miércoles, 24 de febrero de 2021

LECTURAS Y PARADOJAS SOBRE LA HISTORIA DEL FASCISMO

 

Lo más sorprendente de la historiografía moderna es que todavía se está preguntando que fue el fascismo. Al parecer es una pregunta difícil de responder. Y, de hecho, lo es, sobre todo, por qué, hasta ahora, no se había preguntado a los “fascistas” qué era lo que les motivaba y por qué se pusieron en marcha. Es más, hasta finales de los 70, todos los estudios sobre el fascismo estaban condicionados por el antifascismo. Eso dio lugar a dos tipos de interpretaciones erróneas: las distintas visiones marxistas que permanecían presas de su rigidismo dogmático y que, apenas habían variado desde la versión oficial dada en el Cuarto Congreso del Komintern hasta las plúmbeas interpretaciones realizadas por Nikos Poulantzas (que terminó arrojándose del piso 23 de la Torre de Montparnase, abrazado a sus libros). En cuanto a los historiadores “liberales”, optaban por utilizar el término “totalitarismo” para amalgamar el fenómeno, según ellos, nacido en la “extrema-derecha”, con el “totalitarismo de izquierdas”.

Fue solamente a partir de los años 80 y, cada vez con mayor intensidad, cuando cambió la tónica y empezaron a aparecer historiadores “independientes”, cada uno de los cuales, aisladamente y, sin constituir ninguna “escuela”, ni estar centralizados por ninguna revista, lanzaron sus tesis “disidentes” sobre los fascismos. Georges Mosse y Zeev Sternhell, por un lado, Stanley Payne por otro, finalmente, y, finalmente, Roger Griffin, con su recopilación Fascismo(Alianza Editorial, Madrid, 2019).

Las tesis de estos historiadores, no siempre son coincidentes. Da la sensación de que todavía no se ha llegado a un consenso en la cuestión de facilitar una explicación sobre lo que fue el fascismo y sobre el tránsito que se ha producido, posteriormente, en primer lugar, del “fascismo” al “neo-fascismo” y, luego del “neo-fascismo” al “populismo”.

Esta nueva perspectiva se tiende a llamar, genéricamente, “empática”. Es decir, para elaborarla se tiene en cuenta, en primer lugar y, sobre todo, los testimonios procedentes de los fascismos: estos se obtienen mediante entrevistas con supervivientes, o bien escarbando en sus memorias o en el material documental originario de aquella época. Se tiende a excluir todo lo que puede ser considerado como “propaganda de guerra”, o al menos, a minimizar su importancia. Esto marca una primera diferencia.

Mientras, por ejemplo, la totalidad de los historiadores marxistas e, incluso, historiadores liberales, han utilizado el Libro Negro sobre el incendio del Reichstagcomo “prueba” definitiva para hacer recaer la responsabilidad del incendio a espaldas de Hermann Göring, la “historiografía empática”, desconsidera estos seudo-documentos (la obra citada fue elaborada por funcionarios de la Internacional Comunista y presentada como “obra de investigación”, unos meses después del incendio) o realiza un análisis crítico que evidencia la mistificación.

Ahora bien, llama, igualmente, la atención, el que la clase política y la izquierda, permanecen de espaldas a estas nuevas investigaciones sobre el fascismo. Recientemente, en la República Federal Alemana, se ha “exculpado” -ya que estamos hablando del incendio del Reichstag- a Marius Van Der Lubbe como autor material del atentado. En realidad, las pruebas para confirmar su culpabilidad eran muchas, incluida su propia confesión, pero los herederos de los vencedores de 1945, impusieron esta “absolución” de Van Der Lubbe, para mantener viva la llama del “anti-fascismo” (Amadeo Bordigha, disidente del comunismo italiano, ya dijo en los años treinta que “lo peor del fascismo sería el anti-fascismo”), no sea que la Acción por Alemania (AfD), que nada tiene que ver con el neo-fascismo y, ni digamos, con el fascismo histórico alemán, siguiera creciendo en detrimento de los partidos tradicionales.

