domingo, 14 de agosto de 2022

ESCUELA DE FRANKFURT - La madre del antifascismo progre


 

INTRODUCCIÓN

El antifascismo moderno es hijo de los trabajos realizados por los miembros de la Escuela de Frankfurt durante su autoexilio en los Estados Unidos, cuando trabajaron para distintos organismos de inteligencia y seguridad, traicionando a la patria en la que habían nacido. Ese antifascismo, lejos de atenuarse a medida que la Segunda Guerra Mundial y los fascismos iban quedando atrás, sorprendente se ha ido intensificando, hasta alcanzar en nuestros días una cota de virulencia insospechada. A la Escuela de Frankfurt cabe responsabilizar de que, en estos momentos, muchos sectores sociales e intelectuales, ni siquiera sepan lo que es el fascismo, pero no duden en declararse antifascistas. De hecho, para este grupo de intelectuales, en la práctica, fascismo es todo lo que no es “progresismo”. Una definición tan débil como esta, no ha sido obstáculo para que sus trabajos sobre la “personalidad autoritaria” o sobre la “dialéctica de la ilustración”, o, incluso sobre la “industria cultural”, terminen en llamamientos a la lucha contra el fascismo. Todo, para ellos, es fascismo, salvo el sacrosanto “progresismo” que incita a avanzar las líneas más allá, incluso cuando se reconoce que el camino emprendido desde el Siglo de las Luces ha conducido a territorios problemáticos.

En este ensayo vamos a intentar entender lo que fue la Escuela de Frankfurt -el Instituto de Investigaciones Sociales todavía existe hoy en la Universidad de Frankfurt del Meno, pero como supervivencia histórica y resto casi arqueológico de otra época y de una escuela de pensamiento considerada como “la última del siglo XX” y que, en cierto sentido, ha modelado buena parte de nuestra malhadada época.

Este estudio se compondrá de dos partes: de un lado estudiaremos a los personajes que dieron vida a la Escuela de Frankfurt, en especial y casi únicamente, a lo que se ha dado en llamar su “primera generación”. Hablaremos de los personajes y de sus circunstancias y, por primera vez, intuiremos porqué su pensamiento discurrió por los derroteros que lo hizo y no por caminos mucho mas razonables. Al mismo tiempo, nos preocuparemos por resaltar algunos aspectos de esta escuela que suelen ser eludidos, incluso deliberadamente olvidados por sus estudiosos. Éste no es un trabajo de “filosofía”: no nos interesa tanto el pensamiento de la Escuela de Frankfurt como tal, sino cómo salió y porqué revistió las características tuvo. Descubriremos, siguiendo ese camino, un aspecto diferente al que suele estar presente en los ensayos, glosas y alabanzas que de tanto en tanto, todavía se prodigan a este racimo de pensadores. En la segunda parte, si entraremos en su mundo de ideas y, especialmente, en la deriva antifascista que tomó su pensamiento. Ofreceremos, también, en esta parte, una panorámica de las ideas que sostuvieron sus distintos exponentes. Resultará inevitable que, finalmente, realicemos un balance crítico del trabajo realizado por los pensadores de los que nos hemos ocupado.

Vaya por delante que el antifascismo que sostuvieron es seguramente el aspecto más débil y discutible de su trabajo. Lo realizaron, claro está, por convencimiento personal, pero también por encargo del país y de las instituciones que los acogieron durante los años 30 y 40. Varios de ellos fueron empleados por los servicios de seguridad del Estado norteamericano, pero también por lobbys y fundaciones implicadas directamente en las operaciones antifascistas que, desde 1933, se mostraban partidarios de emprender una nueva guerra en Europa para salir de la crisis de 1929. Su responsabilidad es todavía mayor porque no se trataba de ciudadanos de a pie, que simplemente, creían en lo que hemos llamado “propaganda de guerra” emitida por la administración norteamericana, especialmente, a partir de 1936: ellos formaron parte de esa elaboración de ideas que concluyeron en el mayor conflicto que hayan visto los tiempos y, en definitiva, en la derrota de Europa. Y callaron. Procuraron ocultar toda esta tarea y apenas darle importancia en su recorrido profesional. Pero, a poco que se estudia a la Escuela de Frankfurt, se percibe con claridad meridiana que, durante su “período norteamericano” (1933-1952) ejercieron como plumas mercenarias al servicio de la administración, en los aspectos más problemáticos de las “operaciones psicológicas”: estudio del efecto de lo que hoy llamaríamos “fakes news”, elaboración de temas de propaganda antifascista que no tenían nada que ver con la realidad, e incluso, tareas de persecución de militantes, dirigentes, colaboradores y simpatizantes con el fascismo.

