. Ordena colocar “lápidas de la memoria” por todo el país para señalar lugares y personalidades asociadas a la “memoria democrática”, memoria de oponentes al régimen de Franco, pocos de los cuales eran favorables a la democracia. Tal “ley de Memoria Histórica y Democrática” invita al gobierno español a identificar y a honrar a esas “víctimas”, sin considerar que muchas de ellas estuvieron envueltas en masacres y en ejecuciones extrajudiciales.

La proyectada ley es altamente punitiva. Los símbolos, reuniones o declaraciones considerados favorables al régimen franquista y a los vencedores de la guerra civil se considerarán infracciones contra la “memoria histórica y democrática”. Las penas propuestas incluyen un detallado cuadro de multas que van desde los doscientos a los cien mil euros, el cierre de seis meses a dos años de la entidad transgresora y la confiscación de fondos y bienes envueltos en dichas actividades. Que dicha ley restringirá dramáticamente la libertad de expresión, violando con ello la Constitución española, le resulta irrelevante al gobierno de Sánchez.

La ley de Memoria Histórica y Democrática es el proyecto más dramático, arbitrario y punitivo respecto al debate histórico que aparece en el mundo Occidental. Así y todo, refleja una actitud muy propia de la izquierda, que cada vez más utiliza medios gubernamentales y no gubernamentales para restringir y castigar declaraciones en favor de movimientos de derecha, y a personajes pasados y presentes. Claro que las interpretaciones politizadas de la historia no son nuevas, pero la ley proyectada en España es un claro exponente de la forma en que la izquierda contemporánea trata de usar la historia como arma para conseguir sus propósitos y silenciar a la disidencia.

El mayor trauma del pasado reciente español fue la guerra de 1936-1939, la única gran guerra civil revolucionaria moderna que haya sucedido en un país occidental, y la lucha más importante en los años previos a la II Guerra Mundial. Lo más horrible de ella sucedió no en el campo de batalla sino en la salvaje represión de ambos lados. Los piquetes republicanos ejecutaron a unos 55.000 adversarios, y sus rivales nacionalistas al menos a otro tanto, si no más, seguidos por unos 15.000 condenados por tribunales militares una vez acabada la lucha. Tan sórdidas estadísticas incluyen la masacre de casi 7.000 miembros del clero, en el más sangriento estallido anticlerical fuera del mundo comunista. La mortandad es comparable con lo ocurrido en Rusia y Finlandia en 1918-1920, y sobrepasa las cifras de Letonia y Hungría. Además, a diferencia de estas sanguinarias secuelas de la I Guerra Mundial, ello ocurrió en un país occidental ampliamente (si no objetivamente) cubierto por la prensa internacional. La guerra civil fue seguida por la más larga dictadura derechista que haya gobernado un país de la Europa occidental.

El régimen de Franco fue implacable y tendría mucho por lo que responder, pero entre 1950 y 1975 dirigió la modernización y la transformación de España, una meta en la que habían fracasado los dirigentes del país en los últimos tres siglos. El proceso podría compararse al más reciente “modelo chino” en cuanto a una dictadura modernizadora, aunque en el caso español fuera seguido por una rápida transición a la democracia bajo el sucesor de Franco, el rey Juan Carlos.

Durante la convulsa historia moderna de España, la tendencia ha sido que los vencedores hayan usado la venganza sobre los vencidos. En España se llama “Transición Democrática” al final del régimen franquista y al establecimiento de la democracia. En dicha transición, los nuevos líderes se comprometieron a no repetir el pasado reiniciando antiguos conflictos. Pretendían restañar viejas heridas, abriendo la transición a la participación de todos. El inicio fue la primera constitución consensuada democráticamente, y ratificada por el electorado en 1978. Durante más de un cuarto de siglo, el sistema constitucional de monarquía parlamentaria parecía funcionar bien, siendo internacionalmente elogiada pese a la gran corrupción interna.

Visto el balance negativo de anteriores regímenes de transición, hubo consenso entre todas las fuerzas, desde los conservadores a los comunistas, sobre que los argumentos históricos no serían usados como armas políticas.  En 1977, los partidos de la izquierda insistieron unánimes en que se votara una amnistía general para todos los delitos políticos previos, sin excepción. La Historia, esperaban, dejaría de ser motivo de enfrentamiento político. No se llamaría ya “franquistas” o “fascistas” a los moderados, ni “revolucionarios” o “rojos” a los de la izquierda.

