viernes, 31 de enero de 2020

¿Cultura antifascista?. No; loony left (izquierda chiflada). Pedro Carlos González Cuevas

Cada año, aunque unas veces más estentóreamente y otras menos, la gala de los Premios Goya se convierte en una especie de aquelarre pseudocultural y kitsch de nuestra izquierda caviar, de nuestra loony left particular. Sin embargo, esta vez ha batido todos los records de servilismo, estulticia e ignorancia cultural e histórica. Repasemos algunos ejemplos, pocos para no cebarme. Al recoger su Premio Feroz, la directora y actriz Leticia Bolera decía: “Contra la cultura del pin parental, cultura antifascista”. Ignorando que el pin parental es una iniciativa profundamente antitotalitaria, porque para los fascistas genuinos los niños sí son del Estado. Su intervención, según parece, fue de las más aplaudidas. No me extraña, dado el contexto. Luego, los planteamientos de esta señora fueron muy comentados en la gala –o aquelarre- goyesco. Y, como es natural por esos pagos, en el mismo sentido. Normal; es que no falla: todos son previsibles. Alejandro Aménabar, fílmico de la progresía, estableció un paralelo entre la situación política y social actual y la de los años treinta; un tal Asier Etxendía, a quien o tengo el mal gusto de conocer, se declaró “antifascista siempre”; Santiago Segura, el más cutre de nuestros actores, creador del maloliente Torrente, señaló que el fascismo era la “antítesis” de la cultura; Carlos Barden decía: “La cultura es antifascista, yo no conozco la cultura fascista. Del fascismo conozco otras vertientes y otras cosas, pero la cultura, por definición, es antifascista”; Juan de Diego Botto, el frustrado actor shakespiriano, identificaba antifascismo con la “democracia”; el actor Eduardo Casanova, que interpreta a un jovencito melifluo, amanerado y pedante en su no menos cutre serie televisiva Aida, pidió más inversiones públicas para el cine –naturalmente, para las parodias que él representa- y habló de fomentar una “cultura antifascista”; y así todo. Sin novedad en el frente cultural.
Ante tal cúmulo de disparates, el historiador ha de revelarse, no, desde luego, para defender el fascismo, sino simplemente para contextualizar en el tiempo uno de los temas más complicados y polémicos de la era contemporánea, y, de paso, para someter a crítica los tópicos de la pseudocultura dominante en nuestra sociedad. Sobre la cultura fascista se han escrito multitud de estudios en Europa y Norteamérica, que estos señores desconocen. Entre ellos, podemos destacar los de George L. Mosse, Renzo de Felice, Emilio Gentile, Alexandra Tarquini, Zeev Sternhell, Stanley G. Payne, etc, etc. Muchos de estos autores son judíos, homosexuales y políticamente izquierdistas, pero ello no han impedido que sus estudios sobre el fenómeno fascista tuvieran como fundamento un mínimo de empatía hacia su objeto de investigación, como propugna igualmente Roger Griffin. Históricamente, sólo pondré un ejemplo. En 1925, bajo la dirección del filósofo Giovanni Gentile, uno de los intelectuales italianos más influyentes, se publicó el Manifiesto de los Intelectuales Fascistas, firmado por 250 escritores, científicos, artistas e historiadores, entre los que destacaban Gabriello D ́Annunzio, el propio Gentile, Curzio Malaparte, Filippo Tomasso Marinetti, Luigi Pirandello, Giusseppe Ungaretti, Giacchino Volpe, Ugo Ojetti, Guigelmo Marconi, etc, etc. Es decir, lo más granado de la intelectualidad italiana de la época. Tanto es así que los liberales antifascistas se vieron obligados a responder con otro manifiesto, bajo la dirección de Benedetto Croce.
Sin embargo, el problema no es sólo historiográfico, sino político y mediático. Los socialistas crearon, a lo largo de la etapa de Felipe González, una suerte de “Estado cultural” (Fumaroli), de cuyos emolumentos viven todos estos representantes de la loony left. Quede claro que, como dijo hace años el filósofo católico Augusto del Noce, es preciso distinguir entre el fascismo histórico y el fascismo demonológico. Con respecto al “fascismo”, identificado con el Mal absoluto, vivimos bajo el imperio de la mentira mediática. Y es que la llegada a la Casa Blanca del republicano Donald Trump y los éxitos electorales de los nuevos partidos de derecha identitaria en Europa han contribuido a resucitar el espectro del fascismo y, en consecuencia, del antifascismo. Con la aparición de un partido como VOX, España no ha sido una excepción, sino todo lo contrario. Como ya he señalado en otras ocasiones, VOX