A unos les pesó más que a otros realizar estos cometidos, tan poco intelectuales y tan alejados de la filosofía pura que, en principio, era el terreno en el que habían elegido moverse. Empezaron todos en los años 20 como marxistas, hacia mediados de la década ya habían abandonado la ortodoxia, al llegar a los EEUU procuraron atenuar su pasado marxista e, incluso, cuando se reeditaron algunos de sus ensayos escritos en el período de fe marxista, alteraron los originales para anular la sospecha que pudiera tenerse sobre su fidelidad a los valores democráticos y liberales. Los conocimientos que adquirieron durante su período de colaboración con la inteligencia de los EEUU y con lobbys y fundaciones privadas (en concreto con el Comité Judío Americano y con la Fundación Rockefeller), los aprovecharon luego para desarrollar tesis sobre la “industria cultural”, una vez volvieron a establecerse en la Alemania vencida de la segunda mitad de los años 40. Fueron, en este sentido, plumas mercenarias, en las que todavía no se ha valorado suficientemente si la evolución de su pensamiento fue el resultado de las “condiciones objetivas”, esto es, de una reflexión sobre la realidad, o más bien, el resultado de percepciones subjetivas que se vieron obligados a aceptar. O, incluso, los porcentajes que hubo de lo uno y de lo otro en su pensamiento. Porque no todo en ellos -como han reconocido algunos críticos- no fue “pensamiento puro”. Adelantando las conclusiones, podemos decir que la Escuela de Frankfurt fue “moderna” en todos los sentidos, incluso en el oportunismo que dieron muestra sus miembros.

Con demasiada frecuencia, las hojas no dejan ver el bosque. Entre tantos miles de páginas escritas por los miembros de la “Escuela de Frankfurt” (en realidad Instituto de Investigaciones Sociales), es más que posible que nos perdamos lo esencial de la que ha sido llamada “última escuela de filosofía”. Los hay que dicen que este grupo es el que más ha influido en la modernidad y que hoy, todas las temáticas que tocaron en su tiempo, son las que están recogidas en la Agenda 2030 y en las derivas más aberrantes de la modernidad. No estamos de acuerdo. La Escuela de Frankfurt fue un producto de su tiempo. En realidad, no estamos de acuerdo con casi nada de lo que se ha dicho sobre este grupo de intelectuales cuya obra conocimos en nuestra juventud (especialmente a través de Herbert Marcuse que era una lectura prácticamente obligada para la “generación del 68”).

En esta introducción vamos describir algunos de los condicionantes que habitualmente no se tienen en cuenta a la hora de valorar la obra de este grupo de intelectuales. Debemos reconocer que, compartimos sus opiniones en algunos aspectos y que, en el fondo, forman parte de nuestra juventud (y sus libros han tenido un hueco en nuestra biblioteca hasta que las ediciones digitales los han sustituido).

- Lo más sorprendente es que nadie haya formulado algunas de las cuestiones que vamos a plantear en estas notas a vuelapluma. Por ejemplo, nadie ha reparado -al menos, suficientemente- que todo el grupo fundador de esta escuela -sin excepción- era de origen judío. Y no resaltamos esta característica para incluir a sus miembros en conspiraciones inexistentes, o para derivarlas hacia ulteriores ataques antisemitas que no están en nuestra intención, sino como hecho sociológico que explica casi todas sus posiciones históricas.

