lunes, 22 de noviembre de 2021

El agrio relato del niño fusilado que sobrevivió a las matanzas republicanas de Paracuellos

 

El 29 de noviembre de 1936, el joven Ricardo Rambal Madueño, de apenas quince veranos, se despertó en una gélida zanja excavada en el municipio madrileño de Paracuellos del Jarama. Su única compañía, a izquierda y derecha, eran cadáveres inertes; como él, hombres y mujeres que habían sido sacados por las bravas de las prisiones de la capital y llevados hasta aquel triste campo de muerte para ser fusilados. El chico se hurgó la mandíbula, que palpitaba con vida propia, y corrió despavorido. Solo pensaba en escapar. No fue hasta algunas horas después cuando descubrió que tenía una bala alojada en el paladar.

Ricardo, o Ricardito, como le llamaban sus amigos antes de la Guerra Civil que sacudió nuestro país a partir del levantamiento militar del 18 de julio, fue uno de los miles de prisioneros fusilados en Paracuellos del Jarama por la Segunda República desde el 7 de noviembre de 1936. Entre 2.400 y 12.000… Y es que sí, la batalla por él número de víctimas se libra todavía hoy entre investigadores, historiadores y todo aquel con el suficiente ánimo como para enzarzarse en ella. La diferencia es que la fortuna quiso que este chicuelo, acusado de pertenecer a Falange, hizo una finta a la muerte a pesar de recibir sendos disparos en rodillaestómago boca.

Cuatro décadas después, en 1977, un don Ricardo con mucho más recorrido vital explicó sus vivencias durante la noche del 28 de noviembre al reportero del diario ABC Miguel Ángel Nieto. Lo hizo sobre la misma tierra en la que se desplomó después de ser tiroteado; y cerca de una tumba que, perfectamente, podría haber sido la suya. «No sabía dónde estaba ni que me había pasado. Serían las doce de la noche cuando abrí de nuevo los ojos. […] Sangraba, sangraba mucho. Sin moverme del lugar en el que había caído palpé el terreno con ambas manos. El frío de los muertos me hizo reaccionar ¡Qué escena...! cuerpos y más cuerpos sin vida, amontonados, ensangrentados, algunos de ellos terriblemente desfigurados».

La suya fue una de las muchas voces que narraron las matanzas perpetradas por los republicanos en Paracuellos cuando los sublevados se hallaban a unos cientos de metros de la capital. Crímenes organizados, según algunos autores, por el entonces Consejero de Orden Público Santiago Carrillo; el mismo que, durante su etapa como dirigente político en la España democrática, negó esta acusación en una infinidad de ocasiones y arguyó que solo había ordenado la evacuación de los 2.000 militares sublevados en el madrileño Cuartel de la Montaña unas jornadas antes. «Lo que reconozco es que no pude garantizar la vida de los reos porque no había un aparato de policía en ese momento y porque había mucho odio», explicó en una entrevista en 2007.

Prisionero

De vuelta en la Guerra Civil, la historia de Ricardito comenzó en el verano de 1936. Meses antes de que, como señaló el mismo Carrillo en sus memorias, el golpe de estado militar sacudiera los pilares estructurales de la Segunda República. «Fui detenido el 4 de junio de 1936 por ser militante de Falange. Sin más acusación, sin juicio previo», afirmó a ABC. Como otros tantos, fue enviado a la Cárcel Modelo de Madrid, ubicada en las cercanías del hoy Cuartel General del Ejército del Aire. «Allí me encontré con grandes amigos como el propio José Antonio». En sus palabras, los primeros días entre rejas «no fueron los peores», pues se hallaban custodiados por guardias que garantizaban su seguridad.

La situación cambió el 18 de julio. «La vida era bastante normal, pero estalló el Alzamiento y las cosas comenzaron a endurecerse: de presos políticos habíamos pasado a ser prisioneros de guerra». Un mes después, el 22 de agosto, se desató el infierno cuando milicianos exaltados y armados tomaron por sorpresa la Modelo y asesinaron sin contemplación a una treintena de reos. Ricardo vivió de primera mano aquella matanza que consiguió desencajar el rostro al presidente de la República, Manuel Azaña, impotente ante tal barbarie.

