jueves, 29 de agosto de 2019

Cartas desde la celda 7

Desde 1966 Rudolf Hess es el único prisionero de la cárcel de Spandau. Condenado a prisión perpetua por el tribunal de Nüremberg, es el único de los grandes jerarcas nazis que permanece encarcelado. La trágica aventura iniciada con su misterioso vuelo a Inglaterra en 1941 —fuga cuya finalidad jamás ha sido aclarada suficientemente— se prolonga ahora, tras casi treinta años de prisión, en la celda solitaria de Spandau.
Pocas figuras de nuestro tiempo superan en trágica intensidad a la de este misterioso personaje que fue durante un tiempo el vice-Führer del partido Nacionalsocialista alemán. Esta dimensión dramática y misteriosa aparece reflejada en la correspondencia intercambiada desde la celda con su esposa Ilse y su hijo Wolf, y ahora por primera vez dada al público. Estas cartas constituyen elemento primordial para vislumbrar hasta qué punto fue Rudolf Hess un loco, un alucinado o bien un idealista horrorizado ante la crueldad de una guerra a la que quiere poner fin a cualquier precio —incluso al precio de su vida—.
Entre los jefes de la Alemania nazi, Hess era el que disponía de un bagaje cultural más amplio, de una formación filosófica y literaria —no sólo política— más sólida y de una profunda vocación universitaria. En estas cartas, junto a reflexiones políticas que sorprenden por su agudeza, expone Hess una concepción del mundo asentada en las más puras esencias de la tradición alemana. Hess comenta —a veces irónicamente— los últimos acontecimientos políticos, de los que recibe puntual información a través de su esposa Ilse. Analiza otras veces con agudeza las obras de los más destacados pensadores germanos —Schopenhauer, especialmente— o aborda temas literarios, lingüísticos, musicales. Pero quizá lo que presente un interés mayor con vistas a desvelar el misterio de esta personalidad contradictoria, son las cartas en las que Hess hace balance de su vida, de sus éxitos y fracasos, pide perdón a su esposa por estos largos, años de soledad o aconseja a su hijo sobre las lecturas o los estudios que debe seguir.
En su conjunto, esta correspondencia sostenida desde la cárcel constituye uno de los documentos humanos más impresionantes de nuestro siglo, una obra a la que habrá que recurrir en el futuro cuando se intente penetrar, no sólo en el drama íntimo de Rudolf Hess, sino en la angustia como dimensión última del hombre, en la tragedia de un fracaso purgado hasta su límite más cruel.
(Del prólogo)
ALFRED HORN
SOBRE LA VIDA DE MI PADRE
A la pregunta dirigida por carta a Spandau por mi madre sobre si después del 1 de octubre de 19661 tan grave para él, no desearía recibir una visita de su hijo, respondió:
«No sería, en realidad, un reencuentro sino un primer conocimiento. Pues del último encuentro, cuando tenía tres años, no puede haber quedado durante veinticinco años más que una sombra como recuerdo del padre. Y el niño de entonces no tiene con la fotografía del hombre crecido de hoy nada en común más que la certeza de que ambos son mi hijo…»
Con excepción de un brevísimo momento, de todos modos bastante nítido, no ha quedado en mi recuerdo nada que pueda semejarse a un contacto personal, a un conocimiento personal con él. Tuve que reconstruir su imagen a través de relatos, anécdotas, informes e investigaciones personales, tal como acostumbra a hacer un estudioso con una figura histórica. Y sin embargo, se hizo sentir y sigue obrando todavía en mí algo singular: la sangre paterna, la herencia que siento actuar en mí, tiende el puente hacia un hombre a quien — por decir así — no conozco personalmente y del cual me encuentro muy próximo. Gracias también, sobre todo, al intercambio epistolar y los debates que en estas cartas se han suscitado sobre diversos temas y problemas, siempre con la rígida censura de Spandau de por medio, ha podido transformarse una imagen difusa y poco clara al principio, en una concreta figura de mi padre, a la que ahora creo ver con absoluta concreción. Todas las particularidades restantes que he ido descubriendo — procedentes de años muy lejanos con frecuencia o en papeles amarillentos por el tiempo— han contribuido a trazar esta visión de conjunto de su personalidad.
En el bosquejo de la familia Hess que a continuación se ofrece y especialmente en el que trazo de la vida de mi padre, trato de transcribir este cuadro, por lo menos en sus contornos más precisos.
* * *
Los antepasados de la familia Hess por nosotros conocidos aparecen asentados en la región de Wunsiedel, en los montes del Fichtel. donde según una presunción no confirmada, debieron establecerse alrededor de 1730, procedentes de las zonas germanas de Bohemia. El primero cuya existencia es posible puede seguirse de una manera concreta nació en el año 1740, en Oberredwitz2. Sus años de estudios y de viajes le llevaron lejos del país; finalmente, volvió a la tierra natal y se estableció en Wunsiedel como zapatero. El carácter prolífero de la familia — Peter Hess tuvo cuatro hijos y dos hijas y también las siguientes generaciones fueron prolíferas — hizo que la estirpe comenzara a ampliarse. La mayor parte de los hijos y nietos de Peter Hess abandonaron Wunsiedel y emigraron a todos los puntos cardinales del antiguo Reich: como artesanos, médicos, clérigos, funcionarios, químicos, e ingenieros aparecerían en los tiempos subsiguientes.
Sin embargo, nuestros directos antepasados permanecieron todavía por espacio de dos generaciones arraigados en Wunsiedel y también el bisabuelo de mi padre, Johan Hess, fue allá un apreciado maestro zapatero hasta su muerte (1863).
El ansia de lejanías que heredado de Peter Hess, no se había hecho patente al principio más que en otras ramas de mi familia, se reprodujo en la nuestra en la persona de Christian Hess, mi bisabuelo. En su caso, como luego en el de mi padre — cuya capacidad para ello también se puso de manifiesto— no parecieron faltarle resoluciones que llevar consecuentemente a término. Nacido en Wunsiedel en el año 1836, abandonó el año revolucionario de 1848 la casa paterna y atravesando los Alpes con los coches de posta, viajó hasta Livorno, a casa de unos parientes lejanos. La agitación que aquel año reinaba también en Italia no pareció asustar gran cosa al muchacho de trece años que era entonces. Unos años más tarde, tocado otra vez del afán viajero, apareció en Trieste, donde ingresó en la razón social del comerciante suizo Johannes Bühler. Según ha quedado puntual constancia, su principal le tuvo en gran estima por «su capacidad y su «excelente carácter», hasta el punto de serle concedida en 1862, cuando tenía veintiséis años, la mano de la tercera de las hijas de Bühler.
A los tres años de la boda, cuando le habían nacido una hija y un hijo, abandonó Christian Hess la razón social de su suegro para vivir nuevas aventuras: en Alejandría, en Egipto, fundó en el año 1865 la empresa de importación «Hess Co .», que más tarde fue regentada por sus hijos Fritz y Adolf.
Este Fritz Hess —mi abuelo— se buscó novia en la patria: Clara Münch, con quien contrajo matrimonio en 1892, era hija de un industrial procedente de la Franconia septentrional. Su familia aportó a la herencia paterna y mediante una tradición de afición musical, un cierto equilibrio a los caracteres prosaicos y secos de los antepasados de los Hess y los Bühler3.
El primer hijo de esta unión —mi padre— nació el 26 de abril de 1894 y fue bautizado en el templo alemán evangélico de Alejandría con los nombres de «Rudolf Richard.»
Fritz Hess no solamente había heredado de su padre Christian la competencia y el espíritu de iniciativa, sino una severidad llevada en ocasiones a los máximos extremos. Sobre el orden que por voluntad del dueño y señor de la casa reinaba en el hogar de mi padre, en Alejandría, se contaban en el seno de la familia reveladoras anécdotas. Por ejemplo, las comidas se efectuaban con la máxima puntualidad de que era capaz el reloj. Los miembros de la familia se encontraban ya en torno a la mesa cuando el padre llegaba, procedente de la empresa, en el minuto exacto. Durante la comida, no se atrevía nadie —ni siquiera la madre— a pronunciar una sola palabra en tanto que el padre no hubiera abierto la conversación. Desde que un día rechazó la ensalada con las palabras «No soy una cabra», no hubo más lechuga en la mesa de casa de los Hess. La existencia de la casa estaba enteramente ajustada a las idas y venidas del padre, a sus horas de levantarse y de comer y sus gustos y sus inclinaciones: era un patriarca, que ejercía la autoridad ilimitada en el seno de la familia. En una de sus cartas desde Spandau recordaba mi padre que el patriarca en cuestión, en el año 1897 y por razón de que el acontecimiento no parecía inminente y en definitiva, tampoco le concernía a él de una manera activa, durmió tranquilamente mientras nacía su segundo hijo4.
De bastante tiempo después data otra anécdota que caracteriza a mi abuelo Hess: hacia los años 30 y al efectuar un viaje fuera de las fronteras, comprobó que el aduanero alemán había escrito en el formulario su apellido «Hess» con «ss» y le llamó para que rectificara y lo hiciera con doble «s»5. El funcionario comentó: «¡Ah! ¿Lo escribe usted como el lugarteniente del Führer?». A lo que respondió Papá Hess: «No; él lo escribe como yo porque soy su padre.»
A pesar del orden tan severo que reinaba en el hogar, los dos hermanos transcurrieron una infancia feliz; jugaban con amigos en el jardín paterno y aprendían por el contacto de los numerosos sirvientes aquello que no hubieran debido aprender. En especial parecieron haber adquirido una especie de maestría en el uso de juramentos árabes; mi padre contaba luego, no sin un punto de orgullo, que con el natural horror de la madre, podía recitar durante un minuto, sin interrupción ni repetición, aquella estridente parte del caudal lingüístico árabe sólo apto para labios masculinos.
No había en el gran jardín, arrebatado con mil penalidades al desierto y convertido en un mar de flora africana y europea, rincón que no hubiera sido conquistado por los «Oíd Shatterhand», «Winnetous» y «Hadchi-Halef-Omar»6. que no hubiera sido transformado en campamento de pieles rojas o guaridas de piratas. Los escorpiones eran algo cotidiano; tan solo cuando de unos matorrales especialmente favoritos y frecuentemente explorados apareció en una ocasión una cobra —que fue muerta por un portero árabe con un palo — se colocó en un gran vaso lleno de alcohol, como símbolo y a manera de advertencia.
Al lado de estos aconteceres infantiles y divertidos, el ambiente oriental, con sus características y peculiaridades, dejó al primogénito una marcada huella, ya en aquellos primeros años. Décadas más tarde escribiría al recordar Egipto desde Spandau que «recibido con la fuerza vital de la juventud» había dejado, como segunda patria «imborrables huellas».
Hacia finales de siglo y con la finalidad de vincular más estrechamente la vida de su familia con Alemania, Papá Hess se hizo construir en Reichsgoldgrünn, en las montañas del Fichtel, una gran casa de campo. La casa fue a partir de aquel instante el objetivo de viajes anuales de vacaciones. También estos viajes aparecen evocados en algunas de las cartas de Spandau. Despertaron en mi padre, en años juveniles, el amor por la naturaleza, que tan sugestiva se muestra en aquellos rincones de la Alta Franconia.
La vida cotidiana de su niñez transcurrió, empero, en Alejandría, donde ingresó en el año 1900 en la escuela evangélica alemana. Pero como la tarea escolar estaba al cuidado del escaso número de familias alemanas y el pequeño número de alumnos no parecía de acuerdo con lo que esperaba y exigía Papá Hess, quitó a sus dos hijos de aquel colegio y les puso al cuidado de unos preceptores particulares, que les daban las clases en el propio domicilio, con vistas a prepararles para los futuros quehaceres en la empresa paterna. Porque en este punto no abrigaba el padre la mínima duda: sobre todo su primogénito sería comerciante, continuando los casi cuarenta años de tradición de «Hess & Co.» Aquel hijo experimentó inclinaciones profesionales en otro sentido. En los ensueños sobre el futuro no se veía a sí mismo como comerciante en Alejandría, sino que su interés se centraba en la naturaleza y cuando elevaba la mirada al estrellado cielo que cubría el desierto egipcio, sus aficiones se dirigían a la astronomía; más tarde, experimentó una gran inclinación por las matemáticas y la física. Pero el severo padre no podía aceptar aquellas «diversiones» como una auténtica profesión. Cuando dirigió un día a su hijo la concreta pregunta sobre lo que quería ser «en un tono que por sí solo nos helaba la sangre»7 no le fue posible a éste más que articular con dificultad la palabra «comerciante».
