martes, 11 de agosto de 2020

Antonio Ríos Rojas: “El melancólico duda, y el ser que duda, piensa, y el que piensa se convierte en alguien peligroso”

 

La melancolía ha cautivado muchas mentes a lo largo de la historia, especialmente las de aquellos que se propusieron observar y conocer la naturaleza humana. Así, desde Aristóteles hasta Oscar Wilde, pasando por Guardini y Dante, la lista de pensadores que ha abordado esta cuestión es innumerable. En consecuencia, son innumerables también las interpretaciones de ella: en ocasiones se ha concebido como virtud, otras veces como condena y, en algunos casos, incluso como enfermedad. De entre todas estas lecturas, ¿cómo saber cuál es la más atinada? Esa es la pregunta a la que responde Antonio Ríos Rojas, prestigioso ensayista, profesor y articulista habitual de La Tribuna del País Vasco, en su nuevo ensayo La melancolía del cristianismo: ¿Una teología

heterodoxa?. “El cristianismo actual, imbuido del espíritu moderno, ha rechazado la melancolía, renunciando así a su propio ser. En su lugar ha entronizado una alegría infantil, una visión rosa bombón de la vida propia de ingenuos que no advierten una verdad esencial: que la felicidad que desean con ardor no la hallarán en este mundo”, explica Ríos Rojas. Entrevista exclusiva

¿Qué es para usted la melancolía: una virtud, un sentimiento, una enfermedad... un pecado?

La melancolía puede entenderse y se ha entendido de hecho por todo eso que usted menciona. Para muchos ha sido y es una virtud, una enfermedad, un pecado.... Rastreando el concepto por ciertas !losofías y escuelas de psicología, yo entiendo la melancolía, sobre todo, como un un estado intermedio entre la alegría y la tristeza, un “estado fronterizo” que diría Eugenio Trías. Eso la convierte para mí en algo más cercano a una virtud, porque esos estados intermedios o fronterizos, son los interesantes, donde se desarrollan las crisis y en ellas se dirime el crecimiento espiritual del hombre. Si se quiere, la melancolía vendría a ser un estado de templanza. En otras épocas más apocalípticas, podía rechazarse al hombre templado. Pero aquellas épocas no eran épocas nihilistas como lo es la nuestra. Eran épocas exaltadas de fe. Sacudirse el yugo del nihilismo requiere pensar, pararse, detenerse, dudar... volver a la melancolía. Por otra parte diría que la melancolía es algo que habita en todo hombre. No es solo un carácter, es un germen de la naturaleza humana, y un germen que nos hace crecer.

¿Todas las principales religiones se dedican a interpretar y a explicarse la melancolía del ser humano o... esto es algo especialmente característico del cristianismo?

Las religiones –incluido el cristianismo- no se dedican primariamente a interpretar o a explicar la melancolía. Ofrecen un sentido vital, una oferta de salvación. Sólo secundariamente se ocupan del carácter, y con ello de la melancolía. En general, un hombre religioso, al poner sus miras en otra vida, no puede estar completamente feliz en el mundo. Felicidad en el mundo solo lo promete el capitalismo y el comunismo, y fíjense que in!ernos nos han legado. Las religiones no operan así; apuntan a otro mundo, y esto (por muy ingenuo o irreal que parezca) acaba operando realistamente en esta vida, haciéndonos ver lo que la vida es. Solo conociendo lo que la vida es se puede crecer. Y las religiones nos ayudan a ello. No niego que las religiones nos ofrezcan por momentos estados de gran felicidad espiritual. En Santa Teresa, por ejemplo, esos estados eran intensos, pero escasos, y la llevaban a anhelar la muerte para estar eternamente con su Dios. Santa Teresa, que tanto censuró a la melancolía, fue, sin embargo, una gran melancólica, en el sentido de reconocer que vivimos en este estado fronterizo o intermedio.

¿La melancolía es la principal característica del alma humana?

Yo diría que es la más escondida, la que está más en la raíz, la más interior, por eso es la característica o el estado más trascendente del alma humana.

La progresiva disolución que usted apunta del cristianismo, ¿es la misma disolución que afecta a la civilización occidental?

Nuestro mundo occidental ha perdido el sentido de lo sagrado; no sentimos que Dios, lo sagrado o lo santo envuelve el mundo. El mundo envuelto por Dios tenía una visión más realista de la vida y del hombre –más allá de que existiera Dios o no-. Hoy, al mundo se lo quiere envolver de alegría, de desenfado multicolor, es decir, se le quiere extirpar una parte de la realidad que es el sufrimiento, el mal, el abatimiento, la duda...pero éstas llegan inevitablemente, y cuando llegan el hombre ya ha perdido la inmunidad para afrontarlas espiritualmente. Sloterdijk decía que las religiones son partes del sistema inmunológico del ser humano. Y el hombre occidental, en cuanto carente de religión, está perdiendo inmunidad física y espiritual al alejarse de la religión. La melancolía es

un estado que devuelve al hombre inmunidad y realismo, le hace ver que la vida no es rosa. El cristianismo como cruz y resurrección es eso mismo. El cristiano que vive eternamente amargado vive enfermizamente su fe, y el que la vive con euforia constante lo hace con una ingenuidad que es también enfermiza. La disolución de Occidente es la disolución del cristianismo, pero es antes la disolución del realismo, la disolución de la naturaleza y de la vida, que el cristianismo, por muy idealista que sea, jamás ha perdido de vista en su fondo.