Lo interesante es constatar que, al menos en Europa -España, también en esto, es una excepción- hay historiadores que no se contentan con las explicaciones dadas por marxistas y liberales (los dos grandes adversarios del fascismo), sino que buscan explicaciones que se adapten mejor a la realidad y que no supongan una contradicción con lo que los fascistas decían de ellos mismos. Vale la pena tener en cuenta a este grupo de historiadores.

Stanley Paynees un viejo conocido (debió ser hacia 1969 cuando lo conocimos durante una visita que realizó a Barcelona; lo invitamos al Hogar Extremadura, donde un camarada economista daba una charla) que viene preocupándose del “fascismo español” desde los años 60. A él se debe la primera historia sobre Falange Española que puede ser considerada como trabajo de investigación, algo más como las habituales hagiografías que venían publicándose en la España franquista, o las denigraciones sistemáticas que difundían las editoriales marxistas desde el exilio. Payne, “entró” en el fascismo a través de Falange Española, pero luego, tras agotar el tema (con estudios sobre la Iglesia española y sobre los militares españoles), analizó el fascismo como fenómeno universal, poniendo la mayor preocupación en la distinción entre “fascismo” propiamente dicho, “extrema-derecha fascistizada” y “conservadurismo autoritario” (El Fascismo, Stanley G. Payne, Alianza Editorial, Madrid, 2014).

Zeev Sternhell, era de origen judío (falleció en 2020) y ha centrado sus estudios sobre el fascismo francés. Tres de sus libros, me parecen antológicos: La droite révolutionnaire (Ed. Seuil, París, 1978), Naissance de l’idéologie fasciste (Ed. Fayard, París, 1989) y Nè Destra, nè sinistra (Ed. Akropolis, Nápoles, 1984). Cabe recordar que en 2008, extremistas judíos lanzaron bombas contra el domicilio de Sternhell, por su posición contraria a la política gubernamental del Estado de Israel de estimular los asentamientos judíos en Gaza. La tesis de Sternhell se basa en considerar que los orígenes remotos del fascismo no residen en Italia, ni en Alemania, sino que están incluidos en la derecha revolucionaria y populista francesa de finales del siglo XIX. A pesar de que sus obras han sido contestadas, entre otros, por Alain de Benoist, hay que reconocer que el trabajo realizado por Sternhell es uno de los que más han contribuido a la renovación de los estudios sobre el fascismo, al abrir nuevas perspectivas “empáticas”.

En cuando a las obras de Roger Griffin (el ya citado, FascismoEl fascismo clásico (1919-1945) y sus epígonos [Ed. Tecnos, 2012], Modernismo y fascismo [Ed. Akal, 2010] y Fascismo: una inmersión rápida[Tibidabo Ediciones, Barcelona, 2020], vale la pena leerlas por sus dos tesis. La primera es la del “nacionalismo palingenésico” y la segunda el “fascismo como forma de modernismo”. Ambas tesis hacen hincapié en elementos que habían sido eludidos u olvidados por interpretaciones anteriores.

Con “nacionalismo palingenésico” (una palabra en desuso que procede etimológicamente de los términos griegos “palin”, nuevo, y “génesis”, nacimiento), indica que los fascismos nuevos formas del nacionalismo revolucionario con entidad propia: aspiraban a un “nuevo nacimiento”, un “renacimiento”, nacional. La dictadura, el totalitarismo, las quemas de libros y de parlamentos, la violencia, las divisiones Panzer y los campos de exterminio, es decir, todo lo que incluye la visión “pop” del fascismo, son excluidos del análisis. Los fascistas no pretendían más que un “renacimiento nacional” (y, si completamos la lectura de este texto, con la de The enemy of Europe [Liberty Bell, 1981], de un neo-fascista como Francis Parkey Yockey (a) “Ulik Varenge”, nos será más fácil admitid que lo que éste llama “la revolución europea de 1933”, iniciada con la toma del poder de Hitler en Alemania, aspiraba a crear un “nuevo orden europeo” y, no solamente, un “renacimiento nacional” en los marcos de los Estados-Nación, existentes en aquella época).