Con semejante objetivo se le envió en el año 1908 al Pedagogium Evangélico de Bad Godesberg; su retorno a la patria fue para ingresar, pues, en un internado alemán de jóvenes donde —como recordaban luego los propios profesores — se puso de manifiesto su talento y aptitud técnico-matemática y donde tuvo ocasión de expresar por vez primera su secreto deseo de seguir la carrera de ingeniero.8 Por desgracia, la voluntad paterna estableció también en ello una frontera: tras conseguir la denominada «prueba de madurez media», tuvo que cambiar el «Pedagogium» por la «Ecolé Supérieur de Commerce» de Neuchatel. El hijo resultaba algo refractario a todo ello —entretanto, el padre se había dado perfecta cuenta — pero se vio obligado a pesar de todo a establecer contacto con la doble teneduría de libros, los cheques y el intercambio, que proyectaron las correspondientes luces sobre el oficio del comercio.
Además del respeto a las opiniones del padre, le había acompañado también a Suiza el recuerdo de la tradición de la empresa paterna; una tradición que no podía interrumpir y a la que estaba dispuesto a sacrificarse. Entre padre e hijo se había creado, a pesar de la rígida y severa dictadura paterna, una relación entrañable, hecha del mayor afecto mutuo. Así como el hijo respetó en los años juveniles la voluntad del padre, en los años últimos del padre ocurrió lo contrario, a pesar de que el hijo había terminado por no ser comerciante, sino haberse dejado llevar por una labor idealista que mereció, en definitiva, el máximo respeto paterno. Ambos experimentaban por su parte la fuerza de una convicción interna; los imperativos de una tarea y la abnegación y entrega precisas para llevarla a buen término. Tales eran las medidas y normas por las que se rigió su mutua relación.
Si la «Ecole Supérieur de Commerce» no consiguió imponer, en definitiva, a mi padre en los secretos del «balance» y «la doble teneduría», aquellos años transcurridos en Suiza tampoco dejaron ninguna huella en su espíritu. Su disposición y habilidad para forjarse un propio mundo interior — que le acompaña en sus dilatados años de cautiverio — tuvo entonces su primera expresión.
También durante su estancia de aprendizaje en Hamburgo, prevista y preparada por su padre, obró como siempre le dictaba su conciencia: a pesar de que no le atraía en absoluto cuanto formaba parte de su actividad diaria procuró, según propias palabras ser «mejor primero que último.» Sin embargo, su verdadera atracción eran los libros: día y noche se entregaba a la lectura con verdadera pasión. Aquellos años estuvo asimismo poseído de un «fanatismo marino»; poseía abundantes catálogos y volúmenes y se había aprendido de memoria listas enteras de armadores, con las unidades, el tonelaje, la velocidad, etc. Al lado de su interés por los aspectos técnicos se ofrecía en ello un primer atisbo de preocupación política: al igual que el hijo de un alemán residente en el extranjero había asociado ya el concepto del Reich con la «bandera alemana», en los años de Hamburgo se acostumbró a asociar el valor alemán en el mundo con las dimensiones de la flota.
En el decisivo mes de julio de 1914, la familia Hess se encontraba en Reichcholdsgrün reunida para pasar unas semanas de vacaciones: mi padre y su hermano habían llegado de Hamburgo y sus padres de Alejandría (donde no les fue posible regresar hasta 1919).
El entusiasmo bélico de los primeros días de agosto di 1914, significó un punto final para las relaciones entre padre e hijo, en su carácter hasta entonces autoritario. Para el joven aprendiz de comerciante no hubo un segundo de duda: dejó que los estudios continuaran sin él y se alistó inmediatamente y contra el deseo del padre como «voluntario de guerra».
El sentimiento impetuoso que agitaba la entera Alemania, la patria, que era para él patria de sus antepasados y arrebatadamente querida desde el extranjero, hizo que olvidara cualquier otra cosa. Nada hubiera podido detenerle. Se dirigió a Munich, donde ingresó el 20 de agosto de 1914 como recluta de la sección suplementaria del 7o Regimiento de Artillería de Campaña, del que fue traspasado el 18 de septiembre al arma de infantería (Primer Batallón de reserva del Regimiento Bávaro de Infantería número 19. El día 4 de noviembre de 1914 entró en campaña y fue adscrito finalmente a la primera compañía del Regimiento Bávaro de Infantería número uno, llamado «del Rey». El 21 de abril de 1915 fue nombrado cabo y pocos días después, obtuvo la Cruz de Hierro de segunda clase, siendo promovido algo más tarde — el 21 de mayo de 1915— a la categoría de suboficial.
Su regimiento estuvo a la sazón destacado por espacio de varios meses en el Somme; en el invierno de 1915-16 pasó al Artois y en junio de 1916 lanzado a la batalla de Verdún. Ante el fuerte de Douaumont fue herido, el 12 de junio de 1916, por un casco de granada.
A mi padre le ocurrió lo que a tantos de los jóvenes alemanes de entonces, que se fueron al campo de batalla con el himno en los labios y el ardor en el corazón. La crueldad de las mortíferas batallas de material hizo que aquellos muchachos que apenas habían dejado atrás la adolescencia se convirtieran de pronto en hombres maduros.
Uno de los que fueron entonces sus camaradas en el Regimiento Bávaro de Infantería número 1 me ha explicado: «Tu padre pertenecía a aquellos que tras un breve conocimiento y tras intercambiar las primeras palabras era admitido como un auténtico camarada. No se apartaba un instante de sus hombres y muy pronto se convirtió en uno de los más acometedores soldados. Cuando se trataba de encontrar voluntarios para patrullas de reconocimiento o grupos de asalto, aparecía con frecuencia entre ellos. Durante los ataques era un ejemplo por su sangre fría y su escasa preocupación por sí mismo. Pero no sólo venerábamos a tu padre por su valor personal y su arrojo, sino por sus juicios y criterios sobre los hechos y situaciones de las que éramos protagonistas.»
Tras reponerse de las graves heridas sufridas en Douaumont, pasó a formar parte, el 4 de diciembre de 1916, del Regimiento de Infantería de Reserva número 18, como jefe de pelotón de la Décima Compañía. Le enviaron de nuevo en campaña, aquella vez a Rumania. Del 25 de diciembre de 1916 al 8 de enero de 1917, tomó parte en la batalla invernal de Rimnicul-Sarat y los decisivos combates de persecución; estuvo en la batalla del Putna y en los combates de posiciones del Sereth y fue herido de nuevo, aunque en esta ocasión levemente, por un fragmento de granada en el antebrazo izquierdo, en los Cárpatos transilvanos. En las luchas en el Moldava occidental y la marcha por las estribaciones carpáticas, cuando ponía cerco a Ungureana, un disparo de fusil le penetró en el pulmón izquierdo; en lucha con la muerte fue trasladado al hospital de campaña de Bezdivasarhely, justamente a tiempo para que pudiera salvarse. Siguió una convalecencia de varios meses; mientras se reponía llegó —el 8 de octubre de 1917— su nombramiento como teniente.
Así como había tenido suerte a raíz de su segunda grave herida —una suerte de apenas un centímetro, puesto que de alojarse un poco más allá la bala le habría matado—, el hecho tuvo asimismo en otro sentido una repercusión feliz para él: considerado a partir de entonces no apto para su servicio en infantería, fue trasladado, tras una solicitud largamente expresada, a los servicios de vuelo.
Siguió una brevísima instrucción, en la primavera y el verano de 1918 (Escuela de Aviadores número 4) y en octubre de 1918 fue destinado a la escuadrilla número 35, y, finalmente, al servicio de vuelo, tomando parte en los últimos combates aéreos de la Primera Guerra Mundial, del 1 al 10 de noviembre, sobre Valenciennes. Tras el armisticio, la escuadrilla fue pronto disuelta: se le concedió permiso para regresar a Reicholdsgrün y el 13 de diciembre, «licenciado sin destino del servicio militar activo», tal como decía el documento oficial.
La guerra había terminado y quienes habían salido hacia el frente con las banderas desplegadas, regresaban —aquellos que sobrevivían— derrotados y endurecidos. Lo que experimentó mi padre en su interior al enterarse de las brutales exigencias del armisticio, sólo puedo intuirlo. En una carta escrita más tarde —en el año 1927— a una prima, expresó retrospectivamente algunos de aquellos sentimientos.
«Sabes que sufro por la situación a que se ha llevado a nuestra nación antes tan orgullosa. He luchado por el honor de nuestra bandera allá donde un hombre de mi edad tenía que luchar, allá donde resultaba más duro, entre la suciedad y el barro, en el infierno de Verdún, de Artois, y allá donde tenía que ser, arrostré el peligro de la muerte en todos sus aspectos, me sacudió durante jornadas enteras el estrépito del fuego, dormí en un hoyo donde yacía el cadáver de medio francés, pasé hambre y sufrí, como los luchadores del frente sufrieron y pasaron hambre. ¿Tiene que haber sido todo ello en vano? ¿Y los sufrimientos de las personas decentes, en la Patria, tienen que haber sido igualmente vanos? Sé por ti misma lo que vosotras, las mujeres, hicisteis. No; de haber sido inútil, lamentaría que el día en que fueron conocidas las duras condiciones del armisticio y su aceptación, no me hubiera atravesado un proyectil la cabeza. Si no hice los posibles porque así fuera, fue con esta única esperanza: «Puedes todavía tener tu parte en la evolución del destino.»
La fe y la voluntad en «la evolución del destino» fue, a partir de aquel instante, su pensamiento predominante. En la Alemania del invierno 1918-19, sacudida por alzamientos comunistas y atormentada por «consejos de obreros y soldados», reconoció que a pesar de todos estos elementos de derrota, existían todavía posibilidades para su país y su pueblo. Su principal anhelo fue oponerse con todas las fuerzas a la visible situación de servidumbre en que había quedado Alemania: un anhelo que se trocó, paulatinamente, en irritación y concentrada ira.
* * *
La derrota y la subversión de Alemania afectaron también profundamente las relaciones familiares de mi padre. La razón social Hess y Co. de Alejandría fue expropiada, mi abuelo, de sesenta años, tuvo que reconstruirla con grandes sacrificios y no pudo ofrecer así a su hijo un apoyo económico.
Sobre aquellas semanas he encontrado en los papeles de familia indicaciones de que mi padre, en enero de 1919, telegrafió a Potsdam en solicitud de un puesto de servicio: «Ruego información sobre si necesitan instructor aviador, con experiencia del frente.» La respuesta fue igualmente lapidaria: «Todos los puestos de instructores de aviación están ocupados.» Hubo otro intercambio de cartas con Berlín: un conocido de Egipto, que ocupaba un puesto en el ministerio del Exterior, informó sobre la solicitud de mi padre sobre la creación de cuerpos francos para «Defensa de nuestra marca del Este».
Fracasaron públicamente también, en febrero de 1919, sus planes militares, de tal manera que mi padre se dirigió a Munich, para inscribirse en la Universidad como estudiante.
Era aquel un Munich convertido en un hervidero: entre la generación del frente se preparaba el levantamiento contra el dominio de la ciudad por los consejos. Mi padre —que estaba obligado a ganar su propio sustento— no solamente fue empleado por un antiguo camarada de guerra en la pequeña empresa «Munchner Wohnungskunst GmgH.», ejerciendo con ello una actividad remunerada, sino que entró también mediante el jefe de la empresa en contacto con un importante círculo de correligionarios: la sociedad «Thule». Con estos camaradas formó, en los almacenes de la razón social y también en los locales de la sociedad, un verdadero arsenal que jugaría su papel en las luchas decisivas para la liberación de Munich.
Cuando el choque con el gobierno de los consejos llegó a su punto culminante, con el tronar de los cañones en el perímetro exterior de la ciudad, a cuyas inmediaciones llegaban ya las tropas del gobierno procedentes de la Alemania del norte y Wurtemberg, así como el Cuerpo Franco bávaro de Epp, fueron asesinados siete miembros de la sociedad Thule, entre ellos una mujer, la condesa Westarp. Mi padre escapó entonces por milagro de la detención y el fusilamiento e incluso llegó a conseguir, mediante un golpe de mano, un cañón que el Cuerpo Franco en retirada había tenido que abandonar en el Altheimer Eck, uno de los reductos rojos situados en el centro de la ciudad.