«Ese día, muy temprano, nos hicieron salir al patio a esperar órdenes. Cuando más confiados estábamos, unas ametralladoras, instaladas en unas casas del paseo de Moret, comenzaron a dispararnos. Cayeron muchos, pues nos cogieron por sorpresa. Yo corrí a refugiarme a un muro con otro grupo de presos. En ese instante abrieron las celdas de los comunes, para dejarles en libertad, y las ametralladoras dejaron de disparar. Corrimos a refugiarnos en nuestra galería. Algunos de los comunes, antes de marcharse, prendieron fuego a la prisión. La panadería, que estaba debajo de la entrada a nuestra galería, fue la dependencia más afectada, hasta el punto de hundirse el techo y dejarnos aislados del exterior, eso nos salvó».

En la entrevista, Ricardo rememoró las jornadas siguientes con miedo. Miedo a que, como a sus compañeros, los exaltados le eligieran para «juzgarle»; triste eufemismo que buscaba disimular la muerte frente a un pelotón de fusilamiento. «Uno de los momentos más emocionantes fue cuando un sacerdote, tío del general Fanjul, nos reunió a todos y nos dio la absolución en bloque». Dos días después arribaron a la prisión unos milicianos que le ordenaron salir a la calle. «Nos dieron ropa, antes nos la habían quitado, y nos dejaron pasear. Pero no nos daban ni de comer ni de beber y los milicianos, para divertirse, nos tiraban trozos de pan desde las garitas. Dábamos saltos para cogerlos…».

A las puertas de Madrid

De esta guisa llegó noviembre, mes en el que las fuerzas Nacionales pusieron en jaque a la Segunda República al plantarse en las cercanías de Madrid. La amenaza palpable de ver la capital en manos enemigas provocó que Francisco Largo Caballero, cabeza del gobierno, pusiera pies en polvorosa con su ejecutivo en dirección a Valencia y dejara el mando en manos de una Junta de Defensa dirigida por el general Miaja. Como Consejero de Orden Público fue elegido Carrillo, responsable de facto de la seguridad de los miles de prisioneros encerrados. A ambos les surgió entonces una triste disyuntiva: ¿qué diantres hacer con aquellos hombres? Entre las opciones se barajó su traslado para evitar que formaran una Quinta Columna que atacara la ciudad desde el interior.

Pero, en lugar de ser llevados a otras prisiones, miles y miles de reos fueron cargados en camiones o autobuses de dos pisos y dirigidos, entre otros tantos lugares, a la vega del Jarama para ser fusilados. Todavía se desconoce el responsable; para unos, Carrillo, para otros, la exaltación miliciana. Expertos como el reconocido hispanista Ian Gibson (autor de «Paracuellos, cómo fue: la verdad objetiva sobre la matanza») insisten en que las cabezas pensantes de aquel despropósito fueron los asesores soviéticos que aconsejaban a la Segunda República; personajes como Mijail Kolstov, conocido como el agente personal de Stalin en España, que defendieron la imposibilidad de escoltar a tal gentío hasta un lugar seguro.

Ricardito fue uno de aquellos presos y, en contra de lo que le sucedió a otros tantos compañeros, él si fue procesado. «Recuerdo que el día que me juzgaron no había luz y el Tribunal se alumbraba con una vela, lo que le daba un aspecto más fantasmagórico a la escena». Tras unas breves preguntas, llegó la sentencia. «”Está usted libre”, me dijeron, y pusieron un punto rojo a mi nombre. A esas alturas todos sabíamos lo que significaba. Volví a mi celda y abracé a mi amigo, Cousiños, un abogado, íntimo amigo mío. Sabíamos los dos que era nuestro último abrazo». Llevaba razón, pues a una buena parte de los reos fusilados en Paracuellos se les engañó confirmándoles que habían sido liberados.

Fusilado y resucitado

Al día siguiente, 28 de noviembre, Ricardo fue subido a un camión junto a otros presos. Tenía una herida en de cuchillo que le había hecho un miliciano tras robar un cuscurro de pan. «Todos íbamos serenos, con un nudo en la garganta. Algunos fumaban muy deprisa un cigarro regalado o robado. Sabíamos que nos quedaba de vida lo que los camiones tardasen en llegar a Paracuellos».