Tal consenso se mantendría durante dos décadas más o menos. En 1993, sin embargo, el partido socialista de Felipe González, que había gobernado sin interrupción durante once años, se vio a punto de perder las elecciones. La campaña de González comenzó por insistir en que el voto por el Partido Popular sería un voto por la vuelta al franquismo. Quizá dicha retórica justificó la victoria socialista en ese 1993, pero no funcionó tres años más tarde, al perder los socialistas, e igualmente en el año 2000, cuando el Partido Popular consiguió la mayoría absoluta en el parlamento. El victorioso primer ministro popular, José maría Aznar, declaró en 2002 que en España el uso del reciente pasado como arma con propósitos partidistas había sido enterrado por fin. Estaba en un error.

Volvieron los viejos usos de las denuncias, y la politización de la Historia fue una táctica cada vez más usada por la izquierda y por los separatismos regionales, quienes la habían adoptado incluso antes. Por lo general, los separatistas se apoyan en tópicos ultranacionalistas que mitifican un fantasioso pasado o fabrican ese pasado a su medida. En ello se ven animados por el progresismo occidental, que hace ya tiempo que hace uso de la Historia en su provecho. En eso, como en tantas otras cosa, España es muy poco “diferente”, al decir del viejo lema turístico. Es como todo el mundo, y más aún.

Conforme la política de la memoria se caldeaba en los primeros años del siglo XXI, algunos historiadores invocaron el estudio de la “memoria colectiva” o “histórica” de los estudiosos franceses Maurice Halbwachs y Pierre Nora. No percibían que estos investigadores habían insistido en que la “memoria colectiva” refleja o expresa actitudes actuales y no puede reflejar la verdad histórica de forma creíble. Como observa Wulf Kansteiner, la llamada “memoria colectiva” no es historia, es tanto el resultado de una “manipulación consciente” como de un recuerdo eficaz. Enrique Gavilán asegura que “el papel del historiador no garantiza la exactitud de la memoria. Por el contrario, es muy consciente de las inevitables deficiencias de dicha memoria. Los historiadores saben que la memoria no solo puede deformar la comprensión de lo que ha ocurrido sino que inevitablemente lo hace.”

Prestigiosos investigadores insisten en que la “memoria histórica”, tal como la usa la izquierda española es un oxímoron. La memoria humana es individual, subjetiva y a menudo falaz. Incluso de buena fe a veces se recuerdan detalles distintos a lo que sucedió en realidad. La Historia, en cuanto investigada por profesionales, no es, por el contrario, individual ni subjetiva. Requiere el estudio empírico y objetivado de documentos. Es un proceso supraindividual llevado a cabo por una comunidad científica que debate y contrasta resultados y se afana por ser lo más objetiva posible.

Pero tales precauciones contra el uso político de la “memoria histórica” carecían de importancia. Para al año 2000 la izquierda había perdido mucho de su poder. Con el neoliberalismo en alza, los socialistas fracasaron en dos elecciones sucesivas y el partido comunista originario de desintegró. Las doctrinas socialdemócratas del siglo XX habían perdido fuelle. Resultaba urgente hallar argumentos nuevos, y la “memoria histórica” jugó un papel importante en la vuelta de la izquierda en 2004, tras un atentado terrorista en Madrid. Se desarrolló la idea de que la transición se había basado en un supuesto “pacto de silencio” que rechazaba admitir los crímenes del franquismo y no honraba a las víctimas históricas.

Pero lo del “pacto de silencio” es un eslogan propagandístico. Tal cosa no existió nunca. La transición democrática de los años setenta se caracterizó por todo lo contrario. Se basó en una clara conciencia de los fracasos y crímenes del pasado y la determinación de no repetirlos. Como ha escrito Paloma Aguilar, investigadora principal sobre el papel de la memoria colectiva en aquellos años, “Pocos procesos de cambio político como el español se han inspirado tanto en la memoria del pasado y en las lecciones derivadas de él”. Sería difícil hallar otro caso de conciencia tan rigurosa. Se consensuó no el silencio sino el concepto de que los conflictos históricos deberían dejarse a los historiadores, y que los políticos no deberían revivir viejos rencores en sus codazos por el poder.