Cuando las luchas en Munich terminaron, mi padre llevó a cabo los planes trazados ya en Reicholdsgrün e ingresó por cinco meses en el «Cuerpo Franco Epp» (5.a Compañía de Alarma) como voluntario temporal.
Por aquella época se inició asimismo un contacto que sería de fundamental importancia para la trayectoria siguiente de mi padre: su jefe en la «Wohnungskunst GmbH.» le presentó al general Karl Haushofer, que era una personalidad extraordinaria: general del Estado Mayor bávaro, había efectuado con anterioridad a la primera guerra mundial numerosos viajes al Asia Oriental y obtenido, después de tres años de estancia en Japón, extraordinarios conocimientos políticos y geográficos.
Coincidente con Ratzel y en unión del profesor sueco Kjellen, desarrolló Haushofer nuevas ideas sobre la geografía política, sintetizadas bajo el concepto de «geopolítica». En la primavera y verano de 1919 —Haushofer estaba aún encargado de misiones militares —se preparó para su carrera académica y en el año 1921 fue llamado a una cátedra de la Universidad de Munich. En el joven teniente Hess no sólo encontró Haushofer un interesante oyente, sino también un decidido interlocutor. Para mi padre, aquellas conversaciones fueron el primer paso del pensamiento político instintivo al concreto y para ambos hombres, constituyeron el principio de una auténtica amistad que se prolongó durante un decenio.
Todos aquellos acontecimientos y circunstancias habían hecho que los estudios universitarios quedaran en un segundo término. Como se deduce de algunas de sus cartas de entonces, no por ello los abandonó. Además de las asignaturas que más le interesaban, se había decidido también por las leyes y la economía: una última concesión al padre y a la «Hess & Co. siempre amenazadora en el horizonte».
En la primavera de 1920 volvió a producirse una interrupción, cuando fue llamado a prestar servicio en el aeródromo de la Reichswehr de Sleissheim, a raíz del alzamiento de los espartaquistas en la región del Ruhr, el 29 de marzo de 1920. Una semana más tarde voló —tal como atestigua su documentación militar— para llevar un aparato a la «Escuadrilla Háfner», en la región del Ruhr, y terminó así su servicio militar Queda lacónicamente informado así en la lista del escalafón de guerra: «Separado el 30 de abril de 1920.»
* * *
Debió ser por aquella misma época cuando —al lado de Haushofer— una segunda personalidad influyó en la vida de mi padre. Según el relato de mi madre, fue durante un acto oratorio, en la sala de actos de la «Sternecker Brau», en el Münchener Tal, donde el estudiante Rudolf Hess oyó hablar por vez primera a Adolfo Hitler. Casi inmediatamente se sintió atraído por él.
Unos dos años después, remitió a un concurso convocado por la asociación estudiantil, patrocinado por un alemán del extranjero que vivía en España, un trabajo, que no solamente fue importante por haber obtenido el primer premio, sino más aún: porque —sin citar el nombre de Hitler— describía las reflexiones y esperanzas que habían hecho que mi padre se convirtiera en uno de los primeros partidarios de aquel hombre.
El tema era el siguiente: «¿Cómo tiene que ser el hombre que devuelva Alemania a su nivel?» Mi padre respondió aquella pregunta, en la que se caracterizaba precisamente la situación alemana a la sazón:
«Si queremos buscar lo probable para el futuro, tenemos que mirar atrás, en el pasado. La historia se repite a grandes rasgos. El desencadenamiento de idénticas enfermedades hace que los políticos formados sean igual a médicos.
¿De qué sufre el pueblo alemán?
Ya antes de 1914, el cuerpo no estaba sano. Los trabajadores intelectuales y los manuales aparecían enfrentados, en vez de obrar conjuntamente. El intelectual contemplaba con una cierta soberbia al manual. En vez de dar líderes de sus filas, dejó a los otros abandonados a sí mismos, como pasto propicio a unos cabecillas que aprovecharon las injusticias para hacer mayor el abismo.
Se tomaron el desquite cuando tras el enorme esfuerzo de los cuatro años de guerra, fallaron de pronto los nervios. La derrota fue en primer lugar obra de aquellos líderes y los apoyos que encontraron entre el enemigo. Desde entonces, Alemania aparece presa de la fiebre. Apenas se mantiene en pie. Una hemorragia en sus principales arterias, como consecuencia del Tratado de Versalles; una administración dilapidadora, con las cajas vacías, y una circulación fiducidaria enfebrecida, con una grotesca desvalorización del dinero. Entre el pueblo, brillantes fiestas al lado de una miseria clamorosa; buena vida al lado del hambre, usura al lado de la propiedad y la honradez. Las últimas fuerzas parecen haber desaparecido.»
Describía así al «hombre» capaz de dominar aquella situación:
«Con sus discursos lleva a los obreros hacia el nacionalismo, destruyendo la ideología internacional-social del marxismo. En su lugar presenta el concepto nacional-social. Además, educa a los obreros manuales como a los llamados intelectuales: el interés general tiene que superar al interés personal; primero la nación y luego el «yo» personal. Esta conjunción de lo nacional con lo social es el eje de nuestro tiempo, como fueron las reformas del barón Von Stein antes de las guerras de liberación. El jefe tiene que recoger las ideologías sanas de su tiempo y transformarlas en unas ideas incendiarias que vuelvan a ser efectivas entre las masas.»
«Una gran pasión política es el más valioso tesoro; el corazón pusilánime de la mayoría de las gentes ofrece escaso espacio para ello. Feliz el linaje al que una necesidad impone una noble ideología política, grande y sencilla, comprensible para todos y aprovecha todas las otras ideas de la época.»
(Treitschke)
También los pensamientos de Haushofer eran identificables en algunos párrafos:
«El destino de un pueblo se determina por la política sobre la economía. Todas las reformas internas, todas las medidas económicas serán inefectivas mientras estén en vigor los tratados de Versalles y St. Germain. El hombre guía, político-geográfico, deberá tener un concepto general del mundo. Conocer a los pueblos y sus influyentes particularidades. Según las necesidades y circunstancias, tendrá que pisar con botas de coracero o anudar hilos con dedos cautos hasta en el quieto océano.
»Su tarea más destacada será el restablecimiento de la dignidad alemana en el mundo. Saber lo que es imponderable; saber que la antigua bandera bajo la cual se desangraron millones en la fe por su pueblo, tiene que volver a ondear; saber que hay que llevar a cabo la lucha contra la mentira de la culpabilidad con todos los medios. El fuerte sentido nacional en el interior, la fe en sí mismo, fortalece a un pueblo tanto como la salvación del honor en el exterior.»
El trabajo premiado terminaba como una llamada con versos de Dietrich Eckart:
«Todavía no sabemos cuándo el «hombre» intervendrá para efectuar la salvación. Pero millones tienen la intuición de que aparecerá. Habrá llegado el día cantado por un poeta:
Ataque, ataque, ataque.
Suenan las campanas de torre en torre.
Llaman a los hombres, los ancianos, los niños
Llaman a los durmientes en sus estancias
Llaman a la muchacha que desciende la escalera,
Llaman a la madre que está junto a la cuna
Tienen que retumbar y resonar en el aire
Enfurecerse entre los truenos de la venganza
Llamar a los muertos de su sepulcro.
¡Despierta, Alemania!»
(Dietrich Eckart)
* * *
Entretanto, y para facilitar los estudios de mi padre, afectados por la desvalorización creciente del dinero, una hermana de su padre que vivía en Suiza, había decidido remitirle mensualmente cien francos oro. En los tiempos de la avasalladora inflación alemana, aquello permitía llevar un tren de vida efectivo, aunque sin grandes lujos. Así es que pudo despedirse de la «Munchener Wohnungskunst GmbH», aunque no sin proporcionar al jefe amigo una experta sucesora en la persona de su posterior esposa, mi madre. La tía de Suiza estaba muy lejos de sospechar que en el abundante tiempo libre conseguido, mi padre se dedicaría más a la política que al estudio.
Sobre el principio de esta actividad, ha aparecido al efectuar la investigación de los documentos de aquel tiempo en los archivos oficiales bávaros, una carta de mi padre con fecha del 27 de mayo de 1921. Fue dirigida al presidente del consejo de ministros, Von Kahr. De ello se extrajo que había acompañado ya a Hitler en una audiencia concedida por el presidente del Consejo; en esta carta solicitaba mi padre la confianza de Kahr, ya que escribía lo siguiente sobre la posición política de Hitler:
«El punto central es que Hitler se halla convencido de que solamente es posible un restablecimiento de la postura mundial de Alemania si se consigue atraer a la gran masa, en especial a los trabajadores, hacia lo nacional. Pero esto es solamente concebible con un socialismo razonable y honrado. Por de pronto, antiguos elementos comunistas y miembros del USP han ingresado en considerable número en el «Partido Obrero Alemán Nacionalsocialista». Al final de un arrebatador discurso de Hitler pronunciado en el Circo Krone, unos dos mil comunistas cantaron, de pie, el himno alemán. Las diferencias de clase se han superado y el obrero manual alterna en las asambleas con los oficiales y los estudiantes. Para mí, que como alemán nacido en el extranjero, detesto todos los partidos, este movimiento representa el «partido sobre los partidos», que está llamado a un gran futuro. Conozco muy bien personalmente al señor Hitler, puesto que casi cada día converso con él y también me siento muy próximo a él como persona.»
Al final decía:
«Para dar a mis palabras algún peso más, ruego a Su Excelencia que, en caso de desear informes sobre mí, tenga a bien solicitárselos al general, profesor doctor Haushofer, con el que me une una estrecha amistad.»
La siguiente intervención de mi padre en el acontecer político fue de naturaleza más violenta: pertenecía a la «Defensa de salas del NSDAP», antecesora de las «Secciones de Asalto». En tal condición, tomó parte en el ya famoso encuentro en la cervecería «Hofbrauhaus», de Munich, el 4 de noviembre de 1921, y fue herido, inclusive. Sobre aquel hecho escribió Hitler con posterioridad que aquella noche «había aprendido a conocer verdaderamente a Rudolf Hess».
Más tarde organizó en la Universidad de Munich un «Grupo estudiantil del NSDAP», del que fue jefe hasta los acontecimientos del 8 y 9 de noviembre de 1923. Acontecimientos en los que llevó a efecto una misión especial: tuvo que custodiar, la noche del 8 de noviembre, a los ministros bávaros detenidos en la «Bürgerbräu». Efectuó la tarea de una manera muy cortés. En un libro aparecido recientemente, donde se hace historia de dichos acontecimientos, puede leerse;
«La jefatura de la «Kampfbund» sabía exactamente porqué confió aquel pelotón a un antiguo teniente aviador procedente de una familia de la gran burguesía, que apareció casi tímidamente ante sus prisioneros. A ninguno de los rehenes le ocurrió nada grave.»
De todos modos, aquel episodio tuvo una consecuencia: en un proceso paralelo al gran «Proceso de Hitler», fue mi padre condenado, a finales de abril de 1924, y en unión de cuarenta participantes en el «putsch» de noviembre, a pena de reclusión en la fortaleza de Landsberg.
Siguieron casi tres cuartos de año de forzada holganza, que supo aprovechar de todos modos. Al lado de estudios para la explicación de un curso y actividad deportiva —había montado en el jardín de la cárcel un dispositivo para efectuar saltos de altura—, sostuvo conversaciones con Hitler, que, como es sabido, se hallaba entonces atareado en la redacción del «Mein Kampf».
En aquella época, mi padre escribió a máquina, al dictado de Hitler, el manuscrito del «Mein Kampf». Efectuó, tras cada una de sus conversaciones privadas con Hitler un borrador privado; tan sólo después fue encargado de repasar las correcciones del «Mein Kampf».
* * *
