domingo, 26 de julio de 2020

Reseña: Imperiofobia y leyenda negra de Mª Elvira Roca Barea

Imperiofobia y leyenda negra de Mª Elvira Roca Barea es una de las obras más controvertidas de los últimos años. Desde su publicación original, en su primera edición, en el año 2016,el exitoso trabajo de la investigadora, ensayista y filóloga se ha visto sometido a furibundas invectivas e intentos de «refutación» por parte de un buen número de detractores, en algunos casos, como Arturo Pérez Reverte, por una cuestión más personal, pues aparece mencionado en la obra como uno de los más firmes sostenedores de la leyenda negra antiespañola a través de sus obras, o bien por cuestiones ideológicas, como ha sucedido con José Luis Villacañas, donde el catálogo de insultos y zafiedades entremezcladas con falsedades históricas envueltas en un barniz ideológico muy particular, ha contribuido a dar la razón a las tesis fundamentales con las que la autora vertebra su obra.

Posiblemente las polémicas que hemos visto reflejadas en la prensa a través de entrevistas, y el uso de determinados cenáculos mediáticos para atacar a Mª Elvira Roca, puedan resultar interesantes, especialmente en la medida que retrata la vigencia de la leyenda negra, y cómo cierto sector de la intelectualidad española sigue adoptándola por sistema, con el único fin de degradar la visión de nuestra historia y aminorar el valor de nuestros logros y hazañas históricas, especialmente en lo que se refiere al Imperio Español, con todos sus avatares, positivos y negativos, para perpetuar el complejo de inferioridad y de culpa que, como bien señala nuestra autora, comienza a forjarse en el siglo XVIII con la Ilustración y el debilitamiento del proyecto imperial en Hispanoamérica.

Si nos centramos en el contenido de la obra y más concretamente en el concepto de leyenda negra, este término entraña un carácter estrictamente español y aplicable a nuestro pasado histórico. Hay una relación íntima y directa entre el concepto y nuestra historia que se ha convertido prácticamente en universal, al menos en el contexto del llamado mundo occidental. En España debemos su consolidación a Julián Juderías, diplomático, traductor y notable políglota, que toma conciencia de la visión de lo español más allá de nuestras fronteras. El fundamento de esta leyenda negra encuentra su acepción más clara, según Barea, en la definición del historiador William Maltby, y que viene a hablar de «la opinión según la cual los españoles son inferiores a otros europeos en aquellas cualidades que se consideran civilizadas», aunque para ubicarla dentro del contexto histórico la definición de la RAE parece un buen complemento: «opinión contra lo español difundida a partir del siglo XVI». Se trata de un fenómeno específicamente español, aunque otros países se hayan visto afectados por éste, con una magnitud en el tiempo y el espacio totalmente excepcional. Además todas las opiniones y juicios vertidos dentro de este contexto gozan de una pátina de respetabilidad intelectual y corrección política absoluta. Y es más, dentro de la cultura popular la aceptación es incontestable, con aseveraciones que están tan imbricadas entre las «verdades aceptadas», que nadie es capaz de negarlas sin convertirse en un conspiranoico, totalitario o terraplanista, concepto éste último muy en boga en nuestros tiempos, especialmente por los enemigos de la verdad.

La leyenda negra, al mismo tiempo, es indisociable del concepto de Imperio, pues nace ligado a éste y todo su desarrollo depende de los derroteros que éste sigue y su construcción y devenir histórico. Por ello Mª Elvira Roca Barea considera esencial llegar a una síntesis o definición del concepto de Imperio, algo que muchos ensayos y trabajos históricos rigurosos no llegan a captar en toda su esencia. Es una tarea compleja en la medida que el concepto conoce una evolución a través de los diferentes imperios que se suceden a lo largo de la historia, que son objeto de análisis por parte de la autora, con la intención de identificar y analizar los patrones de la imperiofobia en el caso de imperio más paradigmático, y más estable, de la historia, como fue aquel Romano, sucedido de otros proyectos imperiales como el estadounidense, el ruso y, finalmente, el español, que representa la piedra angular de la presente obra.