Arribaron entre las ocho y media y las nueve de la noche y, frente a ellos, encontraron un grupo de milicianos armados con pistolas, fusiles y escopetas de caza. «Hacía frío, pero, créame, que no lo notábamos. Llevábamos la ropa interior y el mono de la prisión, nada más, pero no notábamos el frío. El miedo era la sensación más fuerte, no había lugar para sentir nada más».

Cincuenta metros después, Ricardo fue ubicado en el borde de una fosa. Tras una breve oración, tres salvas de disparos hicieron que se desplomara junto a sus compañeros. Muerto. O eso creía… Y es que el chico, para su propio asombro, sobrevivió.

«No sabía dónde estaba ni qué me había pasado. Serían las doce de la noche cuando abrí de nuevo los ojos. Me dolía una pierna, el estómago y la boca. Sangraba, sangraba mucho. Sin moverme del lugar en el que había caído palpé el terreno con ambas manos. El frío de los muertos ms hizo reaccionar. ¡Qué escena...!, cuerpos y más cuerpos sin vida, amontonados, ensangrentados, algunos de ellos terriblemente desfigurados. Me puse de pie, dudé décimas de segundo y salí corriendo despavorido. Creo que no grité porque tenía un intenso dolor en la boca. Luego me daría cuenta, horas más tarde, que tenía una bala incrustada en si paladar. Era el tiro de gracia que me había entrado por la barbilla, pero afortunadamente el proyectil se quedó en la boca».

Ya despierto, Ricardo escapó de allí a la carrera. Tuvo la suerte de que no había milicianos cerca. Su única obsesión era alejarse de «aquel lugar dantesco y cruel». Cuando amaneció se escondió en unos matorrales todo el día, «desfallecido y hambriento». «Tengo que volver a Madrid, me dije, y cuando anocheció emprendí el camino de regreso casa». A las tres jornadas de caminata pisó las trincheras de Canillejas. Y de allí, a Leganitos, donde vivía con su madre. «Vi mi casa completamente destruida por una bomba. En ese momento pensé en tirarme bajo las ruedas del primer coche que pasase, ya no podía más».

Por suerte para él, una vecina le reconoció. «Ricardito, ¿qué te han hecho? Tu madre está en los bajos del cine Capitol en un refugio de los Guardias de Asalto». Con las pocas fuerzas que le quedaban, y perdiendo mucha sangre, el chico caminó hasta el lugar. Allí se encontró con su madre, que lloraba de forma desconsolada. Cuando la vio, cayó escaleras abajo, desfallecido. «A los tres días recobré el conocimiento, sentía dolor, pero me encontraba mucho mejor. Los que estaban allí refugiados me quitaron la bala de la boca y me alimentaron como pudieron. Después, un guardia de asalto me facilitó un mono, un carnet de la CNT y una pistola. “Toma, defiéndete como puedas y guarda la última bala para ti”». A los pocos días fue detenido de nuevo. Permaneció entre rejas hasta que consiguió la libertad. Ya en las calles saltó a las trincheras Nacionales.

Juan Manuel de Prada - Psicópatas tragacionistas

 El otro día contemplé con mis propios ojos cómo un exministrillo con cara de bálano (chuchurrío, no rozagante) reconocía sin ambages en la tele: «No vas a frenar el contagio por el hecho de que pidas el pasaporte Covid, porque el que está vacunado también puede transmitirlo. La idea del pasaporte Covid es hacerles la vida imposible a los que no se quieren vacunar».

Hace falta ser una auténtica gusanera purulenta para proclamar que tu anhelo es «hacer la vida imposible» al prójimo. Este regodeo en el mal ajeno era calificado por Schopenhauer como la más abyecta de las pasiones humanas: «Sentir envidia es humano, desear la desgracia de otros es directamente demoníaco». Estos psicópatas que azuzan el odio contra

 sus paisanos, exhortando a hacerles ‘la vida imposible’, están infiernando la vida social, se están aprovechando de la inseguridad de sus paisanos para instilar en sus cerebros reptilianos conductas pánicas y gregarias, hasta convertirlos en una canalla temblona y genuflexa ante sus consignas que, sin embargo, se revuelve furiosa contra el disidente, deseosa de lincharlo.