Tras la liberación de Landsberg, en la noche de San Silvestre de 1924, mi padre tuvo que tomar una decisión difícil: el profesor Haushofer ofreció al recién salido de la cárcel, un puesto de ayudante en ciencias, que mi padre aceptó primeramente. Pero cuando, a mediados de febrero de 1925, permitió el gobierno bávaro la nueva fundación del NSDAP y Hitler le ofreció el puesto de secretario particular, se decidió por Hitler. Fue éste un paso que Haushofer no le perdonó por entero. Aunque la geopolítica atraía mucho a mi padre, aunque veneraba y apreciaba al anciano caballero, tan lleno de ciencia y sabiduría, la dinámica y el impulso del joven movimiento político, ejercían una intensa fuerza de atracción sobre él. Terminó sus estudios y se entregó de lleno a su nueva tarea. Iba con Hitler de reunión en reunión —muy pronto los recorridos se extendieron a la entera Alemania—, escribía, organizaba y planeaba conjuntamente con él.
La empresa «Hess & Co.» de Alejandría —a pesar de su reconstrucción— desapareció de su existencia; la vida de aquel hombre de treinta años estaba fundamentada y decidida de otra manera. Podía llevar a cabo los deseos tantas veces reprimidos. En los documentos familiares que todavía se conservan se encuentra una carta, fechada el 20 de noviembre de 1927, dirigida a sus padres, en la que les anuncia su boda prevista para el 20 de diciembre y se hace constar lo siguiente:
«Pero os hablo de boda y viaje de bodas, sin que sepáis siquiera que vuestro hijo mayor piensa casarse. ¿O acaso no tenía que habéroslo dicho? Sin duda, habíais ya contado con que un día me casaría con la buena camarada de tantos años, con la compañera de escaladas y práctica de esquí, con la compañera en los días buenos y malos del tiempo pasado, con le visitante de la cárcel, que me aportaba los domingos un cambio en la monotonía de la vida de cautiverio, con aquélla que era objeto de todos mis pensamientos y acciones, con Use Pröhl, en una palabra. Con ella entro en el puerto del matrimonio: es ese puerto cuyos escollos conozco tras años enteros de estar juntos, como el piloto las aguas, que recorre durante la tempestad y la calma. Por demás, no preciso haceros una larga descripción de «ella»; la conocéis. No necesito convenceros, como un buen hijo, de que es un ángel y por qué es un ángel. O para repetir la imagen utilizada por Schopenhauer en una de sus cartas, aclararos, porque estoy convencido de «haber pescado la mejor anguila en un saco de culebras». Que esta anguila sea seis años menor que yo, tranquilizará sin duda a mi padre, dada su actitud ante este problema. No esperamos necesariamente —la anguila y yo— el cielo en la tierra en todo momento, pues estamos demasiado maduros para ello, pero sí cuanto pueden conseguir dos personas que se conocen y que se aman como no se han conocido otras personas antes del matrimonio y que están decididas a recorrer juntas el camino de la vida…, esto es, con frecuencia, más hermoso que el «cielo» en un sentido estricto. Con el cielo en el sentido corriente no tenemos que ver mucho ninguno de los dos, puesto que no tenemos ninguna relación con las confesiones actuales…, acaso por sentirnos ambos profundamente religiosos. No conocemos aquí ningún sacerdote que coincida con nuestra concepción. Por ello hemos efectuado nuestro matrimonio para nosotros, con Dios y rechazado todas las formalidades externas…»
Sus temores sobre si los padres aceptarían aquel sorprendente escrito, resultaron infundados. El padre envió inmediatamente sus felicitaciones; la madre escribió con una retrospectiva alusión llena de humor al alistamiento voluntario efectuado al estallar la guerra:
«Cuando en el año 1914 fuiste soldado de Infantería, nos escribiste: “: “Alegraos conmigo; soy de Infantería.” Como padres, recibimos la noticia con escasa alegría, pero pusimos buena cara a aquel grave juego. Tu carta actual termina igualmente con las palabras: “Alegraos conmigo…” En la presente ocasión, lo hacemos de todo corazón.»
El 20 de diciembre de 1927, los dos hombres que había escogido como maestros, fueron sus testigos: Adolf Hitler y el profesor Karl Haushofer. Una fiesta nupcial celebrada en casa del conocido editor de Munich, Hugo Bruckmann, entre un estrecho círculo de amistades, cerró el día que consagró la unión de dos personas que no podían sospechar entonces los acontecimientos adversos a que se vería sometida su unión; unión que ha capeado todos los temporales y no sólo ha crecido, sino que se ha hecho más profunda. Es hoy mucho más fuerte que entonces.
* * *
Los años siguientes, hasta el 30 de enero de 1933, aportaron, como los transcurridos anteriormente, innumerables viajes, asambleas, encuentros violentos, esperanzas, decepciones, derrotas y victorias. Aquéllas eran las señales de una ardua lucha política, llevada con fe fuerte e indomable en la victoria de las propias convicciones, estimuladas y apoyadas por los crecientes triunfos.
Es de hacer notar también que mi padre no había abjurado como «secretario» de su antigua pasión por el vuelo, sino que lo practicaba en su aspecto deportivo como pionero. Pertenecía a los primeros «aviadores privados» de Alemania, tras haber conseguido de la editora del periódico del Partido y con finalidades de propaganda, la adquisición de un «Messerschmitt 25», en cuyo fuselaje podía leerse, con grandes caracteres, «Völkischer Beobachter», y cuyos mandos ocupaba el «secretario» volante. Mi padre consiguió convencer a Hitler para no trasladarse a las asambleas o mítines en tren o en automóvil, sino utilizar el «vehículo aéreo», como lo denominaba, para ahorrar tiempo. Pero la técnica imperfecta —de acuerdo con los niveles actuales— de los aviones deportivos, los escasos medios auxiliares para la navegación y el desconocimiento de las condiciones atmosféricas de ello resultante, hacían que mi padre llegara a los lugares previstos después de innumerables aventuras y con considerable retraso o bien le obligaban a aterrizar en lugares no previstos para ello. Hitler llegó a decir un día, irónicamente, a su «loco volador»: «Cuando vuelva a hablar en Hamburgo, le dirigiré a usted a Colonia y en tal caso existirá por lo menos una probabilidad de que tropiece con usted en Hamburgo.» Semejante ironía espoleó el amor propio del aviador, que se esforzó en demostrar a partir de entonces que podía llegarse a Hamburgo cuando se quería ir a Hamburgo. Pero los éxitos permanecieron inciertos, según los deseos del tiempo, el motor o diversas circunstancias.
Mi padre aspiraba también a llevar a efecto grandes designios deportivos; llegó a pensar en replicar a. la primera travesía del Atlán33
tico por Lindbergh, en 1927, con un vuelo desde Europa a América; todavía en el año 1932 —el año decisivo desde el punto de vista interior— obtuvo el segundo premio, que fue el primero en 1934 en la prueba para aviones deportivos «en torno al Zugspitze»10. Su mayor hazaña aérea fue también la última: el vuelo solitario a Inglaterra en la noche del 10 al 11 de mayo de 1941.
* * *
Las fechas de la trayectoria pública de mi padre constan en todas las obras de consulta: a las pocas semanas de que Hitler, como jefe del mayor partido alemán a la sazón, fuera llamado a la cancillería del Reich, había encargado a su «secretario» de una importante tarea, al nombrarlo, tras la denominada crisis Strasser, presidente de una «Comisión Política Central del NSDAP», recién creada.
Cómo mi padre valoraba su trayectoria ascendente quedó de manifiesto, ya en aquel diciembre de 1932, en la respuesta que dio a las felicitaciones por su cargo:
«Hacer carrera está emparentado con el «hacer dólares» americano. «Haz dólares, hijo mío, si puedes, honradamente…, pero de todos modos, haz dólares.»
El que hace carrera está con frecuencia muy cerca del chanchullero. Está más próximamente emparentado con el seductor que con el que verdaderamente sabe.
Frecuentar compañías, atar relaciones, aprovechar estas relaciones: estos son los medios del que hace carrera. Se puede bailar carrera, cenar carrera, beber carrera, impulsar carrera hacia arriba, hacerla descender, intrigar hacia arriba y hacia abajo, casarse con carrera y hasta incluso dormir carrera…
«Hacer una cosa por propia voluntad» y hacer carrera se lleva mal una cosa con otra. El que hace carrera lleva a cabo las cosas en pro de ella.
Ante el que hace carrera se halla situado aquél que debe todo a su carácter ascendente. Efectúa su deber, sin pararse a considerar el resultado que tendrá sobre su carrera. También puede cuidar la sociabilidad, si así lo desea; puede bailar, amar, fumar en compañía de otros caballeros, casarse…, pero nunca con el pensamiento puesto en la carrera, sino en primer lugar en aquello que sirve.
Llegar a la cumbre fresco y descansado: he aquí la ambición del que hace carrera y que trata de conseguir a todo trance puesto en el funicular. El otro, en cambio, asciende por su propio esfuerzo: «Llega más alto aquél que no sabe dónde sube.» Aquél que no escoge las etapas de la carrera como punto de orientación, sino que sigue al impulso interno para alcanzar la verdadera creación.»
Tras la toma del poder por Hitler, el 21 de abril de 1933, pasó del puesto de «Presidente de la Comisión Central» al de «Lugarteniente del Führer del NSDAP», al que siguió el nombramiento hecho todavía por el presidente Hindenburg de «ministro del Reich sin cartera». La tarea de mi padre permaneció invariable: tuvo que dirigir en representación de Hitler al Partido Nacionalsocialista, convertido en partido estatal. Con su iniciativa de paz en mayo de 1941 rebasó ampliamente su «competencia». Que tras haber llevado a efecto aquella acción aventurera, con evidente peligro de su vida y tratando de poner fin a los hechos bélicos, fuera condenado en el proceso de Nuremberg por un presunto «crimen contra la paz» —y solamente por ello— es una de las más amargas «majaderías» que marca la historia de nuestro siglo.
En su declaración final ante el tribunal de Nuremberg, mi padre dijo:
«No me arrepiento de nada. Si volviera a estar al principio, actuaría como lo hice. Incluso si supiera de que al final ardería una hoguera para mi muerte en las llamas. Poco importa lo que hagan los humanos; algún día me sentaré ante el Juez Eterno; ante El me responsabilizaré y sé que me declarará inocente.»
Hoy han transcurrido más de dos décadas desde que fueron pronunciadas estas palabras; más de veinte años largos transcurridos tras gruesos muros, en la celda de una prisión.
No han podido doblegarle, no han podido quebrantarle; sigue con la fe puesta en su derecho rígido y correcto. Rechaza pedir gracia. Y a quienes le encadenaron, les responde: «Mi honor es para mí algo más alto que la libertad.»
Volf Rudiger Hess
NOTAS:
1 Véase el epílogo del libro.
2 Estos datos proceden de un “Árbol genealógico de la familia Hess”, en cuyo texto de “ Wilhem Hess, hijo de Michael Hess”, se dice con el estilo de la época que “de todo corazón” se desea “que la amada Patria obtenga por largo tiempo hombres y mujeres alemanes. Así lo quiera Dios.”
3. A ellos se refieren las alusiones que en las cartas de Spandau se hacen a los “antepasados suizos”, a los que pertenecía el famoso pedagogo Pestalozzi.
4. Ver carta del 14.III.1954. (“Prisionero de la paz”). En el año 1908 nació una niña.
5 La doble ese tiene un carácter propio en alemán, procedente del alfabeto gótico. (N. del T.)
6 Personajes de las novelas de Karl May. (N. del T.)
7 Véase carta del 24.11.1954.
8 Ídem.
9 Sobre la carrera militar de mi padre informo tan sólo de una manera fragmentaria y esquemática, según los datos que he podido procurarme. En una carta dirigida a Spandau le rogué respuesta sobre algunas preguntas que le hice sobre hechos y sucedidos lejanos y obtuve una contestación marcadamente afectuosa: los recuerdos de la juventud y los años adultos le conmovían tanto, según me escribió el 17 de diciembre de 1966 “que la vuelta atrás de la memoria me causa daño, en el estado en que me encuentro. Me resulta tan doloroso, que evito pensar en ello y he conseguido tender un velo que evito tocar en lo posible. Os ruego que tengáis comprensión por ello si no respondo a diversas preguntas que me habéis hecho en la última carta. No se compagina bien haberse sumido en semejante tabú y luego tratar de quebrantarlo. ¡Nada de experimentos!
Y añade que la palabra “sonríe”, que tan a menudo aparece entre paréntesis en los párrafos de sus cartas para indicar su visión irónica de alguna cuestión, se refiere a veces a circunstancias que ni para él ni para nosotros tienen nada de agradable. (N. del A.).
10 La montaña más alta de Alemania. (N. del T.)