Más allá de definiciones vagas e imprecisas, una de las características que podemos destacar del imperio es su capacidad para unir sobre un mismo espacio, de alcance global o continental, a una gran variedad de pueblos y gentes que previamente no tenían relación entre sí. Comprende un territorio amplio sobre el cual se ejerce una hegemonía, no necesariamente militar o de control efectivo del mismo. Al mismo tiempo, el imperio, históricamente, denota a todos los niveles un prestigio que se transmite de generación en generación, y que podemos ver a través del Imperio Romano y los sucesivos intentos de restauración o de legitimación en éste. Otro de los elementos en esta breve síntesis es aquel de la leyenda negra, que acompaña en forma de propaganda a todos los imperios, y que es elaborada por las élites, las oligarquías locales y los intelectuales de los pueblos que forman parte de los agregados imperiales, bajo formas más o menos sofisticadas, y que alcanza la perfección con la imprenta al servicio de Lutero y la Reforma frente al mundo hispánico-católico del Imperio Español.

La propaganda anti-imperial cuestiona permanentemente la legitimidad del imperio, lo infravalora y empequeñece sus logros, lo convierte en culpable de todos los males, especialmente desde la perspectiva ético-moral y religiosa; además le atribuye unos orígenes turbios e innobles, o bien comportamientos bárbaros, crueles e impíos. Nace del complejo de inferioridad y de la idea del fracaso propio, de la incapacidad y de la frustración de quienes se ven anulados para rivalizar con la entidad hegemónica y dominante.

Estos patrones los vemos reproducidos permanentemente, sobre todo a través de los griegos en relación al Imperio Romano, o en el mundo protestante nordeuropeo frente al Imperio Español. También se menciona el caso de los europeos en relación a Estados Unidos, punto en el que discrepamos con la autora ya que nuestro rechazo hacia ese país no se debe tanto a la propaganda si no a la demostrada actitud depredadora de este imperio.

En el caso específico de Rusia el fenómeno presenta algunos de los patrones mencionados, aunque desde otra perspectiva, con un Occidente representado por la Francia ilustrada, fracasada en su propio proyecto imperial, gran propagandista y difusora de prejuicios imperiofóbicos, enfatiza los aspectos bárbaros e incivilizados de la Rusia zarista, o habla de atraso y degeneración en el caso de España o de América.

El imperio es intrínsecamente malvado por definición, es sinónimo de violencia y destrucción, y el pueblo que da origen al mismo es acreedor de los peores calificativos. Incluso en la cultura popular el Imperio tiene connotaciones exclusivamente negativas y se entiende que la oposición activa al mismo es la postura moralmente correcta (Véase el caso de La Guerra de las galaxias).

Respecto al Imperio Español contamos con diferentes contextos en el análisis de la Imperiofobia y la leyenda negra que se remite tanto al elemento hispánico como a aquel católico, y que Mª Elvira Roca clasifica en los distintos escenarios que componen este complejo puzzle de prejuicios y falsedades, que aun variando sus motivos reproducen los patrones mencionados con anterioridad. Nos referimos a la Italia del humanismo, el mundo protestante y anglosajón (Inglaterra y el Sacro Imperio alemán), donde Holanda constituye un caso aparte.

En el caso de la Italia humanista del Cinquecento, ésta inaugura muchos de los lugares comunes que caracterizan a la leyenda negra, y aunque no entrañan una gran violencia ni una oposición activa y armada contra lo español, sí denotan un contenido más o menos sistematizado. Dentro del capítulo de los «orígenes innobles» y la inferioridad racial destaca la idea de que los españoles son «medio moros y medio judíos», con lo cual no son verdaderos cristianos, o al menos no son de fiar por ser «marranos». Junto a este prejuicio hallamos otro bajo la acusación de ser descendientes de godos, como antítesis del romano civilizado, como parte del mundo tenebroso y medieval de bárbaros. Esta perspectiva tan despectiva de lo español está íntimamente relacionada con la soberbia intelectual que caracteriza al Humanismo que, como la Ilustración, se considera la culminación del saber y el conocimiento y desprecia las edades pasadas. Por otro lado los italianos de la época se sentían todavía herederos del Imperio Romano, y un pueblo rico y culto, reticente a ser objeto de dominio por parte de un pueblo, como el español, que había vivido su catarsis histórica en pleno medievo.