Lejos de permanecer callados durante la Transición Democrática, historiadores y periodistas anduvieron muy activos en los medios, inundando el país con estudios y relatos de la guerra civil y los años de Franco sin esconder los aspectos más atroces. Se reconocieron las pensiones y se honró a los veteranos de la derrotada República. El Gobierno homenajeó a los republicanos caídos, y viejos líderes revolucionarios responsables de numerosas atrocidades volvieron a España entre el aplauso popular. A renglón seguido aparecieron estudios objetivos que, aunque incompletos, daban cuenta por vez primera de la represión en ambos bandos con datos muy precisos. Todo ello era lo más lejano al “olvido”, y fue mucho más sentido y real que la actual agitación sobre la memoria histórica, alérgica por cierto a los hechos o a la investigación seria.

La ideología de la izquierda española del siglo XXI rechaza casi todas las señas del pasado. Es hostil a casi todos los valores tradicionales, a diferencia de la socialdemocracia e incluso del marxismo-leninismo en algunos aspectos. La nueva ideología enfatiza la revolución cultural y sexual. La Historia deviene en un juicio-espectáculo político, poco más que una reseña de buenos y malos. Su principal tarea es desenmascarar a los opresores, separando a las generaciones pasadas en víctimas que reivindicar y santificar, y en verdugos que demonizar y silenciar. Culpabiliza a los chivos expiatorios del pasado, muy especialmente si pueden ser identificados con rivales políticos del presente. No se deja descansar a los muertos sino que se les une a la eterna lucha entre el bien y el mal. Francisco Franco, ido hace casi medio siglo, debe ser exhumado litúrgicamente y vuelto a enterrar. La clasificación de víctimas y verdugos asume un aire de culto. Se honra a las primeras en su papel salvífico, como a los héroes de la cultura tradicional. Los segundos son ritualmente rechazados y condenados. Tal burla de la “memoria” es un grotesco y secularizado pastiche del cristianismo, llevado a cabo por absolutos anticlericales. A su manera es incluso más “religioso” que el culto a la diosa Razón en la Revolución Francesa.

Cuando los socialistas españoles comenzaron a legislar restricciones sobre la memoria histórica a principios de este siglo, su propósito encontró fuerte oposición incluso en prestigiosos historiadores asociados con dicho partido. Pero el propósito, algo modificado, fue redirigido por José Luis Rodríguez Zapatero en 2007. Se reemplazó el término “memoria histórica” por “memoria democrática” por más que, en puridad, el término “memoria democrática” solo pudiera aplicarse a la transición en sí. Una democracia genuina nunca existió en España antes de 1977, con las excepciones parciales de los últimos años de la anterior monarquía constitucional y de los gobiernos de centro-derecha de 1933-1935, contra los cuales se alzaron por cierto los socialistas españoles en insurrección revolucionaria.

El impulso de 2007 tenía dos claros propósitos. El primero era simplemente la arrogancia del gobierno al prescribir qué juicio debía hacerse sobre la Historia reciente. El segundo era la promoción de la “memoria democrática” y el culto al victimismo de los socialistas y de los herederos políticos de los antiguos comunistas, cuando estas habían sido precisamente las fuerzas que habían encabezado los ataques a la democracia española en los años treinta y habían asesinado en gran número a sus adversarios. Los antecesores de la izquierda española de hoy tuvieron papel preponderante en las ejecuciones masivas. Ningún otro partido gobernante en occidente tiene currículo tan sanguinario. Así y todo, esta organización política, antes que asumir el arrepentimiento y la autocrítica, corre un velo sobre su pasado mientras culpabiliza a sus enemigos, casi todos ya muertos. La hipocresía es moneda corriente en la política, pero esto es ya un auténtico record.

La resurrección de la “memoria histórica” en España se extiende a múltiples aspectos que no son ya producto de investigación desinteresada sino extraídos del mismo programa propagandístico del Frente Popular de la guerra civil. Intencionadamente se ignora el voluminoso registro de violencia izquierdista antes y durante la guerra, a la vez que la destructiva revolución dentro de la zona frentepopulista. Quienes proponen terminar el “pacto de silencio” insisten en que la izquierda luchó por la “democracia” contra el “fascismo”, que a su vez es el responsable de toda la violencia política. Como en otros países occidentales, los medios y el sistema educativo están dominados por la izquierda, que impone lo que en España se llama pensamiento único, unipolar y exclusivo. Los moderados y los conservadores raramente hablan claro, temiendo que se les tache de “franquistas” o “fascistas”, y en su apocamiento ceden las tribunas públicas.  Tales situaciones son comunes en occidente, pero lo más parecido a España puede ser Grecia en las últimas décadas. En Italia, por el contrario, hay últimamente una mayor tolerancia y apertura al respecto.