miércoles, 21 de agosto de 2019

Cierran una atracción por el parecido de sus brazos articulados con esvásticas nazis

Una atracción del parque Tatzmania Löffingen, ubicado en el suroeste de Alemania, se cerró el pasado 16 de agosto, a raíz de que sus brazos articulados despertaran la indignación de muchos usuarios, que los vincularon con esvásticas nazis.
La denuncia del parecido con el símbolo nazi se volvió viral en las redes sociales, donde muchas personas publicaron imágenes de la atracción que fue nombrada ‘Vuelo de ágila’.
El parecido despertó la indignación en las redes sociales

Según informan medios locales, el propietario del establecimiento decidió poner fin a la polémica y cerró la atracción, a la vez que aseguró que no había notado el parecido y pidió disculpas por haber herido sensibilidades. En Alemania, la exhibición de símbolos nazis es ilegal y está penalizada con hasta tres años de cárcel, exceptuando los casos relacionados con la educación, la historia y la investigación.

Fuente

¿Qué pasó con Rudolf Hess?

Rudolf Hess junto a la caseta de emergencia montada en el jardín de la prisión de Spandau para descanso del prisionero durante sus paseos por el mismo y, donde semanas después, fue estrangulado con un cable eléctrico.

Estos días se recuerda, incluso en las páginas de “El Correo de Madrid”, la muerte del último personaje de relevancia de la Segunda Guerra Mundial: Rudolf Hess, lugarteniente de Adolf Hitler. Oficialmente, Hess se suicidó pero esto no fue más que la declaración de las cuatro potencias que lo custodiaban.

Cosas como éstas, y parodiando al poco conocido anarquista español Juan García Oliver, son las que hacen falta falta para una verdadera “gimnasia de independencia mental” en estos tiempos que corren.
Esto es especialmente necesario en la España de hoy que, azotada como está por unas leyes de “memoria histórica”, cuyo fin es inventar la historia para controlar los valores y las opciones de las generaciones futuras, piensa que el fenómeno es exclusivamente español. En realidad hay más bien una “ley de memoria universal” que impide pensar, investigar e incluso opinar sobre la historia del mundo, y en especial sobre la historia occidental del siglo XX.

Algunas preguntas necesarias y concretas sobre el tema que hemos traído a colación son las siguientes: los archivos del caso Hess, supuestamente a disposición del público en 2017, ¿porqué se demoró su apertura? Otra más. ¿Era necesario mantener a un anciano de 93 años en una prisión de máxima seguridad custodiado por fuerzas militares de las principales potencias de la Tierra? Si estaba demenciado y llegó a comer en sus últimos años como los animales en el suelo, ¿qué había que temer? En definitiva, ¿hay algo más que no nos están contando?
Hoy día, para cualquier persona medianamente informada (no digamos ya para los historiadores), es imposible escribir sobre Hess sin un testimonio principal y otro secundario. El primero es el del enfermero tunecino Abdallah Melahoui, encargado de los cuidados personales de Hess durante sus últimos años y presente el día de la muerte de Hess; el segundo, en función del anterior, el texto escrito por el hijo de HessWolf Rudiger Hess, que puede encontrarse en en internet en inglés. El libro de Melahoui fue publicado en español en 2014 por Ediciones Ojeda y lleva por título “Yo miré a sus asesinos a los ojos. La muerte de Rudolf Hess” (del mismo autor quedan entrevistas en youtube, incluso después de la purga realizada por los propietarios del célebre portal); el libro del hijo se titula “My father Rudolf Hess” y se publicó su primera edición en octubre de 1987. Es necesario decir que las acusaciones lanzadas por W.R. Hess se basaron esencialmente en el testimonio de Melahoui y en la convicción de su hijo de que su padre era incapaz de suicidarse.
Portada del libro de Abdallah Melaouhi, cuidador y enfermero de Rudolf Hess
Todos los ejemplares de esta obra editados por Ediciones Ojeda, fueron secuestrados por la Fiscalía del Odio en 2016 y devueltos hace pocos días a Pedro Varela, por no encontrar en sus textos delito alguno.

El libro de Melahoui resulta apasionante y, por las limitaciones de un breve artículo, solo apuntaremos algunas de las ideas expuestas por este sencillo y valiente tunecino. Hess no estaba ni mucho menos demenciado ni deprimido, como dicen, y por ello, entre otras cosas, Melahoui explica que era imposible que se suicidara. Por otro lado un hombre como Hess, castigado duramente por la vejez, que apenas podía andar ni coger una taza de te sin problemas a causa de la artritis en las manos, era imposible que se ahorcara. El libro de W.RHess muestra fotos de la autopsia realizada por el doctor Spann, que evidencia claramente que las heridas en el cuello son claramente incompatibles con la muerte por ahorcadura, un clásico en los libros de medicina legal y forense.
Pero Melahoui dice más: aquél día de 17 de agosto de 1987, alertado por una llamada del guardián militar británico, se personó pese a numerosos obstáculos, junto a Hess para cumplir con su trabajo de enfermero. Llegó cuando Hess llevaba muerto en el suelo tan solo unos 30 minutos. Se encontró con el único centinela que Hess, en 46 años, pidió que fuera sustituido por ser descortés y claramente hostil. Además encontró a dos individuos de mirada fría, en uniforme militar americano pero que se veía que no estaban acostumbrados a llevarlo por no cumplir estrictamente el reglamento. Melahoui temió por su vida pero hábilmente consiguió zafarse y hacer como que no sabía que estaba sucediendo.
Que Hess había sido asesinado, explica Melahoui, era un secreto a voces en los días posteriores a los hechos, entre el personal encargado de su custodia. En su libro, el tunecino muestra lo ridículo de las numerosas versiones oficiales y demuestra que se sostienen más por la propaganda que por la fuerza de los hechos.
El hijo de Rudolf HessWolf Rüdiger, junto al cadáver de su padre.
¿Qué había sucedido entonces? No será este artículo el que saque de dudas al lector, que tendrá que hacer su propia investigación independiente.
Solo añadiré que Hess estuvo siempre convencido de sus actos. Ante el mismísimo Tribunal Militar Internacional de Nürenberg declaró: “Si volviera estar al principio, actuaría tal y como lo hice. Incluso sabiendo que al final del camino encontraría una hoguera encendida de fuego para mi muerte. Poco me importa lo que me hagan los hombres; algún día estaré ante el Juez Eterno, ante Él me responsabilizaré y se que Él me declarará inocente”Melahoui, que muestra en su libro la cara humana del personaje, no  apunta ni por un momento que Hess hubiera cambiado de opinión.
¿Qué pasó realmente entonces con Hess? Es evidente que “alguien” no quiere que algo se sepa. Los datos son tan abrumadores que no es posible escurrir el bulto apelando al manido tópico de la “conspiranoia”. De hecho, a todos los que investigan estas cosas les suceden “cosas” también. La editorial Ojeda, que publicó en español el libro de Melahoui, espera un proceso judicial por “incitar al odio” y otros anatemas metafísicos parecidos. Pero la realidad deja bien a las claras que lo que se persigue son ciertas opiniones, con la excusa de que a modo de futurible, podrían ocasionar delitos más convencionales. La argumentación no se sostiene, desde luego, máxime cuando otras opiniones de las que podría decirse las mismas cosas campan por sus respetos, incluso con la ayuda de fondos públicos. Véanse, si no, las ruedas de prensa de terroristas, los sindicatos “de clase” o el odio antiespañol en Cataluña ¿Por qué hay tanta libertad para ciertas cosas y tan poca para otras?
Haga el lector su propio recorrido porque todavía quedan resquicios para hacerlo. Pero ante todo no se crea nada, absolutamente nada, de lo que los medios y el poder repiten como cotorras.
EDUARDO ARROYO (18.08.2019)