La hispanofobia en el ámbito italiano se manifiesta en aspectos históricos concretos, como es el caso del famoso saqueo de Roma a manos de las tropas imperiales de Carlos V en 1527, atribuido a los españoles cuando fue protagonizada por un ejército multiétnico donde los españoles eran minoría respecto a alemanes o italianos. Por otro lado el impacto del saqueo no se tradujo en destrucciones o pérdidas materiales significativas. Además los territorios italianos bajo soberanía imperial gozaron de múltiples beneficios a nivel político-administrativo, con el respeto a las estructuras de poder locales y tradicionales, la posibilidad de medrar en la estructura imperial o la protección ante las acometidas de otomanos y berberiscos, que amenazaron las zonas portuarias del sur italiano, especialmente a partir de la toma de Otranto en 1480.

Merece la pena mencionar la obra de Lope de Vega, bajo el título de La Contienda, que la autora pone como referencia sobre la percepción que los españoles de la época tenían respecto a los prejuicios y falsedades que eran vertidos contra ellos. Y lo que transmite la obra en ese sentido es una despreocupación absoluta sobre los juicios malintencionados y prejuicios que circulaban en la época y de los que son perfectamente conscientes.

No obstante, el centro más importante de la hispanofobia lo encontramos en la órbita de los países protestantes del Norte de Europa, que son los que terminarán por dinamitar los planes imperiales de Carlos V y su proyecto de ecumene europeo. Es el protestantismo quien, cegado por su odio y fanatismo ideológico, comienza a construir los verdaderos cimientos de la leyenda negra, y lo hace de forma plenamente consciente. Dentro de este contexto la figura de Lutero es esencial como reformista y agitador de la causa protestante a través de una propaganda anticatólica especialmente agresiva y violenta que convirtió a la Iglesia en el mismo Anticristo, uniendo hábilmente su causa con aquella del poder de los príncipes y el propio nacionalismo germánico, que construye una relación de simbiosis con la naciente iglesia protestante. Obviamente los príncipes sabían perfectamente que el protestantismo era un arma excepcional para luchar contra la anhelada unidad imperial y para oponerse a las acciones pontificias sobre suelo germánico.

Las guerras de religión, que recorren la segunda mitad del siglo XVI y la primera mitad del siglo XVII son un excelente caldo de cultivo para la difusión de una feroz propaganda protestante contra el mundo hispánico-católico. La élite intelectual alemana, profundamente nacionalista, construye un relato totalmente ficticio acerca de lo español que toma como objeto de sus ataques al catolicismo profesado por los españoles, y en particular a la Inquisición como una institución intolerante, cruel y bárbara, junto al prejuicio racial que adquiere tintes grotescos al calificar nuevamente al español como contaminado por la sangre semita y al mismo tiempo aliado de los turcos. Una cantidad ingente de libelos y escritos propagandísticos anticatólicos y antiespañoles inundan Europa en la que los españoles y el papado representan al Anticristo.

Por otro lado, destaca Barea, los enfrentamientos y guerras de religión que se viven en el Sacro Imperio son en todo momento civiles, entre católicos y protestantes alemanes, en un detalle que no es menor ni anecdótico precisamente. Pese a ser calificadas por el bando protestante como «guerras españolas», en realidad el grueso de las tropas en conflicto son mayoritariamente alemanas, y existe una parte de los alemanes que son católicos y se alinean con el Imperio, pero esa realidad es permanentemente socavada por la propaganda desplegada por sus antagonistas. Y al mismo tiempo los protestantes se encuentran enfrentados entre sí, con otras iglesias reformistas minoritarias, a las que se oponen con la misma intransigencia que a los católicos. Fueron guerras cruentas y muy sangrientas en las que se diezmaron poblaciones enteras, con encarnizadas persecuciones contra la población católica con numerosos hechos que la historiografía académica oficial ha preferido obviar en sus análisis históricos.