Los debates previos al proyecto indicaban que la ley de 2007 había de ser modificada para declarar que “no es labor del legislador implantar una memoria colectiva concreta”. Pero tal ley contradice ese aserto al dirigir a futuros gobiernos hacia el desarrollo de “políticas públicas dirigidas… al desarrollo de la memoria democrática.” Durante los cuatro años siguientes a la aprobación de la ley, los fondos públicos financiaron cantidad de proyectos de discusión histórica y agitación política, así como la búsqueda de restos de las víctimas de la represión en la guerra civil, cosa esta lo más cercano a una actividad cívica, aunque quedase en cuestión por su falta de interés en víctimas derechistas. Se recuperaron los restos de varios centenares de ejecutados izquierdistas, lejos de los “miles” que se decía estaban en grandes “fosas comunes”. El apoyo financiero terminó con la caída del gobierno Zapatero en 2011.

La izquierda pasó a la oposición con el gobierno de centro-derecha de Mariano Rajoy (2011-2018), y durante este tiempo intensificó su interés por la memoria histórica. Casi a finales de 2017, la minoría socialista propuso una nueva legislación, mucho más ambiciosa que la ley de 2007. En un estilo soviético criminalizaba ciertas declaraciones y actividades respecto al pasado reciente. Propuso una Comisión de la Verdad que recomendase el procesamiento de quienes violasen sus normas, prescribiendo multas e incluso prisión.

En aquel momento, medidas tan draconianas languidecieron por falta de apoyo, pero cuatro elecciones parlamentarias en cuatro años dieron la oportunidad de avanzar en el uso de la historia como arma. Ello ocurrió tras la formación de un gobierno socialista en minoría bajo Pedro Sánchez, en 2018. Incapaz de aprobar los presupuestos durante dos años y con un margen de maniobra limitado en casi todo, la administración socialista decidió continuar su batalla por el control completo de la memoria histórica, y en 2019 el parlamento aprobó el traslado de los restos de Franco desde donde permanecían, en la Basílica Pontificia del Valle de los Caídos, cerca de Madrid, considerada por algunos como el mayor monumento funerario del siglo XX. El gobierno argumentaba que el Valle, el segundo lugar más visitado de España, se había convertido en un monumento al dictador fallecido.

Ya ocho años antes, el gobierno de Zapatero había creado una comisión nacional de expertos respecto al tema del lugar de reposo final de Franco. Concluyeron que era recomendable enterrarlo en otro lugar, pero solo cuando se hubiera llegado a un consenso entre el Estado, las autoridades religiosas y la familia Franco. Asimismo recomendaba que esta última tuviera la potestad de elegir el nuevo lugar. Tales recomendaciones fueron ignoradas por el gobierno de Sánchez, que excusó “extrema urgencia” (¡tras cuarenta y cuatro años!), mientras los diputados centristas se abstenían, así como muchos de los conservadores. Un recurso fue rechazado en el Supremo y se ignoraron las recomendaciones de la comisión nacional previa. El tribunal negó el permiso a los nietos de Franco para enterrar los restos en la cripta familiar de la Almudena, la catedral de Madrid. Tal disposición de negar el derecho de enterrar a una figura histórica en el panteón familiar carece de precedentes entre los gobiernos constitucionales de Occidente.

La Basílica Pontificia del Valle de los Caídos está protegida por la ley española y por la jurisdicción eclesiástica, y aunque el abad del monasterio encargado de la basílica se opuso vigorosamente a la exhumación, tal como hicieron muchas voces particulares, las autoridades eclesiásticas aceptaron tácitamente la iniciativa. Los restos de Franco fueron desenterrados rápidamente y vueltos a enterrar junto a los de su esposa en un pequeño panteón cerca de la que fue su residencia oficial, hoy monumento histórico nacional.