¿Por qué a!rma usted que el cristianismo ha renunciado a la melancolía?

Ha renunciado parcialmente a la melancolía, porque el cristianismo, en cierta medida, ha acogido a la melancolía. Ha renunciado a ella porque la ha identi!cado con el pecado de la acedia, que es una tristeza paralizadora. En este sentido renuncia a ella desde los orígenes del cristianismo. En los primeros años del cristianismo el creyente había de estar exultante de gozo, porque la segunda venida de Cristo era creída como inminente. Estos primeros cristianos se consideraban unos privilegiados por conocer esto y poder salvarse. Después, el cristianismo medieval condenó también la acedia como pecado. Hoy, siguiendo a la exultante alegría que debe tener el hombre consumista moderno, la melancolía está también expulsada. Esto es así porque el melancólico duda, y el que duda piensa, y el que piensa se convierte en alguien peligroso. El cristianismo ha renunciado a la melancolía porque la ha malentendido, y así me atrevo a decir que el cristianismo tampoco se entiende a sí mismo. Sin embargo, si bien el dogma cristiano, católico, ha rechazado la melancolía, hay un fondo, un inconsciente cristiano que la ha acogido con amor; así lo vemos en el arte cristiano. Escuche a Bach, a Palestrina, a Victoria; lea a Kempis y a tantos otros santos; contemple el arte pictórico cristiano y se dará cuenta de que el cristianismo ha acogido a la melancolía y la ha embellecido, por más que la dogmática nos quiera separar de la melancolía.

En su opinión, ¿qué pensadores han entendido mejor la relación entre la melancolía y el cristianismo?

Entre los antiguos, Tomás de Kempis. Entre los modernos, Romano Guardini. Hay que considerar que Ratzinger es discípulo de Guardini.

¿El Papa Benedicto XVI fue el pontí!ce de la melancolía mientras que el Papa Francisco es el Padre Santo de la alegría?

Benedicto XVI ha destacado en sus libros más que Francisco el carácter del “todavía no” del cristianismo. Es decir, que no estamos salvados, que la salvación hay que ganarla, y que la espera a que nos lleva ese “todavía no”, ha fortalecido más la paciencia, y con ella el pensamiento, la meditación, que necesitan de paciencia. Francisco, sin embargo, es mucho más ingenuo. Bajo mi modesto punto de vista, el papa actual resalta más la alegría, pero una alegría más infantil, menos honda, más super!cial, más sesentayochista, por eso a Pablo Iglesias, el Papa Francisco le resulta no solo simpático, sino interesante. A Francisco le es más fácil mantenerse porque tiene enemigos menos feroces que Benedicto XVI. Sus enemigos son los conservadores, sus amigos, la progresía alegre. A Benedicto XVI le pasaba lo contrario y por eso se cansó. Decidió jubilarse porque no vendía, no era un showman, era un intelectual que aburría a los mediocres, y los mediocres son legión. Pero déjeme hablar de Juan Pablo II, un papa cuya alegría no tapaba su melancolía, era un hombre profundamente solitario, una !gura trágica y por eso interesante. Era actor, hombre de show, pero actor trágico; era también irascible. Era un hombre íntegro que ofrecía vitalidad, tristeza, melancolía.

¿Qué le ha movido a escribir este libro?

Mire, yo no soy un hombre de fuerte fe religiosa pero, en el deseo de obtenerla, de ganarla, surgió en mí hace unos tres años una necesidad fuerte de estar en contacto constante con la religión católica, con sus ritos, su arte, su dogma. Eso es lo que antecede al libro. El aprecio por la melancolía y mi convicción de que el cristianismo es melancólico me movieron a escribir el libro. Yo no dejo de formar parte de este Occidente líquido y en decadencia, de escasa fe religiosa, pero combato ese mundo en el que estoy envuelto. Creo que la melancolía es un resquicio, una puerta entreabierta. No me ha preocupado al escribir este libro el ser ortodoxo ni heterodoxo, he procurado amar el cristianismo desde esa ventana abierta que es la melancolía. Tras escribir el libro amo más al cristianismo y, de algún modo, mi fe se ha fortalecido. Espero que pueda elevar a los lectores en la fe o en el anhelo de fe, de mirar y cuidar ese carácter melancólico que anida en todos, y que nos impulsa a ser menos soberbios, a dudar, a pasar por crisis, a elevarnos y crecer. Mire usted el célebre retrato de Durero. Allí se representa a la melancolía con alas, pero no echa a volar. Ya es algo, pues el hombre de hoy ya no sabe qué es un ser alado. Hay que mostrar las alas y el ansia del vuelo antes de nada.

Vivimos en el nihilismo, respiramos en él, y no se puede salir de esta atmósfera disparados con un cañón de alegría, por más que eso se predique en las iglesias. Salir del nihilismo requiere paciencia de artesano. El hombre está perdiendo la capacidad de bucear dentro de sí y de elevarse más allá de sí. Para restaurar esas capacidades espirituales hay que buscar un mar en calma, un estado intermedio desde el que meditar y crecer, ese mar en calma es el estado melancólico que todos llevamos dentro.

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