La segunda teoría es aún más importante: el fascismo como modernidad. El marxismo y la historiografía liberal, y, por supuesto, la “propaganda de guerra”, han tendido a presentar a los fascismos como “movimientos retrógrados”, oscurantistas y con aversión a todo lo que era técnica y modernidad. Esto, obviamente, ha generado espectaculares contradicciones entre las biografías, las tendencias, los gustos, las realizaciones prácticas de los dirigentes fascistas y de sus propuestas políticas, fundamentalmente avanzadas, modernas, en una palabra, y estas interpretaciones, en las que deliberadamente se ha confundido “fascismo” con “derecha conservadora”. El fascismo fue modernidad y sus realizaciones, sus concepciones y sus voluntades estuvieron marcadas por un deseo -un ansia, incluso- de incorporar las vanguardias de la técnica y a adoptar derivas antiburguesas (en tanto que retrógradas).

Falta, por supuesto, dar una última vuelta de tuerca (reconocer que “ser fascista” es una forma de ser que ha existido siempre y que tiene sus modelos históricos en la antigüedad, y lo único que hicieron los “fascistas” fue adaptar ese modelo humano a la realidad del siglo XX), pero hay que reconocer que estamos muy lejos de las interpretaciones simplistas de postguerra, llegadas del dogmatismo marxista o de la falta de escrúpulos liberales. Es justo constatar que cada vez, estas interpretaciones están aproximándose más y más a la realidad.

Ahora bien, si esto es lo que respecta a la investigación historiográfica, vale la pena constatar que en la “cultura pop” el antifascismo está cada vez más presente y de manera más intensa. Nunca como hoy se han filmado tantas series y películas condenando al fascismo o dando una visión distorsionada del fascismo, ni siquiera en los años 50 a 70. Fue a partir de los 80, cuando se diría que la denigración del fascismo se fue intensificándose y, en la actualidad, se ha convertido en algo machacón. Se da la paradoja de que, cuanto más próxima está la historiografía de “aprehender” los rasgos del fascismo auténtico, más lejos está la sociedad y los medios de comunicación de aceptar esa realidad optando por mantener viva la “propaganda de guerra”, con sus mitos, sus errores y sus fantasías interesadas.

Cuando más a la izquierda nos desplazamos en el panorama político, vemos que esta tendencia a la distorsión está cade vez más marcada. Al llegar a Podemos, percibimos que todo lo que no es el partido púrpura… es fascismo o aliado del fascismo, incluso aquel vecino que protesta porque un energúmeno ha quemado un contenedor bajo su apartamento y el humo está asustando a sus hijos. Si no estás conmigo, eres fascista.

Esa confusión del lenguaje se da también en medios liberales cuando se acusa de “fascistas” a los que queman contenedores, o se habla de los indepes como “los lazis”(asimilación fonética a “nazis”) o a las feministas radicales como “feminazis”.Quien adopta esta vía de denigración, no advierte que ha sido ganado por el “poder cultural” del adversario: mientras subsista esta confusión terminológica y conceptual, mientras no cesen estas adjetivaciones paradójicas, será imposible valorar la totalidad de los fenómenos de nuestro tiempo en su justa medida.

Desde la Revista de Historia del Fascismo, procuramos por todos los medios -y llevamos ya 70 números en 10 años- realizar un análisis sobre este fenómeno. No lo hemos negado nunca: procedemos del “ámbito fascismo”, pero reconocemos que, en el siglo XXI, no se dan ninguna de las condiciones que dieron lugar a la “doctrina del fascismo”; pero, nos interesa el fenómeno, como una parte de nuestra pasado, como un período del siglo XX, y como un producto propio de nuestro entorno histórico y cultural. Podemos utilizar el lema clásico de “Amigo de Platón, pero más amigo de la verdad”, lo que nos lleva al enunciado que utilizamos como leit-motiv de la publicacón: “Ni apologistas ciegos, ni detractores sistemáticos. Así fue una parte del siglo XXI”.

Creemos que los historiadores que hemos mencionado hasta aquí pueden contribuir a poner los puntos sobre las íes y a lograr una mayor claridad sobre lo que fue, representó y propuso el fascismo genérico.

lunes, 22 de febrero de 2021

La verdad oficial y la verdad real del 23-F


 Para quienes hemos investigado durante muchos años qué fue el 23-F nos queda poco que añadir, salvo que se hiciera publicó algún testimonio relevante de alguna de las personas que, o bien fueron testigos importantes o estuvieron en su gestación, diseño y ejecución, o se desclasificaran las grabaciones que aquella tarde-noche-madrugada mantuvieron sus protagonistas principales; el rey Juan Carlos y los generales Alfonso Armada y Sabino Fernández Campo. No obstante, cuarenta años después de aquel intento de golpe de Estado es más necesario que nunca precisar y puntualizar algunos hechos.