Pero no satisfechos con estas medidas, la última propuesta legislativa pretende, en el más macabro estilo, desenterrar a Franco por segunda vez y depositarlo en un tercer lugar al que se prohibiría el acceso público. El valle de los Caídos, con su gran basílica y su gran cruz sobre el monte sería secularizado y nacionalizado en términos aún por negociar. Unido a esto, cualquier “asociación” o “fundación” que “directa o indirectamente incite al odio a la violencia” contra los revolucionarios de 1934-1939 o contra los -a veces antidemocráticos- oponentes al régimen de Franco sería declarada ilegal. (La definición de “odio” no queda clara). Esta disposición parece principalmente dirigida hacia la Fundación Francisco Franco, dedicada a propagar su versión de la historia del último dictador. Sus derechos están garantizados por la Constitución española, como lo está la libertad de religión, y en consecuencia la inviolabilidad de santuarios. Pero estos aspectos legales carecen de sentido para quienes en España se consideran a sí mismos defensores de la “memoria democrática”.

La complejidad de los temas que envuelven la guerra civil española de 1936-1939 es casi universalmente reconocida por los historiadores profesionales. Reducir a “democracia” la política revolucionaria de la izquierda entre 1934 y 1939 y convertir a tales facciones en custodios de la “memoria democrática” es hacer una burla de la Historia. Y lo mismo puede decirse de la intencionada supresión de la menor referencia a la violencia general y al extendido pillaje y destrucción que llevaron a cabo los revolucionarios. La actual democracia española no está basada en su régimen criminal. Descansa en los principios constitucionales y las normas de la Europa democrática contemporánea. La implicación de la ley de memoria es como pretender que los seguidores contrarrevolucionarios del general blanco Denikin en la guerra civil rusa de 1917-21 se oponían a la democracia, más que combatir contra los fundadores del totalitarismo del siglo XX.

Para mayor hipocresía, en gobierno de Sánchez ha ayudado a rehabilitar a los herederos del ala terrorista del nacionalismo vasco, quienes le proporcionan los cruciales votos parlamentarios necesarios para permanecer en el poder. Están aún por procesar los nacionalistas vascos responsables de más de trescientos asesinatos sin resolver. Pero en este caso, el gobierno de Sánchez busca borrar la memoria de las víctimas, por resultarle políticamente inoportuna.

En la Europa de hoy la mayor controversia histórica gira en torno a la Segunda Guerra Mundial. Varios países han legislado contra comentarios históricos injuriosos, tales como la negación del Holocausto. Otras censuras van más mucho más lejos, extendiéndose a la interpretación de textos controvertidos de la Biblia. La ley que se propone en España, sin embargo, inicia una tendencia nueva en cuanto a usar la historia como arma a favor de interpretaciones probadamente distorsionadas y falsificadas que son útiles políticamente más que intelectualmente creíbles. Esta tendencia es producto no de la ignorancia sino de un absoluto partidismo. Refleja una mentalidad milenarista que busca purgar a la sociedad de influencias y actitudes que vienen del pasado, a fin de conseguir una especie de purificada utopía. Es fundamental en esta tendencia una no reconocida búsqueda para sustituir la fe religiosa. Tal nueva fe política pretende construir un mundo de igualdad perfecta y valores armónicos, e imagina que el progreso hacia ese mundo inmaculado se realiza presentando hileras de mártires políticamente correctos que murieron por esa utopía venidera. Todo ello requiere, como contrapunto, a los condenables chivos expiatorios de los victimarios, que serían autores de todos los males que aquejan al aún irredento estado actual.

La tendencia a convertir la historia en arma ha existido siempre en los movimientos ultranacionalistas y es considerable en las fuerzas neotradicionales del mundo no Occidental. En el pasado se ha usado en movimientos revolucionarios de diverso jaez. Pero solo recientemente ha sido adoptada por importantes sectores de los grandes partidos del mundo occidental, un signo de su radicalización y su tendencia hacia medidas represivas de control social e incluso control mental.

La actual pandemia ha relegado a segundo lugar a la “Ley de Memoria histórica y Democrática”. Proporcionalmente, España ha sufrido mayor quebranto que cualquier país occidental, debido en buena parte a la incompetencia e irresponsabilidad de su gobierno. Por el momento, la extrema izquierda se mantiene obsesionada con deslegitimar a la monarquía parlamentaria establecida por la Constitución de 1978, esperando reemplazarla por una república radical de estilo Latinoamericano. La propuesta de institucionalizar la “memoria democrática” sigue sin embargo en pie. Es el proyecto más complejo en el mundo occidental para el uso sistemático de la Historia como arma. Confirma la tendencia de la izquierda española, expresada desde hace dos siglos, en cuanto a hacer suyas las versiones extremas de las ideas izquierdistas. Y es un indicador de hacia dónde se dirigen los movimientos izquierdistas en el mundo occidental si se les permite avanzar sin freno.

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