Debemos rebelarnos contra estos psicópatas miserables; no sólo las personas que no están inoculadas, sino todos los que conservamos un ápice de dignidad humana. No podemos permitir que nos conviertan en los gusanos que anhelan para alimentar su gusanera. Si estuvieran convencidos de las propiedades benéficas de las terapias génicas experimentales se limitarían a persuadir a los reticentes con estímulos luminosos; si los amenazan con confinamientos domiciliarios, con obligarlos a pagar los costes de la enfermedad o, en general, con hacerles ‘la vida imposible’ (a sabiendas de que tales medidas generan más rechazo que acatamiento, amén de una desconfianza creciente en las instituciones) es porque carecen de argumentos persuasivos. Y, ciertamente, es difícil encontrarlos en unas terapias que no inmunizan ni evitan el contagio, y cuya presunta eficacia empieza a declinar a los cuatro meses (como ya se reconoce). Diríase que con sus amenazas pretendieran anular el grupo de comparación que permitiría establecer la eficacia del presunto remedio en que se han gastado billones, saqueando las economías nacionales.

A estos psicópatas sólo los mueve la concupiscencia del mal ajeno y el afán de excitar los deseos culpabilizadores de las masas, para dar rienda suelta al punitivismo más tiránico y estigmatizador. Cuando hayan acabado con los no inoculados, se dirigirán contra los que se resisten a la tercera dosis; luego lo harán contra los que se nieguen a dejar de fumar o de consumir carne; luego contra los que propaguen ideas que juzguen perniciosas; hasta finalmente lanzarse contra quienes simplemente confíen en la Providencia divina, a quienes juzgarán perversos herejes. Y si ahora no paramos los pies a esta chusma, aunque estemos inoculados, llegará muy pronto el día -como en el poema de Niëmoller- en que, cuando vengan a buscarnos, no habrá nadie que pueda protestar por nosotros.

Fuente

viernes, 19 de noviembre de 2021

Pío Moa: Por qué tiene razón la pandilla del Pollo Doctor

 

Por qué tiene razón la pandilla de  Pollo Doctor.

Hay que entender la lógica política e ideológica de los procesos que vivimos por debajo de la espumilla de los chismorreos políticos de cada momento. Ya en la transición, la inanidad intelectual de la derecha permitió que se confundiese democracia con antifranquismo. A partir de ahí se abrió un proceso de corrosión de la democracia, porque el antifranquismo nunca fue democrático. De serlo, nada más democrático que la ETA, pues no solo combatió al franquismo, sino que reúne en sí los dos componentes de los vencidos en 1939: separatismo y socialismo sovietizante.

El ápice de ese proceso se alcanzó con Aznar, cuando condenó el alzamiento del 18 de julio y se convirtió en el mayor benefactor político de los separatistas. Con ello despejó el camino a las leyes y medidas de Zapatero, en particular la ley de memoria histórica, que ahora quieren reforzar.  La ley de memoria  remataba la condena hecha por Aznar convirtiendo en ley la deslegitimación del franquismo. Al parecer casi nadie se daba o quería darse cuenta de sus consecuencias lógicas. Con ello se deslegitimaba la herencia de aquel régimen, que en definitiva no era otra cosa  que la paz más larga de España en dos siglos, la prosperidad mayor que se había vivido antes o después, la  unidad nacional, la cultura básicamente cristiana de occidente y la monarquía. Y esta es la herencia que se quiere destruir en nombre de una democracia representada por sovietizantes y separatistas herederos de los vencidos en la guerra civil.

Pero ¿y la democracia? ¿Podía haber venido ella del franquismo? De acuerdo con la falsedad inicial, no podía. Lo que habría ocurrido en la transición habría sido una falsa jugada del propio régimen para perpetuarse lavando su fachada. La prueba está en el referéndum de 1976, que todo el mundo quiere olvidar. Por abrumadora mayoría popular se decidió la democracia de la ley a la ley, desde la legitimidad histórica del franquismo.  Una legitimidad que la gente entendía por haber derrotado al Frente Popular, haber librado al país de la guerra mundial, haber mantenido la  unidad nacional y la cultura europea de raíz cristiana, por haber traído la mayor prosperidad  vivida hasta entonces y mantenido una gran libertad personal. El franquismo fue dictatorial, porque las circunstancias históricas no permitían otra cosa, pero no fue tiránico.  Esta es la legitimidad del franquismo, y solo desde ella podía pasarse a una democracia que no reprodujese las convulsiones de los años 30.