De hecho, en Alemania y el Norte de Europa la intolerancia religiosa será un fenómeno común hasta bien entrado el siglo XIX, lo que generará grandes desequilibrios socioeconómicos entre los protestantes y los católicos en perjuicio de éstos últimos. Todavía bajo la Alemania unificada del segundo Reich, apunta Barea, Bismarck expulsó a sacerdotes católicos de distintas órdenes religiosas.

En el caso inglés se repiten los mismos patrones que ya hemos expuesto, y como en Alemania, la hispanofobia se mantiene muy activa durante los siglos del imperio. Los ingleses, junto a los holandeses y los hugonotes franceses forjaron una red de propaganda antiespañola y anticatólica muy sistemática que también se nutrió de personajes advenedizos y traidores procedentes de España, como el caso paradigmático de Antonio Pérez, el secretario de Felipe II, cuyos ataques al rey por el drama de su hijo, el infante Carlos, sirvieron a la causa protestante para enriquecer el catálogo de prejuicios, falsedades e improperios con los que nutrían sus difusiones.

Con Enrique VIII y la proclamación de la Iglesia anglicana, de la cual el propio rey era su jefe absoluto, cualquier tipo de pacto o mediación con el papa se considera alta traición castigada con la pena de muerte. Tras su muerte y sucesión en su hija María I, nieta de los Reyes Católicos, restableció el catolicismo y persiguió a la nueva religión. Esto fue durante un breve periodo, entre 1553 y 1558, a partir de esa fecha, y con la entronización de su hermana Isabel I, se inició una persecución feroz contra los católicos que se mantendría como una constante hasta el siglo XIX, y no solo de los católicos sino también de otras confesiones protestantes minoritarias. De hecho, las primeras corrientes migratorias que se embarcan hacia Norteamérica en el Mayflower estuvieron integradas por calvinistas, luteranos, baptistas, menonitas y otras confesiones reformistas huyendo de las terribles persecuciones, que incluían torturas, ahorcamientos y descuartizamientos. Estas persecuciones eran actualizadas periódicamente, y los católicos sirvieron de chivo expiatorio y fuente de todo tipo de iniquidades. No fue hasta mediados del siglo XIX cuando los católicos comenzaron a adquirir derechos de ciudadanía en igualdad de condiciones con sus conciudadanos anglicanos. Una muestra más de la falsedad de la tan cacareada «libertad de culto» de los países protestantes frente a «la terrible e implacable intolerancia católica».

Del mismo modo, nosotros mismos hemos asumido gran parte de esa leyenda negra en relación a Inglaterra con el caso paradigmático de la llamada «Armada Invencible» comandada por el duque de Medina-Sidonia a instancias de Felipe II, que todos hemos aprendido que fue una gran derrota española frente al poderío inglés, y que a partir de ese momento inició su poder naval y tomó la hegemonía de los mares. Es algo completamente falso que los propios datos históricos desmienten de forma rotunda. La pretendida derrota española de la Invencible no fue tal, pues las tormentas provocaron más daños a la armada española que el combate con los ingleses, cuyo impacto fue mínimo. De hecho poca gente sabe que los ingleses intentaron invadir España y sus posesiones de Ultramar hasta en cuatro ocasiones, y en todas ellas fracasaron, y la más célebre fue aquella de Cartagena de Indias, donde el mítico Blas de Lezo consiguió infligir la mayor derrota de la historia a la armada británica comandada por Lord Vernon en 1741.