Ante el 23-F subsisten dos posiciones contrapuestas: la verdad oficial y la verdad real. La primera es a la que se sigue agarrando el sistema, la clase política y los medios de comunicación, en general. Esta se basa en que un pequeño sector del ejército, nostálgico del franquismo y crítico con la situación, quiso acabar con la naciente democracia y las libertades para volver a instalar a los españoles en un régimen autoritario o de semidictadura. No se la creen ya ni ellos, pero es lo que conviene políticamente. A esta verdad ocultista se opone la verdad real, basada en hechos y en los testimonios de algunos de sus protagonistas principales, pues no hay que olvidar que todo lo que envuelve al 23-F es una historia oral al carecer de documentos escritos.

La verdad real se sustenta en dos cuestiones principales; el 23-F no fue un golpe militar, y el 23-F fue una operación política-institucional en la que intervinieron y participaron, de una forma u otra, los principales poderes del Estado. A la cabeza de esa operación estuvo D. Juan Carlos de Borbón, a quien le cabe el ‘honor’ de ser su principal protagonista, pues todo lo que convergió en la asonada pasó por las manos del rey. Nada se hizo sin contar con su consentimiento y aprobación. No fue un golpe militar, porque de haber sido el ejército su ejecutor hubiera tomado el poder de manera inmediata, sin oposición alguna, y a las órdenes del rey como, de hecho, estuvieron las fuerzas armadas en su conjunto durante aquella jornada. Todas, absolutamente todas.

El 23-F vino precedido de una gravísima crisis del sistema, de una crisis de la política que comenzó a manifestarse en 1978 y a acentuarse tras las elecciones de marzo de 1979. Entonces empezó a romperse el señuelo del consenso y la concordia, para iniciarse una confrontación política de cerco, acoso y derribo al presidente Suárez, con quien el monarca había roto el periodo de identidad y sinergias que los había mantenido muy unidos a lo largo de varios años. Hasta el punto de pedir a quienes recibía en Zarzuela: “¡Ayudadme a librarme de Suárez!

En su periodo de gestación se buscó un acuerdo para aplicar una ‘medida extraordinaria’. A lo largo de 1978 y 1979 un grupo de relevantes personalidades; financieros, políticos, empresarios, de la Conferencia Episcopal y miembros del recién creado servicio de inteligencia CESID, se reunieron en la sede de la Agencia EFE, presidida por el periodista y académico Luis María Anson, y en otros lugares, para analizar de forma muy crítica el proceso inicial de la Transición y su negativa deriva política. Esto fue una parte de la verdadera trama civil de la operación, a la que se incorporaría posteriormente el Partido Socialista, Alianza Popular-Convergencia Democrática y algunos de los principales ‘barones’ de la UCD. El presidente de la Generalidad, Josep Tarradellas, afirmó en junio del 79 que “España necesita un golpe de timón”. Dictum que serviría de aglutinador entre la nomenclatura del sistema.

La medida extraordinaria quedó pergeñada en unos folios redactados por agentes del CESID, a la que dieron el nombre de ‘Operación De Gaulle’. Una solución paralela a cómo llegó el general Charles De Gaulle a la jefatura del gobierno francés en 1958. Francia se debatía ante un riesgo de guerra civil a consecuencia de Argelia. Para evitarla los máximos responsables del ejército conminaron al presidente de la República a que o la Asamblea elegía a De Gaulle jefe del gobierno o darían un golpe de Estado. Y votaron a De Gaulle. En aquella ocasión solo fue necesaria la amenaza de la fuerza. Pero el paralelismo con la situación de España de 1980 era muy diferente. Había una crisis del sistema, los partidos políticos estaban en abierta confrontación, alarmante paro y mala situación económica, y un terrible terrorismo, principalmente de ETA. Pero no existía polarización social y, lo más importante, no eran las fuerzas armadas las que amenazaban con actuar, aunque estuvieran en un permanente ‘estado de cabreo’, sino fuerzas políticas y civiles quienes la impulsaban.