Así pensaba la gran mayoría entonces… , muy equivocadamente según la doctrina del antifranquismo democrático. Pues si mantenemos la equiparación de democracia y antifranquismo, el actual frente popular tiene razón: aquel referéndum no puede ser reconocido, como tampoco la transición y la amnistía posteriores. La única democracia posible sería la que saltase hacia atrás cuarenta años para proseguir la supuesta legitimidad del Frente Popular. Solo que este, claro está,  solo puede llamarse democrático desde una absoluta perversión del lenguaje, perversión a la que, abierta o implícitamente, se han prestado ya la UCD y más decisivamente Aznar y su partido, los obispos y la monarquía, en una inmunda quiebra política, intelectual y moral.

Dicen ahora los enterados que la pandilla gobernante en España va contra la transición y la amnistía. No es cierto: va contra el franquismo, contra su herencia, porque sin él, ni  la transición ni la amnistía habrían sido posibles. Y esta es la lección que todos debemos aprender si queremos evitar errores del pasado.

Unas palabras sobre Torcuato Fernández Miranda. Este fue el único político de verdad clarividente de la transición. Él percibió con claridad dos cosas: a) que el franquismo no podía continuar; y b) que la democracia no funcionaría si no se hacía sentir débiles a los antifranquistas.  Lo segundo era esencial, porque en la incertidumbre de una  transición política podían creerse más fuertes de lo que eran, lanzarse a acciones aventureras y volver a las andadas. El modo como hizo saber a los antifranquistas que eran débiles, fue el citado referéndum. Contra él se movilizaron en vano  los que hablaban de ruptura para enlazar con los vencidos de la guerra.  Primero intentaron una huelga general que falló estrepitosamente, y después un boicot al referéndum igualmente fracasado. El pueblo no tenía “memoria histórica”, tenía simplemente memoria real de lo que había vivido, y votó lo justo. Este fracaso obligó al antifranquismo a moderarse… por un período.

¿Y por qué no podía continuar el franquismo? En primer lugar porque, al definirse como  católico y ser rechazado por la Iglesia en el Vaticano II, había caído en un vacío ideológico. En segundo lugar porque, como efecto de ese vacío, los cuatro partidos o familias del régimen estaban disgregados y a la greña, entre sí y dentro de cada uno: ninguno de ellos podía continuar el franquismo, y la mayoría ya no lo querían. Por eso fueron muy pocos los que se opusieron en las Cortes y luego al referéndum. En tercer lugar porque, a consecuencia de lo  anterior, el régimen nunca había desarrollado una ideología propia. Por  tanto, solo  quedaba intentar una democracia que no repitiese las convulsiones de la república, para lo cual el franquismo había creado una sociedad reconciliada y próspera en una nación unida. 

Torcuato era hombre culto, conocedor de la historia y sus líneas de fondo, pero desgraciadamente Suárez, al que creyó erróneamente un discípulo fiel, era un chisgarabís ignorante que solo concebía la política como el chanchulleo de ocasión con estos y los otros. Y  que condujo la transición al peligroso desastre  del 23-f. Y el rey resultó algo muy semejante. No obstante, el franquismo dejó una herencia tan fuerte, que  todavía el frente popular no ha logrado sus objetivos, aun habiendo avanzado mucho hacia ellos.

El caso es que hoy, por estas falsificaciones de la historia, ha vuelto el frente popular de separatistas y sovietizantes, y  el país se encuentra en golpe de estado permanente, en serio peligro de  disgregación nacional y de tiranía comunistoide, empeorado por una renuncia a la soberanía que hace de España un país satélite o títere de otras potencias. Ha vuelto el  poder de “la estupidez y la canallería”, que dijo Gregorio Marañón. El poder que quiere arrebatar la libertad a los españoles, dividirlos  y provocar el choque entre ellos. El poder que intenta, al modo hitleriano, implantar una tiranía empleando torticeramente fórmulas  legales. El poder al que hay que parar los pies de manera absoluta antes de que nos conduzca al choque directo. 

El mito del Euskera perseguido por Franco, por Francisco Torres

  Lamentablemente, cuando hoy alguien busca información sobre un tema acude de forma inmediata a la red. Un lugar donde cabe cualquier cosa ...