Los Países Bajos, que es importante apuntar —como destaca Mª Elvira Roca— que fueron una herencia directa que Carlos V recibió por parte de su abuela paterna, María de Borgoña, y en consecuencia se encontraba legítimamente entre las posesiones territoriales del imperio. Eran unos territorios con profundas desigualdades y enfrentamientos, que merced a la acción de sus oligarquías construyeron su propia historia nacional en contraposición al Imperio Español a través de una poderosa maquinaria de propaganda que tergiversó la realidad de los hechos hasta límites inimaginables. Los predicadores calvinistas, en connivencia con los Orange, transformaron al pueblo neerlandés en oprimidos y explotados del Imperio, y alteraron la percepción de todas las acciones del aparato imperial como agresiones directas a la independencia y dignidad del pueblo holandés. Este formidable aparato propagandístico, que venía a recurrir a los patrones clásicos de la hispanofobia, mantuvo rebeliones y guerras contra el Imperio entre 1566 y 1648, hasta el Tratado de Münster que concede la independencia a los Países Bajos. A partir de este engranaje propagandístico se construyó la leyenda negra del Duque de Alba y construyeron su propio relato nacionalista. La realidad de los hechos quedó ensombrecida irremediablemente, y con ella muchos prejuicios adquirieron la categoría de hechos y realidades históricas. Mª Elvira Roca ofrece un buen número de ejemplos particulares, como la escasa participación de tropas españolas en las filas imperiales que se enfrentaron a los rebeldes holandeses en las sucesivas guerras y la presencia masiva de holandeses y flamencos en las mismas, lo que delataba, al igual que en Alemania, la existencia de un conflicto civil.

En el caso de los Países Bajos la persecución de los católicos adquirió los mismos tintes dramáticos que en el resto de naciones protestantes, y como en Inglaterra o Alemania, éstos fueron perseguidos, desposeídos de sus bienes, torturados y asesinados, en una situación de inferioridad y con derechos ciudadanos cercenados durante siglos.

Las persecuciones religiosas del mundo protestante están perfectamente contrastadas y documentadas, y en este contexto resulta muy significativo que la propaganda de estos países acusara a aquellos de ámbito católico de su crueldad e intolerancia religiosa tomando como referencia a la Inquisición. Mª Elvira Roca, que no defiende en ningún momento a la Inquisición ni trata de justificarla, alude a datos objetivos acerca de la institución que resultan muy significativos en contraste con su reverso protestante. Los procedimientos del Santo Oficio estaban perfectamente reglamentados y burocratizados, las torturas eran poco frecuentes y reguladas con unos límites y unas excepciones muy estrictas. Lo más frecuente eran las multas y las penas de prisión. Y los números muestran una desproporción brutal entre las víctimas de la Inquisición (1.346 condenados a muerte entre 1540 y 1700) respecto a aquellas de las persecuciones protestantes (en Inglaterra se condenó a muerte a 264.000 personas en tres siglos). Nuevamente se demuestra la existencia de un mito construido ex profeso por la propaganda protestante para demonizar al enemigo católico. En este terreno resulta muy significativo aquello que apunta Mª Elvira Roca Barea, con numerosos ejemplos literarios, acerca de cómo se construye el mito de la Inquisición desde la propia literatura y ésta se confunde con la realidad histórica, en un proceso que llega incluso hasta nuestros días con elementos muy arquetípicos.

El otro gran caballo de batalla de la leyenda negra hispanófoba lo tenemos en América, donde el famoso pseudoargumento de un imperio decadente y degenerado, e incluso depredador, se ha impuesto incluso entre los propios españoles, espoleada desde ciertos cenáculos ideológicos como aquel que encabeza José Luis Villacañas, que incluso llega a negar la propia existencia del Imperio. En este sentido, hay una reflexión muy interesante de la autora que interpela a los españoles, como aquellos del siglo XIX, y que hablan de la decadencia del imperio y culpan a aquellos que hicieron el esfuerzo por levantarlo de la nada, eximiéndose de toda culpa y responsabilidad. Y a este respecto Mª Elvira Roca alude a la muerte natural de todo imperio y pone en valor que éste se mantuviese en pie durante tres siglos, gozando de una estabilidad desconocida entre ingleses y franceses. De hecho, e insiste mucho en este punto, ni Gran Bretaña ni Francia consiguieron construir imperios en Ultramar como aquel español, que se extendió desde Río Grande hasta Tierra de Fuego, una hazaña jamás igualada por ninguna otra potencia europea.