En la primavera de 1980 se ‘desempolvo’ la Operación De Gaulle, que se expuso al rey en diversas ocasiones con la respuesta del monarca: “¡A mí dádmelo hecho!”. Tras su consentimiento y a diferencia con Francia, la operación se diseñó por el CESID en dos fases; la primera, con una pequeña exhibición de fuerza y la violación de la legalidad constitucional con el hecho sonoro del asalto y secuestro de los diputados y gobierno en pleno; y la segunda, con su reconducción y retorno a la legalidad democrática con la designación de un jefe de gobierno previamente consensuado. Ambas fases, estancas, no se reconocerían entre sí en momento alguno. Para la primera fase, la puesta en marcha del SAM (Supuesto Anticonstitucional Máximo), el CESID ‘recluto’ al teniente coronel Tejero, cuyo perfil crítico con la situación y sus dotes de mando y personalidad se juzgó adecuado. Tejero aceptó la jefatura y órdenes de los generales Armada y Milans, pese a no ser sus jefes directos. Y para la segunda fase, la trama civil escogió al general Alfonso Armada Comyn, una figura de consenso político-institucional, monárquico por encima de todo y leal al rey, que fue bendecido por el Partido Socialista en una reunión en Lérida, sin cuyo concurso jamás se hubiera puesto en marcha la operación.

A Tejero le facilitaron la toma del Congreso diversas unidades operativas del servicio de inteligencia. La operación se ejecutó con éxito como un clásico golpe de mano, salvo el penoso incidente con el vicepresidente del Gobierno, general Gutiérrez Mellado, y las ráfagas de ametralladora en el interior del hemiciclo. Hecho, que en modo alguno “estaba previsto”, como comentaron en Zarzuela los ayudantes del rey. Ello, no obstante, no impidió que la operación siguiera adelante al conocer el rey que no había habido heridos, algo sobre lo que insistió el general Armada a Tejero 72 horas antes. La llegada al Congreso del general Armada enviado por Zarzuela, luego de unas horas de compás de espera y de ‘maquillaje’ con conversaciones con las Capitanías Generales,  debería haber cerrado la operación con su entrada en el hemiciclo y la votación de los diputados designándole presidente de un gobierno de concentración en el que figuraba Felipe González como vicepresidente, varios socialistas, Fraga, miembros de UCD, de Alianza Popular, otros ajenos a la política y dos destacados miembros del Partido Comunista.

Dicho gobierno de concentración hubiera sido el primero en la historia de España, que durante año y medio habría llevado a cabo una reforma profunda de la Constitución, reafirmando el concepto de nación indisoluble, lo que los separatismos vasco y catalán y las comunidades autónomas estaban poniendo ya en grave riesgo, pero la intransigencia de Tejero a aceptarlo y pedir, en un acto de rebelión, un gobierno militar hizo que la operación fracasara. El 23-F no se llevó a cabo para que se resolviera con un gobierno militar. Fue entonces el momento del rey Juan Carlos, quien hasta entonces “había estado a verlas venir”, el que dio orden para que se diera su mensaje por televisión, que en modo alguno iba contra el general Armada, y cortocircuitó a Tejero al hablar por vez primera con el general Milans para que anulara su bando y regresaran a los cuarteles las unidades tácticas que habían salido a las calles de Valencia. Lo que éste aceptó sin reservas. El resto hasta la salida del Gobierno y diputados del Congreso y la detención del teniente coronel Tejero fueron horas basura.

Pese a su fracaso, el 23-F marcó un periodo de ‘golpe de Estado psicológico’ que duró 22 años, hasta la llegada al poder de Rodríguez Zapatero, un juicio militar con muchas irregularidades procesales que se cerró en falso, el acuerdo y pacto tácito de los líderes políticos cerrando filas en torno al rey porque “había salvado la democracia”, y la frase del rey a Sabino la tarde del día siguiente, antes de recibir a los líderes políticos: “¡Y mira que si te has equivocado!”. Una frase para los mármoles.