no me parece ni de lejos un partido fascista, ni tan siquiera de extrema derecha. Se trata del clásico movimiento de derecha tradicional, conservador en lo moral y liberal en lo económico, con algunos aditamentos identitarios. Sin embargo, la opinión dominante va por otros caminos. Por eso, en este como en otros aspectos de nuestra vida política y cultural, lo que destaca es la ausencia de calidad intelectual; y no sólo en nuestra particular loony left, sino en una derecha esclava de los supuestos ideológicos de su antagonista. Por todo ello, resulta significativa la abundancia en nuestras librerías de obras dedicadas al fascismo escritas desde una perspectiva claramente demonológica: Mark Bray, Antifas.El Manual Antifascista; Umberto Eco, Contra el Fascismo; Madeleine Albright, Fascismo; Jason Stanley, Facha; Michela Murgía, Instrucciones para convertirse en un fascista, etc, etc. Ninguno de estos libros vale gran cosa. En concreto, Bray identifica el antifascismo con la izquierda comunista y anarquista; defiende la violencia y, como alternativa, la “sociedad sin clases”. Eco hace referencia desde una perspectiva ahistórica a un “fascismo eterno”. Y estas dos obras son lo más presentable intelectualmente. Las demás resultan grotescas y caricaturescas.
No ha sido, sin embargo, únicamente la izquierda quien ha seguido tan tortuoso y baldío camino. Y es que, en España, igualmente podemos hacer referencia a una loony right, a una “derecha chiflada”, cuyo representante por antonomasia es José María Lassalle, viejo intelectual orgánico de Mariano Rajoy, para quien VOX es una suerte de “fascismo posmoderno”, que encarna “la brutalidad política” y el “populismo reaccionario”. Ese es nuestro nivel; al parecer, no damos para más. Echamos de menos en nuestro país autores de la talla de Pierre André Taguieff, Régis Debray, Michael Seidmann, Emilio Gentile, Chantal Mouffe, Enzo Traverso, Alain Finkielkraut o Stuart Hall, a la hora de analizar los nuevos fenómenos políticos.
Sin embargo, hay que reconocer que este antifascismo tan primario e irreflexivo tiene su funcionalidad política. Por de pronto, contribuye, como denunció el filósofo alemán Peter Sloterdijk, a la salvación de la conciencia de comunistas y revolucionarios, borrando las huellas de su práctica genocida de clase. Además, al demonizar a las derechas identitarias emergentes bloquea los cambios en el mercado político. Y, por último, oculta los problemas fundamentales y las amenazas reales que sufren nuestros regímenes demoliberales en la actualidad, es decir, la partitocracia, la falta de representatividad y la corrupción.
A nivel propiamente historiográfico, este tipo de antifascismo carece de fundamento tanto teórico como empírico. Y es que el antifascismo, a diferencia de lo sustentado por Mark Brey, no puede ser identificado sin más con la izquierda revolucionaria, porque hubo conservadores antifascistas como Charles de Gaulle, Winston Churchill o Alcide de Gasperi; incluso, como ha señalado el historiador norteamericano Michael Seidmann, el Ku-Klux-Klan rechazó el fascismo. Sin embargo, quien ha sometido a una crítica histórica más concienzuda este rebrote de antifascismo demonológico, ha sido el historiador italiano Emilio Gentile, hoy por hoy el máximo intérprete del fenómeno fascista en Europa. Gentile ha publicado recientemente el libro Quien es fascista, en cuyas páginas califica de “ahistoriología” no sólo el contenido de obras como la de Umberto Eco, sino los intentos de identificación de las nuevas derechas con el fascismo histórico. Y es que, a su juicio, sólo pueden ser denominados “fascistas” aquellos sectores políticos que se consideren herederos del fascismo histórico, es decir, un movimiento político-social “totalitario” basado en un “pensamiento mítico”, en un “partido milicia”, “interclasista”, en un “sentimiento trágico y activista de la vida”, en “una ética civil basada en la subordinación absoluta del individuo al Estado”, “una organización corporativa de la economía” y una política exterior imperialista. Ninguno de los nuevos partidos de la derecha identitaria, señala Gentile, se siente heredero de ese proyecto político; todo lo contrario. Así que el antifascismo demonológico se reduce a una retórica marxistoide o a la indigencia cultural conservadora. De ahí la necesidad de combatir este tipo de subterfugios, cuya única finalidad es conservar el poder político y la hegemonía ideológico-cultural.

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