Respecto al Imperio Español es necesario puntualizar una serie de aspectos, que la autora pone en relieve:
  • Los territorios hispanoamericanos gozaron del mismo estatus jurídico que aquellos de la España peninsular, fueron ciudadanos de la corona española bajo los mismos derechos y obligaciones. No hubo un trato diferencial o un menoscabo de los derechos de las poblaciones de Ultramar, y en el caso de los indios incluso dio lugar a ejemplos de integración tutelada bajo la acción de los jesuitas en las llamadas Repúblicas Indias, que permitía un margen de libertad y autonomía muy amplio entre las poblaciones indígenas. No conviene olvidar las acciones de sacerdotes como Antonio de Montesinos en la defensa de la población indígena o las primeras disposiciones por parte de Isabel la Católica en defensa de los derechos y dignidad de éstos. Por lo tanto, Hispanoamérica no fue una colonia.
  • España generó estructuras de civilización en Hispanoamérica a través del desarrollo de sucesivos modelos urbanos en la fundación de nuevos asentamientos de población, la construcción de hospitales, iglesias y universidades, así como una estructura y jerarquía funcionarial y de Estado desde los alcaldes y corregidores hasta la figura del virrey, todos ellos sometidos a un severo control en el ejercicio de sus funciones (los famosos juicios de residencia). En este sentido conviene destacar que el desarrollo urbano, la prosperidad económica y el potencial de la América Española fue muy superior al de las colonias anglosajonas en Norteamérica, incapaces de llegar a pactos con los indios y de avanzar en un control efectivo del territorio hasta la independencia con el nacimiento de Estados Unidos.
  • El Imperio Español, a diferencia de otras potencias europeas, es el único en el que se cuestiona la legitimidad moral y legal de sus conquistas. Sobre la legitimidad de la Corona para conquistar el Nuevo Mundo y someter a los indígenas. Fue un debate en el que participaron los estamentos eclesiásticos y donde primó la libertad de expresión. Además los derechos indígenas ya habían sido reconocidos en sucesivas leyes en 1512 y 1513, en Burgos y Valladolid respectivamente. A este respecto tampoco podemos obviar el papel de las Leyes de Indias, una monumental obra jurídica que reguló la vida de las sociedades hispanoamericanas y les ofreció estabilidad durante los 300 años de pertenencia al imperio e incluso hoy, 200 años después de la independencia de estos territorios.
Curiosamente, y lejos de las habituales falsedades históricas, la Ilustración negó los derechos que la Corona Española dio a las poblaciones indígenas, al tiempo que daba nuevos bríos a la leyenda negra y actualizaba sus contenidos bajo las acusaciones de país atrasado, de ignorantes e incultos por culpa de la Inquisición, que no formaba parte de la civilización. Paralelamente, desde el ámbito anglosajón no hay ni una palabra respecto al exterminio de poblaciones nativas norteamericanas a lo largo del siglo XIX. En el mismo contexto, la Ilustración aprobaba la persecución de los católicos, a los que se colocaba al mismo nivel que los ateos o los musulmanes, como ocurre en la obra de John Locke o para el propio Voltaire.