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Suárez y el 23-f

 


Casi siempre se olvida que en el fondo del 23-f de 1981 estuvo la gestión de Suárez:

a) En cuatro años, Suárez llevó al país  a una profunda crisis, con una  escalada del terrorismo (más de 100 muertos en 1980, numerosos heridos y graves estragos),  desempleo galopante, inquietud laboral, insolencia separatista, sistemática denigración de  la idea de España (la palabra misma se había convertido en tabú en los grandes medios y partidos, sustituida por  “Estado español” o “este país”). Sin contar fenómenos concomitantes como la expansión de la droga, en particular la heroína, causa de estragos y muertes entre la juventud. Si la situación no se había tornado explosiva se debió al predominio de un talante social de reconciliación y moderación política, heredado del franquismo –no de la transición como se ha dicho–. En tal panorama, el  PSOE podía presentarse como la solución, invocando sus imaginarios cien años de “honradez y firmeza”.

b) También llevó Suárez a una crisis terminal a su partido, la UCD,  tanto por su ineptitud ante los problemas del país como por su manía “izquierdista”  de fondo “antifranquista”, por distanciarse de la derecha de Fraga. Otros “barones” veían venir el desastre y trataban de aunar fuerzas con Fraga contra el auge del PSOE y los separatistas.  Y  25 días antes del golpe de 23-f, Suárez dimitía para evitar,  en sus palabras  “que el sistema democrático de convivencia  sea, una vez más, un paréntesis en la historia de España”. Aparte de su ignorancia manifiesta  de dicha historia, la explicación es una confesión involuntaria: él era precisamente el grave obstáculo a la continuidad democrática. De otro modo tenía que haberla defendido frente a  “ataque irracional y sistemático” que achacaba a sus  rivales. En La transición de cristal he expuesto tales “detalles”, invisibles en la mayoría de las historias de la transición.

c) Fue la gravedad de la herencia de Suárez lo que motivó el intento político de sustituirla mediante un “golpe de timón” (Tarradellas) que diera lugar a un amplio gobierno de concentración capaz de afrontar la crisis del país. Resultó en el golpe chapucero  el 23-f, que estuvo cerca de empeorarlo todo, y salvado finalmente a base de mentiras.  Algo relativamente positivo en él fue que los separatistas cobraran cierto temor saludable al ejército y amainase un tanto su continua provocación, por un tiempo. Y  el recurso a policías expertos  procedentes del franquismo permitió disminuir  sensiblemente los atentados, aunque  continuarían, gracias a la “salida política” con que se quería tratar a la ETA, hasta el último periodo de Aznar. Lo he tratado en Los nacionalismos vasco y catalán en la guerra civil, el franquismo y la democracia

d) Pero el frustrado golpe originó un cambio de mayor transcendencia histórica: el sucesor de Suárez, Leopoldo Calvo-Sotelo, definió un nuevo concepto de “democratización” mediante la satelización del país, metiendo a España en la OTAN y prometiendo abrir la verja de Gibraltar. Ambas cosas, nunca analizadas en su decisivo significado,  las consolidaría el PSOE. Parece que la casta política decidió que democracia e independencia de España eran incompatibles, y se arrogó el  papel de agente de intereses extranjeros.

Más allá de los análisis generales surge la cuestión del ínfimo nivel cultural, intelectual y político de los dirigentes españoles. Torcuato Fernández Miranda orientó los primeros pasos de  la transición, apoyada en la legitimidad y los impresionantes logros del franquismo, que pronto comenzaron a dilapidar Suárez y Juan Carlos (dos personajes muy parecidos en su frivolidad e incultura). Todos los jefes de gobierno desde entonces han sido por un estilo: Azaña los llamaría “botarates y loquinarios”, que han llevado al país a la crítica situación actual de democracia fallida, casi de estado fallido. ¿De dónde sale esa gente? Parece que de la universidad, que visiblemente está a su nivel. He aquí un problema de difícil  y no rápida solución.

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El mito del Euskera perseguido por Franco, por Francisco Torres

  Lamentablemente, cuando hoy alguien busca información sobre un tema acude de forma inmediata a la red. Un lugar donde cabe cualquier cosa ...