viernes, 2 de agosto de 2019

El retorno de la leyenda negra y Roca Barea

La autora de ‘Imperiofobia’ no es rigurosa en su uso de las fuentes y enardece a sus lectores con frases difícilmente escritas por una historiadora.
EDGAR STRAEHLE
Representación de la llegada de Hernán Cortés a Veracruz / Mural de Diego Rivera en el Palacio Nacional de México.
“Ciertos pueblos, como el ruso y el español, están tan obsesionados por sí mismos que se erigen en
único problema: su desarrollo, en todo punto singular, les obliga a replegarse sobre su serie de
anomalías, sobre el milagro o insignificancia de su suerte”.
Émile Cioran. La tentación de existir
“Dice un conocido refrán que no hay mayor mentira que una verdad a medias. Mentir con la verdad no
deja de ser mentir”.
María Elvira Roca Barea. Imperiofobia
El regreso de la Leyenda Negra
El resonante éxito cosechado por Imperiofobia y Leyenda Negra(1)de María Elvira Roca Barea atestigua que la Leyenda Negra sigue despertando un gran interés. Esta obra, de la que se han vendido más de 100.000 ejemplares, ha sido objeto de innumerables elogios y por ello, y pese a su corta carrera de historiadora, este año se ha propuesto a Roca Barea para el Premio Princesa de Asturias en Ciencias Sociales, contando con el aval de personalidades tan destacadas como Felipe González, José María Aznar, Alfonso Guerra o Fernando Savater.
Imperiofobia se sustenta sobre dos tesis muy difíciles de refutar: que España ha sufrido una Leyenda Negra y que los grandes imperios padecen una mala prensa por parte de sus enemigos o rivales. Son dos tesis que expuestas así no son novedosas y por eso lo más importante del libro de Roca Barea es cómo enfoca estas cuestiones y hasta dónde lleva estas tesis: hasta el presente, pues la autora arguye que todavía somos víctimas de la Leyenda Negra, y hasta un extremo como la fobia. De ahí que hable de imperiofobia y sobre todo de hispanofobia.
Ahora bien, que la Leyenda Negra haya existido, y pienso que su existencia pasada no puede ser negada, no impide que también se haya cincelado una nueva leyenda en su nombre. Una nueva leyenda que en realidad no habla tanto del pasado como del presente e incluso del futuro. La misma Roca Barea, en su prólogo para el libro 1492. España contra sus fantasmas de Pedro Insúa, cita aprobatoriamente la afirmación de Carmen Iglesias de que la lucha por el pasado es una lucha por el futuro y añade que “los españoles tienen que aprender a conocer el uso perverso que por intereses distintos se ha hecho de su historia”. El conocimiento de esta historia, a su juicio, se convierte en una especie de deber para los españoles de hoy en día, pues ella asegura que hay una continuidad entre las críticas del siglo XVI y un episodio reciente como la subida de la prima de riesgo española en la crisis de 2008.
Quizá, por eso, no sea casualidad que, desde una perspectiva semejante, en los últimos años se hayan escrito muchos libros sobre la Leyenda Negra (como el de Pedro Insúa u otros como los de Iván Vélez o Alberto Ibáñez), tanto después como antes de Imperiofobia. Sin embargo, eso no quiere decir que todas las obras de los últimos años sobre la Leyenda Negra lo hagan desde ese punto de vista, pues Joseph Pérez o Jesús Villanueva han escrito obras solventes en que se la ha abordado de forma menos apasionada y menos presentista.
A menudo se ha criticado que buena parte de los acercamientos a la Leyenda Negra lo hacen desde el nacionalismo y, como ejemplo, Jesús Villanueva cita a Julio Caro Baroja, quien apuntó que “la leyenda negra, como concepto, fue esencialmente un arma de propaganda, de propaganda nacionalista” (p. 15). Eso explica, así como el descrédito en el que cayó el nacionalismo tras la Segunda Guerra Mundial, que la historia de España sea reivindicada en estos últimos años bajo el rostro de un imperio que los discípulos de Gustavo Bueno, como Iván Vélez en Sobre la leyenda negra, se apresuran a calificar de generador y no de depredador. Un imperio, según Roca Barea, que descuella a nivel histórico por su rupturismo (que colisiona en especial con las estructuras locales), por su meritocracia y por ser víctima de la imperiofobia. Además, ella puntualiza que no hay que confundir imperio con imperialismo. En su opinión, esta confusión “era esperable porque la tentación del juicio moral era irresistible. En este particular asunto, además, la condena ya existía de manera general. El que manda tiene siempre mala prensa” (p. 45, citaré desde la vigésima edición del libro para usar una versión corregida por la autora y no comentar errores ya subsanados). Más adelante apunta que el término imperialismo se acuñó en el contexto del colonialismo “y condenarlo moralmente sin atender al hecho de que el imperio tiene poco que ver con el colonialismo. Son dos movimientos de expansión completamente distintos. El imperio es expansión incluyente que genera construcción y estabilidad a través del mestizaje cultural y de sangres” (p. 424).
Esta consideración de España como imperio – una categoría no solo histórica sino también moral para Roca Barea en la que solo añade a Roma, Estados Unidos y Rusia (la zarista, la comunista y la actual comparecen como una sola unidad histórica)– le permite no solamente separarla sino contraponerla a unos nacionalismos a los que se refiere como agresivos y que habrían sido en buena parte los causantes de la hispánica Leyenda Negra. De nuevo, los nacionalistas son siempre los otros: el humanismo italiano, Lutero y la Reforma, Guillermo de Orange o la Inglaterra de los Tudor.
Además, Roca Barea asocia el poder del Imperio no tanto a un poder violento como a la hegemonía y la influencia. Para ello acude a La Roma española de Thomas Dandelet, libro a su juicio magnífico que “desarrolla el concepto de imperio informal” y con el que “se refiere a una forma de dominio que no es ni política ni militar. Es pura hegemonía e influencia” (p. 48). El caso es que en verdad Dandelet habla de imperialismo informal y en ningún momento utiliza las expresiones de pura hegemonía o influencia. Sí estudia cómo España influyó en la ciudad de los Papas bajo diversas formas de colaboración (donde las presiones políticas, con las tropas españolas en la vecina Nápoles, o el dinero ofrecido a los miembros de la curia jugaban un papel fundamental), pero lo curioso es que Dandelet hace un estudio sobre Roma, un territorio independiente y singular al ser la ciudad papal. ¿Sirve este ejemplo excepcional para describir la relación de la monarquía hispánica con sus territorios (sean Cataluña, Nápoles, Flandes o los del continente americano)? Roca Barea no dice nada al respecto. Dandelet sí: “aunque España hizo uso de la fuerza o de un imperialismo duro (sic), lo que marcó la aproximación española a Roma fueron, con mayor frecuencia, las estrategias imperialistas más blandas como la colaboración política y económica y la dependencia cultural” (p. 274).
La imperiofobia, que llega a considerar como “un fenómeno casi universal”, es la puerta desde la que Roca Barea entra en la Leyenda Negra y así enfocarla desde un lado distinto al habitual (y al cual, por cierto, ella misma no será fiel a lo largo de su libro). Al principio, la Leyenda Negra deja de tener que ver con la doliente excepcionalidad del destino histórico de España, una nación descendiente de un imperio pretérito que no es reconocido como merece, y pasa a estar enmarcada dentro de un fenómeno habitual entre los imperios. De ahí que Roca Barea visite brevemente la historia de la antigua Roma y señale que “bárbaros e intelectualmente menguados fueron los romanos para los sofisticados griegos, como lo fueron siglos después los españoles para los cultísimos humanistas y lo son desde hace más de un siglo los estadounidenses para los intelectuales europeos. Nihil novum sub sole” (p. 60). En otro fragmento va más allá y apunta que
la leyenda negra acompaña a los imperios como una sombra inevitable. Es (…) el resultado de la propaganda antiimperial creada por poderes rivales o locales con los que el imperio ha colisionado en su crecimiento (…). Pero una leyenda negra es mucho más. Proyecta las frustraciones de quienes las crean y vive parasitando (sic) los imperios, incluso más allá de su muerte, porque segrega autosatisfacción (sic) y proporciona justificaciones históricas que, sin ella, habría que inventar de nuevo (p. 50).
Acerca de la situación post-imperial, o una posible depresión o frustración post-imperial en España prácticamente no dice nada, algo que sorprende, pues no deja de ser sintomático que los orígenes de la expresión Leyenda Negra se remonten a 1899, a la famosa conferencia de Emilia Pardo Bazán justo después de la pérdida de Cuba, Puerto Rico y Filipinas y se vaya popularizando en un clima de decadencia (ya mostrado en obras de la época como Los males de la patria y la futura revolución española (1890) de Lucas Mallada o El problema nacional (1899) de Ricardo Macías Picavea, quienes no son citados por Roca Barea). El mismo Julián Juderías, el gran popularizador de la expresión Leyenda Negraescribirá bajo el influjo de la crisis de imagen sufrida por España tras la Semana Trágica y la ejecución de Ferrer i Guàrdia. Regresaremos a ello.
Es probable que el éxito de la obra de Roca Barea se deba en buena medida a la vasta cantidad de información que proporciona, y también al contundente tono que utiliza. Es innegable que Imperiofobia tiene el mérito de ser capaz de recopilar un asombroso y a veces apabullante caudal de datos (no pocos interesantes y relevantes) que versan sobre temas muy diferentes. Por ello, es normal que incurra en unos cuantos errores de fechas o nombres, muchos de ellos subsanables con facilidad y que no afectan a la tesis general de la obra (como afirmar que María I de Inglaterra sucedió en el trono a Enrique VIII cuando en realidad lo fue por Eduardo VI, p. 207; decir que tras la invasión de la Santa Alianza en 1823, en la edición anterior había puesto 1830, la siguiente guerra de España fue con Estados Unidos, olvidando conflictos como la Guerra Hispano-Sudamericana de 1865-1866, p. 80; confundir Enrique VIII con Enrique VII de Inglaterra, p. 344; o situar la batalla de Hastings en 1096, p. 408). Criticar Imperiofobiadesde este flanco sería injusto, porque este tipo de errores se cuelan en todo texto, quizá también en esta misma crítica, y algunos de ellos ya habían sido enmendados en la reedición del libro.
Respecto a la información, el problema viene más bien por otro lado. Roca Barea no es rigurosa en su utilización y se sirve de todo tipo de fuentes, desde libros inencontrables,  y a menudo sin citar la página, hasta textos de Internet (con links que a veces no funcionan) o la Wikipedia, que cuando le convienen no suele problematizar, contrastar ni contextualizar. No suele haber una labor crítica sino un uso oportunista e incluso forzado de las referencias que emplea. Dicho brevemente, se apoya en las que más le sirven, sin importar de quién o cuándo sean. El problema es que en muchos casos las referencias no son correctas y no he podido encontrarlas y contrastarlas. En otros, y cuando las he hallado, son a menudo inexactas, como cuando atribuye a William Cobbet, sin especificar la página, la afirmación de que “la reina Isabel provocó ella sola más muertes que la Inquisición en toda su historia” (p. 210). En verdad, Cobbett, político famoso por su campaña de emancipación de los católicos, habla de severidad y lo restringe a la reacción generada tras el episodio de la Armada Invencible en 1588 (epígrafe 324 de su libro). Un caso curioso es el de Geoffrey Parker, a quien Roca Barea elogia al mismo tiempo que cita de manera inexacta en la mayoría de ocasiones. Reproduzco un párrafo que, más allá de la cita, parece totalmente extraído de este historiador y que es un fragmento representativo del estilo de Roca Barea:
En 1566 Manuel Filiberto de Saboya, gobernador general, advirtió a Felipe II de que se extendía la idea de que los Países Bajos soportaban la mayor parte de la carga fiscal del imperio y, aunque el rey se apresuró a presentar cuentas detalladas para demostrar que esto no era cierto, no sirvió de nada. El propio conde de Lalaig, a la sazón gobernador al año siguiente, se queja de ello. Con encantadora ingenuidad, Parker escribe: «Si estas falsas ideas estaban tan profundamente arraigadas entre los ministros más importantes, no es de extrañar que los peor informados contribuyentes… estuvieran convencidos de que cualesquiera sumas que aprobaban se enviarían inmediatamente a España e Italia». El conde de Lalaig no estaba en absoluto mal informado. Y si esta falsa creencia se hizo más o menos general fue porque se convenció a la opinión pública, a base de folletos y predicación, de que esto era así. Ya había empezado la «guerra de papel» (p. 247).
El caso es que los hechos fueron bastante diferentes y las modificaciones no son irrelevantes, pues Roca Barea los usa para situar desde su punto de vista los precedentes del estallido de la rebelión flamenca. Para empezar, lo que se cuenta sucede en 1556 y no en 1566 (el cambio de fecha, lo veremos, no es irrelevante) y el conde de Lalaing (no Lalaig) murió en 1558. Acto seguido Roca Barea reprocha, sin que se sepa su fuente de información, la ingenuidad de Parker por una afirmación que ella misma ha alterado. Parker no habla de los “peor informados contribuyentes” sino de los “peor informados representantes de los contribuyentes convocados a los Estados Generales en marzo de 1556” (p. 38, y no dejan de ser sintomáticas las palabras que borra en su paréntesis y que modifican el significado de la frase). Para Roca Barea, todo parece explicarse como producto de una “guerra de papel” que mediante panfletos manipuló la opinión pública que, esta sí, estalló en 1566, cuando Lalaing ya había muerto y la gobernadora ya era Margarita de Parma. Es decir, explica con convencimiento lo ocurrido, y corrigiendo a su fuente, desde un hecho que es diez años posterior a los hechos. La confusión es total.
Además, el relato de Parker, de cuyas investigaciones Roca Barea afirma que “son probablemente lo mejor que hay en el mercado sobre este conflicto” (p. 233) y el de la autora de Imperiofobiadifieren en muchos puntos cruciales. No me puedo detener en esta cuestión y solo me centraré en un aspecto muy representativo. Parker concede una gran importancia al problema de la Inquisición en la rebelión de los Países Bajos —hay que recordar que en su opinión durante el reinado de Carlos V se habían ejecutado al menos 2.000 protestantes (p. 36) y que la Inquisición protagonizó buena parte de las principales quejas en la época inmediatamente previa al estallido de la rebelión— que en el escrito de Roca Barea desaparece por completo.
En otras ocasiones, Roca Barea incurre en modificaciones más divertidas y sintomáticas. Antes se ha hablado de Dandelet, pero también se podría hablar de su querido Arnoldsson. Roca Barea se sirve del hispanista sueco para indagar los orígenes de la Leyenda Negra, que se sitúan en Italia y en la que, según ella y sin dar una mayor explicación, habla de una época antiaragonesa. En verdad, Arnoldsson no emplea la palabra antiaragonesa sino anticatalana (p. 11ss). Quizá es preferible en los tiempos actuales no decir que la Leyenda Negra española se inició insultando injustamente a los catalanes (que, eso sí, formaban parte de la Corona de Aragón). Catalanes (catalani) era el improperio que, por ejemplo, empleaban contra los para nosotros valencianos Papas Borgia (Arnoldsson, p. 18ss).
Por cierto, tampoco las citas que Roca Barea hace de Arnoldsson son fieles: tres veces (pp. 95, 187-188 y 283) le atribuye, sin especificar la página, la idea de que la Leyenda Negra es “la mayor alucinación colectiva de Occidente”, frase que ha trascendido en la prensa como epítome de la historia negrolegendaria. En realidad, las palabras no son esas sino estas: “En su tiempo era políticamente la Leyenda Negra una importante realidad, como que en verdad fue durante dos siglos una de las alucinaciones colectivas más significativas del Occidente” (pp. 142-143). La modificación no es pequeña y es la que diferencia a la historia de la leyenda. Laalucinación, la más grande según Roca Barea, pasa a ser una entre varias, perdiendo así su carácter único, y una que a su juicio duró solo dos siglos (el XVI y el XVII). Es más, unas líneas más abajo Arnoldsson aporta una tesis diametralmente contraria a la de Roca Barea: “este malintencionado mito está prácticamente en vías de extinción” (p. 143). En su opinión, la Leyenda Negra es un fenómeno mucho más del pasado que del presente.
Algo semejante hace Roca Barea con William Maltby (otro hispanista que ha denunciado la Leyenda Negra) y de nuevo sin especificar la página. En un pasaje de Imperiofobia, y después de afirmar que “no hay esperanza alguna de que decaigan los prejuicios protestantes contra España porque están escritos en el ADN de su identidad colectiva”, añade que “Maltby no se equivoca cuando habla de ese «odio imperecedero de los protestantes en todo rincón de Europa, hasta un grado tal que acaso no lo hayan notado ni aun los propios hispanistas»” (p. 164). El caso es que este historiador había añadido antes de la frase “los esfuerzos de España como paladín del catolicismo durante los siglos XVI y XVII le valieron al país el odio imperecedero de los protestantes en todo rincón de Europa, hasta un grado tal que acaso no lo hayan notado ni aun los propios hispanistas” (p. 10). ¿Por qué Roca Barea sustrae la primera parte de la frase y convierte una afirmación acerca del pasado en una que llega hasta el presente?
Finalmente, Roca Barea también hace algo parecido con otro de sus hispanistas favoritos, Philip Powell. Ella se sirve de sus textos para demostrar su tesis imperial y, por ello, que no había diferencia entre los pueblos ibéricos y los de América. En este contexto, en la página 296, cita un pasaje de Powell: “El concepto básico del Imperio español no fue lo que nosotros llamamos hoy día colonial. Más bien puede calificársele como el de varios reinos de ultramar oficialmente equiparados en su categoría y dependencia de la Corona con los similares de la Madre Patria […]. En general, la Corona no intentó imponer en América algo extraño o inferior a lo que regía en la Península”. El caso es que Powell, justo después de la primera parte reproducida por Roca Barea, puntualiza lo dicho una frase que la autora ha preferido omitir en, de nuevo, unos oportunos puntos suspensivos: “En la práctica, los peninsulares consideraban a los nacidos en América, de sangre hispana, como inferiores, y ésta fue la causa de frecuentes antagonismos entre «coloniales» y «europeos», factor importante en las guerras de independencia” (Powell, p. 34). Paradójicamente, también los hispanistas no hispanófobos de los que se sirve Roca Barea para justificar sus tesis se alejan no poco de lo que ella defiende.
Sobre el uso de las fuentes dedicaré un poco más de espacio a su análisis de la Inquisición que puede servir como un buen ejemplo del problemático acercamiento de Roca Barea a los temas que aborda. Para empezar, se debe decir que referirse en general a la Inquisición española es tremendamente complicado, pues perduró más de tres siglos (oficialmente, de 1478 a 1834), con monarcas, políticas, funcionamientos internos e incluso enemigos diferentes. Equiparar la Inquisición del primer medio siglo, cuando ante todo perseguía judeoconversos y se relacionaba con una limpieza de sangre de la que Roca Barea evita hablar (hasta 1865 fue necesario probarla en España para entrar en el servicio del Estado), con la de fines del XVIII o inicios del XIX es harto arriesgado, por lo que se debe tener cuidado a la hora de generalizar.
El cardenal Juan Everardo Nithard, consejero de la reina Mariana de Austria e Inquisidor General de España (obra de 1674 atribuida a Alonso del Arco).