Con el advenimiento del liberalismo en el siglo XIX asistimos a una reescritura de la historia en el caso de potencias coloniales como Inglaterra y Francia, que pretenden retrotraer los orígenes mucho más atrás, en una suerte de revisionismo que, inevitablemente termina por contribuir a alimentar la leyenda negra hispanófoba. En este contexto se reproducen los mismos patrones clásicos de la leyenda, a los que se añaden, merced al racismo científico, la idea de la inferioridad de los españoles y la existencia de elementos debilitados de sangre goda en su sustrato racial, presa de la degeneración, el atraso y la intolerancia. Frente al Imperio Español está aquel inglés, próspero, rico y democrático. Lo cierto es que Inglaterra fracasa en Norteamérica, al igual que Francia en su experiencia colonial anterior al siglo XIX. Ahora se impone un nuevo fenómeno, que es aquel del colonialismo, en el que hay una diferencia esencial, y es la desigualdad jurídica entre colonia y metrópoli en beneficio, obviamente, de ésta última. El carácter depredador, y la ausencia de estructuras de civilización, como aquellas del Imperio Español, caracterizan a estos modelos coloniales, en los que las colonias sirven de mercados cautivos para alimentar la industria de la potencia colonizadora (Véase el ejemplo de la India en el caso británico).

Durante esta época toma fuerza como nuevo componente de la leyenda negra, la idea de que la expulsión de los judíos en 1492 fue el motivo de la caída y degeneración del poder imperial español, en una afirmación sin un atisbo de realidad histórica. Está dentro del contexto de la llamada «Ilustración judía», vinculada al nacimiento del sionismo, que muestra un afán revanchista y frustración frente a España, pese a que la expulsión de los judíos o las persecuciones de las que son objeto son un fenómeno generalizado en toda Europa. Como decimos, es una idea sin base histórica, ya que hay estudios que demuestran que el impacto de su expulsión fue bastante atenuado y a nivel local.

En el siglo XIX también es muy importante otro fenómeno que nos afecta a nosotros, como españoles, y es la interiorización completa y absoluta de la leyenda negra, que es asimilada como verdadera y conoce su culminación en los numerosos actos de mortificación, de lamentos y derrotismo, con la generación del 98. Al asumirla como cierta, lo hacen con todos sus tópicos relacionados con la España atrasada, oscura y bárbara de la inquisición. Es la España concebida como anomalía histórica o como un proyecto invertebrado en términos orteguianos, incapaz de superar sus frustraciones. Hay un excesivo celo en la autocrítica y la flagelación, y una importancia demasiado grande hacia lo que se dice de España en el exterior.

En el presente los mismos antagonismos que recorren siglos enteros, y que colocan a católicos y protestantes en trincheras enfrentadas, ayudan a perpetuar viejos prejuicios, en diferentes contextos, como aquel económico al que hace alusión Mª Elvira Roca. Los países mediterráneos aparecen como corruptos e insolventes, «de poco fiar», frente a la laboriosidad y fiabilidad de los países del Norte de Europa, aquellos históricamente protestantes, que pese a mostrarse poco fiables en el pago de deudas históricas (la autora menciona la deuda alemana contraída en 1919, en el Tratado de Versalles, o la deuda de Reino Unido contraída con el FMI en 1976, en contraposición al rescate de Grecia en el 2008 y los prejuicios generados en torno a la nación mediterránea). Los países católicos son los llamados PIGS (Portugal, Italia, Grecia y España), sobre los que pesa un viejo estigma que guarda relación con la leyenda negra y el anticatolicismo recalcitrante que imperó en estos países hasta bien entrado el siglo XIX.

Lejos de disminuir o apagarse en sus efectos, la leyenda negra sigue vigente en nuestros días, y se manifiesta en formas de ocio y entretenimiento populares, en el cine, en la literatura o en una serie de afirmaciones tópicas y arquetípicas que siguen condicionando la visión del mundo hispánico y de su historia en el presente. Nosotros añadiríamos, que en el caso particular de España la leyenda negra se manifiesta de forma muy preocupante en el ámbito político, dentro del campo de los intelectuales oficiales del régimen, en la conformación de un frente hispanófobo que muestra una denodada voluntad por desfigurar nuestro pasado, incluso hasta el punto de negar la identidad misma de España como nación histórica, y no solo en el fragor de sus siglos áureos, alimentando falsas identidades históricas en los separatismos periféricos o, cumpliendo con los antiguos patrones más rancios de la hispanofobia, hablando de una España como crisol de razas y por ello privada de una identidad concreta o estable en su devenir histórico.

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