domingo, 4 de abril de 2021

El comunismo y los recalcitrantes, por Arnaud Imatz

 Arnaud Imatz

Razón Española

Ya no se vende la extravagante historiografía socio-comunista. Las recetas de su hermana mayor, la historiografía liberal jacobina, se estancan. Los bloques, solidarios durante mucho tiempo, se resquebrajan. El viejo prejuicio manqueo, heredado del iluminismo y sublimado por la ideología marxista, está hoy denunciado. Los nuevos inquisidores, a la defensiva, utilizan la artillería pesada, pero sus resultados son cada vez más decepcionantes. Estos nuevos «justos», guardianes de lo «políticamente correcto», pretenden, ahora y siempre, interpretar, encarnar el sentido de la historia, la razón, el progreso, la ciencia, los valores humanitarios y democráticos, pero sólo suscitarán un encogerse de hombros. Los medios de comunicación de masas ya no consiguen apagar completamente las voces de los historiadores independientes, ayer tan fácilmente marginados, excluidos o declarados reaccionarios, obscurantistas, obstáculos para la instauración de la sociedad ideal. El sectarismo, la intolerancia, el desprecio y el odio de que aún son víctimas estos historiadores que rechazan cualquier lectura unilateral de la Historia, ya no engañan. ¿No será la opinión pública menos ciega y maleable de lo que se dice?

El historiador auténtico debe responder a la mentira, a la manipulación, a la desinformación de los mandarines de la comunicación, con el «calcular, evaluar, encadenar» sin permitirse la facilidad engañosa de la exageración. Dominique Venner pertenece a estos. Historiador riguroso y ponderado, se consagra valiente e incansablemente a establecer las verdades más vejadas. Unas cuarenta obras, de las cuales las más recientes son Historia crítica de la Resistencia (1995), Historia de un fascismo alemán (1996), Historia de la colaboración (2000) y numerosos artículos publicados en su revista «Investigación sobre la Historia» han permitido apreciar su calidad de historiador y su talento de escritor. «Mutatis mutandis» es un poco el equivalente de Renzo de Felice en Italia, o de Ernest Nolte en Alemania. Recordaremos aquí entre sus trabajos recientes más importantes una obra muy completa y utilísima, Los Blancos y los Rojos, Historia de la guerra civil rusa 1917-1921 (1997).

Es inmensa la bibliografía sobre los acontecimientos de 1917; pero es mucho más limitada sobre la guerra civil que transcurre de 1918 a 1921. Dominique Venner estudia a los Rojos y los Blancos sin prejuicio. Bienvenida sea su obra por ser el fruto de un espíritu libre e independiente, y aún más, de un especialista a quien sublevan los análisis reduccionistas, los maniqueismos y los prejuicios de cualquier clase. La descripción de los acontecimientos es precisa, incluso minuciosa. Los retratos de los grandes protagonistas, Lenin, Trotski, Stalin, el zar Nicolás II, Rasputin, el Gran Duque Nicolás, Mikhailovitch, Kerenski, los jefes de los ejércitos blancos están trazados de mano maestra. La autocracia rusa era un régimen moribundo ya antes de ser atacada. Las torpezas de la zarina y del zar, los escándalos de Rasputín, el baile de ministros, la incompetencia de los gobiernos, la degradación de la situación social y económica, la crisis de suministros, las terribles pérdidas del ejército (2.500.000 muertos en dos años y medio de guerra contra Alemania) serán hábilmente explotadas por la oposición y por los revolucionarios. De hecho, la víspera de la revolución, todo el mundo conspiraba contra el régimen: los movimientos revolucionarios, por supuesto, el partido social-revolucionario (S.R), defensor del alzamiento populista y campesino, y el partido social-demócrata, que representa la tendencia marxista; pero también los monárquicos liberales, los republicanos y los socialistas moderados. El ejército estaba muy dividido. La revolución de febrero de 1917 es una sublevación militar injertada sobre movimientos proletarios de limitada importancia, pero explotados hábilmente por la minoría revolucionaria. Los bolcheviques, fracción mayoritaria y extremista del Partido social-demócrata, supieron implantar en el ejército y en los principales centros industriales una organización clan-destina eficaz y bien ramificada. En febrero de 1917 sólo tenían 24.000 adheridos. Entre abril y octubre de 1917, reclutan una cantidad prodigiosa, y se harán dueños del país. Al día siguiente de la abdicación del zar, los liberales y los socialistas moderados constituyen un gobierno provisional cuyos miembros son, en su mayoría, masones.

Esos hombres no tienen la menor conciencia de la marea que los va a arrastrar. El socialista moderado Kerensky, a la cabeza, representará un papel lamentable. La mayoría de los cuadros del ejército acogió la abdicación del zar como si le quitaran un peso de encima. La casi totalidad de los futuros jefes de los ejércitos blancos, Kornilov, Alexeiev, Denikne, Koltchak, Kaledine, etc, son hostiles a una restauración monárquica. Totalmente desacreditada por los últimos años del reinado de Nicolás II, la monarquía ya no tiene ningún defensor.