Roca Barea tiene razón cuando critica que se han escrito y difundido cuantiosas mentiras sobre la Inquisición. También es sabido que la cifra de ejecuciones no son las más de 30.000 afirmadas a principios del siglo XIX por Juan Antonio Llorente, algo refutado hace más de un siglo por Henry Charles Lea, quien también denunció las exageraciones sobre las torturas. Basándose en los datos de Gustav Henningsen y Jaime Contreras que, sin embargo, se restringen al periodo que va entre 1540 (Roca Barea dice 1550 en la edición corregida) y 1700, ella indica que las víctimas mortales ascenderían a 1.346. Más adelante, cita a Henry Kamen, a cuyo juicio la cifra se acercaría para toda la existencia de la Inquisición a unos 3.000. Otros historiadores, como Bartolomé Bennassar o Jean-Pierre Dedieu, y no mencionados por Roca Barea, consideran que debería ser más elevada, pero no se acercaría ni por asomo a las de Llorente. Para suavizar el dato, además, ella destaca que los ejecutados no son solo perseguidos por la religión, pues la Inquisición también juzgaba muchos otros crímenes. Y eso le sirve para comparar con la según Roca Barea “escalofriante cifra” de 264.000 condenados a muerte en Inglaterra en tres siglos (no dice cuáles). Para ello, remite al jurisconsulto Sir James Stephen del XIX, de nuevo sin citar la página, en un texto (Criminal procedure from the Thirteenth Century to the Eighteenth Century) en donde no he hallado esa cifra en ningún momento y que además cubre un periodo de seis siglos. Después de haber  investigado, he llegado a la conclusión de que el origen de la afirmación es en realidad otro muy diferente: me refiero a Julián Juderías y este párrafo (digamos) hipotético de su Leyenda Negraque muy parcialmente corresponde a Stephen y el primer volumen de su History of the Criminal Law of England (p. 468) y que no tiene desperdicio.
¿Acaso es un misterio la facilidad con que los magistrados ingleses mandaban a la horca? (…). Sir James Stephen, dice que si el término medio de las ejecuciones en cada condado se calcula en 20 cada año, o sea en la cuarta parte de las ejecuciones que hubo en 1598 en Devonshire, el total es de 800 al año en los 40 condados ingleses y de 12.200 en catorce años, en vez de las 2.000 a 6.000 que se adjudican a Torquemada. Y siguiendo el mismo autor con sus cálculos, llega a 264.000 ejecuciones en trescientos treinta años (pp. 99-100).
En ningún momento de su libro Stephen habla de Torquemada ni tampoco de esas 12.200 (número, por cierto, mal calculado) o 264.000 ejecuciones mencionadas por Juderías. De la Inquisición solo una vez, de pasada y noventa páginas antes (en la 374). Sin embargo, eso no le impide decir a Roca Barea que
Stephen fue uno de los primeros que negó que la Inquisición hubiera podido producir el número de muertes que se le atribuían. Nunca investigó en sus archivos, pero no hacía falta realmente ir muy lejos para llegar a tales conclusiones. Bastaba con quitarse las telarañas de los ojos. El gran jurisconsulto inglés se limitó a estudiar el procedimiento penal de la Inquisición. Era tan garantista y tan sumamente protocolizado que resultaba materialmente imposible que un proceso judicial de tales características hubiera podido producir miles de muertos (p. 279).
Más adelante, Roca Barea cita el capítulo de una obra de 1902 de Ernst Schäfer (escribe mal su nombre), de sus Beiträge zur Geschichte des Spanichen Protestantismus (escribe mal el título), para refrendar sus tesis acerca de la indulgencia de la Inquisición y atribuirle la afirmación de que “el número de protestantes condenados por la Inquisición española entre 1520 y 1820 fue de 220” (p. 279) y que “de ellos solo doce fueron quemados”. Lo curioso es que en las páginas que cita Roca Barea (que van entre la 345 y 376), Schäfer solo escribe sobre la comunidad luterana de Sevilla y las afirmaciones de Roca Barea no salen por ningún lado. Además, el libro en verdad se titula, y aquí un matiz clave, Beiträge zur Geschichte des spanischen Protestantismus und der Inquisition im sechzehnten Jahrhundert. Es decir, el libro solo estudia la persecución de luteranos por la Inquisición en el XVI (y en realidad ante todo la segunda mitad de la centuria) y, dentro ese período, ofrece cifras que van más allá de los 12 luteranos quemados: en la página 160, de hecho, habla de 220. ¿De dónde ha sacado Roca Barea sus números? No se sabe.
En verdad, resulta fácil refutar esos datos. En los dos autos de fe de Valladolid de 1559 contra luteranos ya se quemaron 26 personas y en los cuatro de Sevilla entre 1559 y 1562 lo fueron 50 más. ¿Por qué nada de todo esto ha sido señalado por ningún historiador? ¿Por qué Roca Barea acude a fuentes lejanas, aquí escritas en un alemán que a lo largo de su libro evidencia no conocer, para recurrir a una cifra inexistente (y que Schäfer mismo no defiende) cuando hay muchas fuentes más accesibles y nuevas que demuestran lo contrario? ¿Y por qué no cita en ningún momento las obras más completas sobre el tema, como Los protestantes y la inquisición en tiempos de Reforma y Contrarreforma o La represión del protestantismo en España, ambas de Werner Thomas?
Sigamos. Roca Barea juzga la maldad o no de la Inquisición a partir de la cantidad de condenas a muerte, algo problemático. Ya hace muchos años que se detectó que habían sido infladas por Llorente, pero eso no impedía que fuera una institución que incluso para Julián Juderías era “cruel y despiadada”. Bennassar, una gran autoridad en la Inquisición y a quien Roca Barea no menciona en su libro, ha relacionado este tribunal con lo que llamó una “pedagogía del miedo” fundada, entre otros, en factores como el control de las actividades públicas u opiniones de las personas, el secretismo del procedimiento, en las delaciones anónimas (que Roca Barea niega, p. 279), en la memoria de la infamia (que afectaba a todo el linaje y comportaba una inhabilitación civil para el condenado y sus descendientes) o la censura de libros (entre los cuales se incluyeron textos por razones políticas como la Brevísima de Fray Bartolomé de Las Casas en 1659, algo que el censor, el jesuita Minguijón justificó diciendo que “por decir cosas muy terribles y fieras de los soldados españoles que, aunque fueran verdad, bastaba representarlas al Rey o sus ministros y no publicarlas, pues de ahí los extranjeros toman argumentos para llamar a los españoles crueles y fieros”). Por añadidura, al menos por lo que respecta a los datos del siglo XVI, el porcentaje de condenas (que, además de la muerte física o en efigie, podía derivar en penas como el destierro, la penitencia pública o el ir a galeras) era muy elevado, en los territorios más indulgentes ascendía a un 75% de condenas de todos los procesos iniciados. Nada de todo esto sale en Imperiofobia.
Por último, habría que apuntar que la primera institución que intentó presentar como terrible a la Inquisición fue esta misma. Hubo una voluntad propia de cultivar una imagen temible y poderosa, en parte con la meta de conseguir el control social y de aspirar a tener una eficacia que su carencia de medios le impedía alcanzar, en especial en las zonas rurales. Muchas críticas a la Inquisición se basaban justamente en la propaganda que ella misma había fomentado, algo que en lo que podría ahondado gracias a una obra como La invención de la Inquisición de Doris Moreno, quien ha estudiado desde diversas perspectivas cómo la realidad de la Inquisición se mixtificó con su imagen.
¿Por qué Roca Barea no entra en estas cuestiones? Naturalmente puede estar en desacuerdo, pero lo lógico es que las discutiera. En cambio, lo que suele hacer es acudir reiteradamente a la falacia del hombre de paja: presenta un cuadro exageradamente negativo de un tema, por lo general uno ya hace tiempo desdeñado por los historiadores, para refutarlo in toto y luego ofrecer un poco riguroso y asimismo exagerado relato alternativo que no entra en el estado actual del debate historiográfico. En algún caso, además, sus referencias parecen directamente inventadas. Daré solo un ejemplo. Roca Barea escribe en un momento del libro que
Inga Clendinnen, historiadora australiana, comenta con humor que lamentar la desaparición del Imperio azteca es más o menos como sentir pesar por la derrota de los nazis en la Segunda Guerra Mundial. Solo en el sofisticado sistema de exterminio del nazismo encuentra Clendinnen un referente accesible para explicar la organización de miles de sacrificios humanos periódicos en los rituales de Tenochtitlán (p. 316).
Esta comparación le viene muy bien a Roca Barea porque sirve para justificar que el Imperio Azteca era mucho peor que el español y, de este modo, interpretar su conquista como un progreso indudable. El problema es que, sin especificar la página, cita un libro de Clendinnen, Aztecs: an Interpretation donde no sale nada parecido a lo que Roca Barea comenta. Hasta donde yo sé, y después de rebuscar en sus obras, Clendinnen no hizo nunca una afirmación semejante. Hay otros casos parecidos a lo largo del libro, pero este me interesa porque la “no frase” de Clendinnen fue referida por José Antonio Sánchez, entonces presidente de RTVE, pocos meses después de salir Imperiofobia. En su momento se desencadenó un escándalo y varios historiadores indicaron que esa afirmación no era de Clendinnen (quien falleció en 2016). Lo que no se comentó es que esa “no frase” provenía del libro de Roca Barea.
La cuestión de las fuentes no es baladí. La historia funciona como lo que me gusta llamar una institución de la confianza. Es imposible que alguien conozca de memoria las fuentes o la información de todo lo que se expone en un libro de historia (en Imperiofobia hay más de 700 notas a pie de página), por lo que es fundamental citar bien y, así, que los lectores tengan a su disposición las herramientas para poder contrastar, matizar o refutar lo que se dice. En caso contrario, se genera un aura de desconfianza que se extiende al resto del libro, y eso es algo que ocurre a menudo con Imperiofobia.
Por el otro lado, se debe destacar la manera de escribir de Roca Barea, una vehemente y sentenciosa, donde además se introducen continuos juicios de valor y de intenciones, anacronismos, teleologismos, asociaciones extrañas, numerosos problemas de cifras, sobreinterpretaciones sorprendentes (como la citada “no hay esperanza alguna de que decaigan los prejuicios protestantes contra España porque están escritos en el ADN de su identidad colectiva”, p. 164), extraños contrafácticos (“Adam Smith pudo muy bien haber conocido a Azpilcueta, pero se hubiera dejado matar antes de citarlo y reconocer que había aprendido algo de un dominico”, p. 396), descalificaciones personales o a un continente entero (“el mundo hispano (no España) está todavía haciendo su Edad Media y nadie puede predecir qué sucederá con esta parte del mundo, que no es precisamente pequeña, cuando salga de la adolescencia”, p. 85), juicios digamos muy personales (como cuando dice que Torquemada, “comparado con Calvino, parece una mascota”, p. 190) o saltos en el tiempo (en medio de la discusión sobre el estilo imperial hispánico en el XVI recurre a un solo texto, de Chaves Nogales y sobre la ocupación de Ifni de 1934, para demostrar que la vocación de España nunca ha sido colonial, pp. 297-298). Además, en la edición corregida ha introducido frases como “por si no se ha reparado en ello, conviene señalar que el Mein Kampf de Hitler evoca en su título la Kulturkampf de Bismarck” (p. 191). Este bulo cuya fuente tampoco cita Roca Barea, y que hasta donde sé se ha comenzado a difundir hace poco por quienes están detrás de obras como Hitler: European Tour o Why Nazism was Socialism and Why Socialism is Totalitarian (p. 39), le sirve para continuar con la asociación que persigue entre nazismo y luteranismo o anticatolicismo.
En Imperiofobia se mezcla lo erudito con lo pasional. Roca Barea excita los ánimos de sus lectores con frases difícilmente escritas por un historiador y rebusca rastros de la hispanofobia por todos lados. Imperiofobia es un libro con buenos y malos, la mayoría de estos extranjeros (de quienes solo habla bien si hablan bien de España), pero también algunos ilustres traidores o renegados cuyos nombres son bien conocidos: ante todo Antonio Pérez, Fray Bartolomé de las Casas y Guillermo de Orange. Por supuesto, en el libro no falta el victimismo y en un momento Roca Barea llega a hablar del “auto de fe perpetuo y siempre exitoso que es la leyenda negra” (p. 291). ¿Cuál es el significado exacto de esta frase si antes había insistido en que la Inquisición era una institución moderna y garantista?
Un buen ejemplo de hasta dónde le lleva su deseo de ver hispanofobia en cualquier lado merece ser reproducido por entero:
El lunes, 4 de abril de 2016, El País informó de que las autoridades británicas habían borrado el nombre de Blas de Lezo de la consulta popular por internet para elegir el nombre para un buque de investigación de la Armada. Cuando el nombre de Blas de Lezo apareció en primer lugar se le hizo desaparecer. Simplemente (p. 226).
Monumento a Blas de Lezo, obra de Salvador Amaya, instalado en 2014 en la Plaza de Colón de Madrid