- El segundo elemento que tampoco suele destacarse, es que sus miembros, en realidad, apenas pueden ser considerados como “escuela”. Simplemente: no se llevaban bien. Es una anécdota, pero significativa, porque demuestra que no compartían las mismas posiciones, ni siquiera idénticos objetivos. Y, a medida que se fueron haciendo mayores, sus visiones se distanciaron más y más.

- Finalmente, la “ideología” de la Escuela de Frankfurt fue dando bandazos a medida que sus circunstancias iban cambiando y, con ellas, sus conveniencias. En cada uno de los “momentos” de la Escuela (desde su fundación hasta 1933, durante su estancia en EEUU y, posteriormente, su tarea con posterioridad a 1945) evidencian campos de estudio e intereses muy distintos en cada momento justificados en buena medida por su ascendencia judía, pero también por las circunstancias históricas. Y esto vale, incluso, para las últimas obras de Marcuse en los años 60.


ESCUELA DE LA FRANKFURT (II) - TODOS ERAN JUDÍOS… PERO NADIE (NI ELLOS MISMOS) SE PREGUNTARON POR QUÉ

Mencionar el número de miembros de tal o cual grupo étnico en una determinada iniciativa, puede parecer un gesto de xenofobia y racismo. No es, desde luego, la intención con la que lo hacemos en estas páginas, sino por su interés estadístico.

Alemania en 1930 tenía 65.000.000 de habitantes (a los que había que sumar la población austríaca que mayoritariamente ya quería integrarse en la “Pequeña Alemania” bismarckiana-weimariana para dar lugar a la “Gran Alemania” soñada por los pangermanistas, los habitantes de los territorios de Alta Silesia, los Sudetes y el “corredor” polaco, que graciosamente el Tratado de Versalles había otorgado a otros países y que, en total, daban en torno a 88.000.000 de alemanes). La web “Enciclopedia del Holocausto”, da una cifra de 500.000 judíos residentes en territorios alemanes en 1933, evaluados en un 0’75%. La misma fuente, añado que el 70% de la población vivía en zonas urbanas y el 50% en las ciudades más grandes del país. Menciona a Frankfurt am Main, con 26.000 judíos, como la mayor acumulación de este grupo étnico, después de Berlín. Sin embargo, allí el porcentaje era, incluso, menor en relación al total de población de la ciudad (no más de 550.000 habitantes en aquel momento).

A la vista de estos porcentajes, llama la atención y resulta ineludible preguntarse cómo es posible que todos los miembros de la primera generación de la Escuela de Frankfurt fueran de origen judío, esto es, el 100%. De ser irrelevante el dato, no lo tendríamos en cuenta. En un marco ubano en el que el 0’5% de la población es de origen judío, podría entenderse y considerarse normal que, en una escuela de pensamiento con vocación universitaria, el porcentaje de sus miembros que fueran de este origen, fuera, más o menos, el mismo 0’5%. Pero resulta mucho más difícil entender el por qué el 100% de los primeros miembros de la Escuela de Frankfurt, procedieran de familias judías y, no solo eso, sino que comparten otros dos rasgos característicos que se unen al común origen étnico:

- Todos ellos comparten un común origen ideológico: todos son de formación marxista (aunque no todos hayan militado en el KPD)

- Todos ellos son miembros de familias pertenecientes a la alta burguesía: hijos de banqueros unos, hijos de industriales relevantes otros, hijos de comerciantes enriquecidos. No hay entre ellos ninguno de origen proletario.

No está de más aportar algunos datos histórico-genealógicos sobre los fundadores de la Escuela de Frankfurt. Los datos que hemos utilizado en esta parte, proceden de una fuente “políticamente correcta”: las distintas ediciones de Wikipedia. Es cierto que los contenidos de Wikipedia en muchos casos son discutibles y que en las “discusiones” que acompañan a cada entrada puede verse el caos que acompaña a esta iniciativa, pero, al menos, es reconocida como fuente suficientemente aséptica (y, por tanto, inatacable) para lo que nos proponemos:

- Karl Grümberg, nacido en Rumania en el seno de una familia judía alemana de Besarabia. Estudio derecho en Estrasburgo y economía política en Viena. En 1924 fue el primer director del Instituto de Investigaciones Sociales, que abandonó después de haber sufrido un derrame cerebral. Durante el período en el que Grümberg estuvo al frente de la entidad se fortalecieron los lazos con el Instituto Marx-Engels de Moscú. su orientación fue “marxista-portodoxa” y se le considera “el padre del austro-marxismo”. En 1931 se convertiría en “miembro honorario” de la Academia de Ciencias de la URSS. Había renunciado a la dirección del Instituto en 1929.