El comunismo de guerra, cuyas bases son asentadas por Lenin en la primavera de 1918, es la causa directa de la guerra civil. A diferencia de los Rojos, los Blancos no tienen unidad política. Reagrupan a todos los opositores del bolchevismo, desde la extrema derecha monárquica muy minoritaria, hasta socialistas-revolucionarios, pasando por los conservadores republicanos, los nacionalistas de la Gran Rusia, y los autonomistas cosacos. Contrariamente a los bolcheviques, no tienen un sistema de ideas, ni un proyecto poderoso, ni un mito movilizador. Se dividen sobre el porvenir. Dos ejemplos: el problema agrario, que condiciona el apoyo del campesinado, no encuentra solución. Los Blancos deberían apoyar a la masa de los pequeños campesinos en detrimento de los grandes propietarios; no lo hacen. Deberían apoyar a los nacionalismos; pero, ciegos, se hunden en la defensa reaccionaria de la «Gran Rusia una e indivisible». Enfrente, Trotski y Stalin son los dirigentes bolcheviques que representan el papel más importante. Saben poner al servicio de la revolución a especialistas militares en mayor número que los contrarrevolucionarios. Venner consagra capítulos al coste de la revolución bolchevique en Rusia. Cita las únicas evaluaciones científicas de la hecatombe imputables a la dictadura del partido comunista desde 1917, excluyendo las pérdidas de la Segunda Guerra Mundial.

Según la más modesta de esas estimaciones, debida al demógrafo soviético Maksudov, el cambio en Rusia habría costado 27,5 millones de víctimas de 1918 a 1958. El demógrafo Kourganov ofrece una cifra global aún más aterradora: 66 millones de muertos.

En fin, a la luz de los archivos de la ex URSS, el historiador ruso Volkogonov presenta un balance total de 35 millones de víctimas. Compararemos estos trabajos de los especialistas rusos, citados por Venner, con los de los investigadores franceses del CNRS, todos antiguos militantes comunistas o izquierdistas que han publicado recientemente el Libro negro del comunismo: crímenes, terror, represión (1997). Stéphane Courtois, el director de la obra, resume este voluminoso libro en un capítulo introductorio que llama particularmente la atención.

Da un primer resultado que no llega a ser más que una «aproximación mínima». El balance del comunismo da vértigo:


URSS: 20 millones de muertos

China: 65 millones de muertos

Vietnam: 1 millón de muertos

Corea del Norte: 2 millones de muertos

Camboya: 2 millones de muertos

Europa del Este: 1 millón de muertos

América latina: 150.000 muertos.

África: 1,7 millones de muertos.

Afganistán: 1,5 millones de muertos. 

En total se aproxima a 100 millones.

Del comunismo se sabía casi todo, desde el principio, desde la Revolución de octubre de 1917, tanto de los crímenes como de la represión y de los horrores que desencadenaba la ideología socio-marxista. Se sabía que las prácticas criminales, el "genocidio de clase", eran la consecuencia de la perversidad de su ideología, del morbo de su obsesión niveladora. Se sabía que los campos de concentración eran un invento del camarada Trotski, y se sabía que Stalin, y luego Mao, no había hecho otra cosa que retomar y proseguir la obra donde Lenin la habían dejado. Se sabía que el «genocidio de clase» había producido de siete a quince veces más muertos que el "genocidio de raza". Se sabía que la esencia del socialismo real era el terror frío, aplicado de manera minuciosa, casi científica. Se sabía, en fin, que el crimen estaba en el centro de la teoría y de la práctica del pretendido comunismo ideal. Pero faltaba todavía informarse y admitir el horror. La empresa criminal más terrible de la historia se benefició, hasta el final, de la ayuda y de la complicidad activa de una gran parte de las elites político-culturales occidentales. La responsabilidad y la culpabilidad colectiva de éstas son hoy evidentes. Abundaban los testimonios de los rusos escapados del infierno. Kravchenko, Soljenitsyn, Koestler, Djilas, Sakharov, los cuadernos clandestinos del Samijdat y las víctimas vietnamitas, chinas, camboyanas, laosianas, denunciaban plenamente el terror, los crímenes, los gulags. Pero todos estos testimonios eran considerados sospechosos, sin valor, o mentirosos por las «conciencias virtuosas» occidentales garantes de los pretendidos «derechos del hombre».

Las revelaciones sobre el comunismo, decían ellos, serían explotadas por la derecha. Decir la verdad sobre el sistema comunista era ser cómplice del Fascismo. Las revelaciones proporcionadas por los archivos de Moscú tropiezan aún con fuerte resistencia. Los compañeros de viaje, antes públicos y ahora camuflados, admiten que el comunismo ha matado a decenas o centenares de miles de personas, incluso a millones; pero no era tan grave, puesto que era en nombre de los "valores democráticos" y de la "felicidad de la Humanidad".

Después de todo, la inspiración era generosa, y en cualquier caso, se aplicaba a contrarrevolucionarios o a fascistas que era legítimo sacrificar. No exageramos: la lectura de las reacciones histéricas de demasiados medios de comunicación, entre ellas las de varios colaboradores del diario Le Monde, que reproducen fielmente Pierre Rigoulot y Ilios Yannakakis en su libro Un payé dans l'Histoire. Le débat francais sur le livre noir du communisme (1998), provocan náusea. Tanta crueldad, falta de corazón, ceguera sectaria e inhumanidad ante la desgracia ajena, y ello a pesar del balance terrorífico de ocho decenios de aplicaciones y de experiencias, dan asco. Se dice que hay lugares de la memoria. También hay lugares privilegiados de la mentira, de la manipulación y del odio. Para Venner y para todos los historiadores honrados y justos, la amplitud de la misión sigue siendo enorme. Y aunque no agrade a algunos, se cumplirá.

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