Lejos de ser una muestra de hispanofobia, lo que parece ignorar Roca Barea es que esa iniciativa había comenzado como una broma o troleo del portal Forocoches, cuando sus usuarios propusieron y votaron masivamente al militar español después de difundirse que la Armada Británica había impulsado en su iniciativa Name our ship que el nombre de uno de sus buques fuese votado por Internet. ¿Acaso cree Roca Barea que la Royal Navy iba a poner a uno de sus barcos el nombre de un extranjero y enemigo histórico que, además, les había propinado una de sus grandes derrotas históricas? Como se puede observar en la lista de los buques de la Armada Española, las figuras históricas que salen son de españoles o, en el caso de Colón, de alguien que sobresalió al servicio de la monarquía hispánica. Como es lógico, entre ellos no hallamos destacados marinos como Nelson, De Ruyter, Tromp o Drake, y sí, en cambio, la fragata Blas de Lezo.
De todos modos, Roca Barea no logra demostrar la principal tesis del libro: la pervivencia de la Leyenda Negra en nuestros días. Está claro que hubo Leyenda Negra, y también que hay elementos suyos que permanecen en nuestros días, sobre todo en algunos fenómenos de la cultura popular o, asimismo, revividos por los nacionalismos periféricos (y probablemente rebrotarán más si España entra en conflictos diplomáticos con otros países). Como es lógico, los movimientos que se quieren separar han buscado cultivar la peor imagen de España con el fin de legitimarse (y viceversa). Ahora bien, no está claro que la Leyenda Negra de Felipe II, el mito de la Inquisición o la conquista de América (cuyo recuerdo, en cambio, sí fue usado por los catalanes en la Guerra dels Segadors, quienes reeditaron la Brevísima de Fray Bartolomé de las Casas, o ha sido recientemente evocado por López Obrador) jueguen algún rol en ello, pues en Cataluña se ha preferido recurrir a otros episodios no citados por Roca Barea como el franquismo, la guerra civil o la memoria de 1714.
Lo más curioso es que Roca Barea no entra mucho en esta vigencia de la Leyenda Negra a lo largo de su libro. De sus casi 500 páginas dedica apenas 30 a analizar la pervivencia de la Imperiofobia a lo largo de los siglos XX y XXI. En teoría, al XXI le dedica apenas la mitad, sobre todo centrados en la inclusión de España entre los PIGS o con la subida de la prima de riesgo en la crisis de 2008, un análisis extraño que, de nuevo, descuida cómo se dio y parece desresponsabilizar a los políticos españoles de lo sucedido. Dice la autora:
Dos generaciones de españoles, al menos, van a trabajar más y a ganar menos que otros europeos para pagar un sobrecoste de financiación cuyas causas carecen de explicación racional, fuera de los prejuicios protestantes y de la propaganda financiera bien urdida a partir del anticatolicismo y la hispanofobia. Y puesto que nuestros hijos y nietos van a cargar con estos sobrecostes de manera casi irremediable, estaría bien que les contáramos el porqué. Sin negar nunca la amarga verdad: que la culpa mayor la tenemos nosotros, porque no fuimos capaces de defender nuestros intereses y los suyos. Para eso, para ayudar a poner en claro no el pasado, sino el futuro, se ha escrito este libro (p. 479).
A este epígrafe le dedica 13 páginas cuyo mayor espacio a la hora de la verdad está destinado a criticar otras cuestiones como que Alemania no ha pagado sus deudas en el pasado (aborda las contraídas tras la Primera y Segunda Guerra Mundial) y que su prestigio no se ha visto mermado “porque el cotarro internacional que crea y destruye opinión pública lo maneja el mundo protestante” (p. 464). Más allá de eso, las muestras aportadas sobre la pervivencia de la Leyenda Negra en este siglo se reducen a algunos documentales (a uno de ellos, Andes: The Dragon’s Back, lo denuncia en tono burlón por afirmar que “1.500 millones de seres humanos fueron aplastados por solo 200 aventureros españoles” (p. 459) cuando en verdad dice 15 millones, mirar minuto 45:50 en adelante) y un par de películas (como Harry, un amigo que os quiere o Dirty Pretty Things). Al respecto señala que “son florecillas que me fui tropezando por casualidad, porque es raro que vea televisión. Con esto quiero decir que si me hubiera puesto a ello de manera organizada y sistemática, no hubiera encontrado florecillas sino bosques completos” (p. 460). Sobran los comentarios.
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Edgar Straehle  es licenciado en historia,  filosofía y  antropología (Universidad de Barcelona). Doctorado con una tesis sobre el pensamiento de Hannah Arendt. Autor de  Claude Lefort.La inquietud de la política (2017)
Esta crítica se publicó en el blog De Re Historiographica. Conversaciones sobre la historia.
(1) Maria Elvira Roca Barea, Imperiofobia y Leyenda Negra. Roma, Estados Unidos, Rusia y el Imperio Español. Prólogo de Arcadi Espada. Madrid, Siruela, 2016, 479 páginas.





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