Leo Lowenthal, hijo de una familia judía de Frankfurt disociada de la religión y de la cultura judía desde hacía generaciones. A pesar de esta lejanía de sus padres de la religión, sus tíos y sus propios hermanos fueron judíos ortodoxos, de estricta observancia. Frente a ellos, él se declaró abiertamente antirreligioso y secularizado. Sus padres, como buena parte de la burguesía judía de Frankfurt, tenían opiniones de izquierda socialista. En 1918 había fundado el ”grupo de estudiantes socialistas de la Universidad de Frankfurt” y se involucró en el bienestar social de los judíos orientales refugiados en Alemania y trabajó para un semanario judío. En 1921 trabajó como profesor en la Casa de Enseñanza Judía Libre e ingresó en el Instituto de Investigación Social en 1925 y a partir de 1930, trabajo en para esta organización a tiempo completo. Cuando sus miembros decidieron abandonar Alemania en 1933, Lowenthal fue el último empleado que permaneció en Alemania. Se estableció en EEUUI y ya nunca más volvería a Alemania. En 1949, se convirtió en Director de Investigación de la Voice of America, emisora vinculada a la CIA, creada en 1941 por orden de Franklin D. Roosevelt, entonces vinculada a la Oficina de Servicios Estratégicos. Permanecería durante siete años ante el cargo, para pasar luego al Stanford Center for the Advanced Study of the Behavioral Sciences, igualmente vinculado a la CIA y que estudiaba las técnicas de control mental. Tomó partido por el Movimiento para la Libertad de Expresión, nacido en Berkeley, durante los años del a contestación, si bien se desvinculó posteriormente a la vista del cariz extremista.

- Max Horkheimer, nacido en 1895 en el seno de una familia extremadamente adinerada de Stuttgart. Su padre tenía varias fábricas de manufacturas textiles y en 1910, le obligó a trabajar y a abandonar los estudios esperando que heredase el negocio familiar. Allí estuvo hasta 1917, cuando fue llamado a filas; en ese momento ocupaba el cargo de gerente subalterno del grupo de empresas. Evitó vestir el uniforme alegando una enfermedad. Al acabar el conflicto, se matriculó en la Universidad de Múnich. Fue profesor de la Universidad de Viena y se le da como uno de los fundadores del “austromarxismo”. Sus alumnos más conocidos fueron Otto Bauer, Rudolf Hilferding y Carlos Renner, siendo judíos los dos primeros. Por entonces ya se había relacionado con Friedrich Pollock, también de origen judío, que luego se integraría en la Escuela de Frankfurt. Durante su estancia en Estados Unidos aceptó colaborar para la OSS, precedente de la CIA, en el estudio, seguimiento y persecución de movimientos y personalidades consideradas como “fascistas”.

- Sigfried Krakauer, miembro de una familia acomodada judía de Frankfurt, destacó sobretodo en la crítica cinematográfica, a pesar de haber obtenido el título de arquitecto y un doctorado en ingeniería. Amigo de Tehodor W. Adorno, se relacionó especialmente con Walter Benjamin, mientras era editor de cine y literatura del Frankfurter Zeitung. Realizó estudios sobre los “cuellos blancos” y su papel en la república de Weimar. Evolucionó en esa misma época hacia el marxismo, si bien pronto atacó al “totalitarismo terrorista” soviético. Emigró a París 1933, y, en 1941, casi un año después de la ocupación alemana de Francia, emigró a EEUU. T. W., Adorno le encargó en 1936 un trabajo sobre la propaganda del estado nazi (que se encuentra perdido, seguramente por tratarse de un documento de inteligencia). Trabajó para en el Museo de Arte Moderno de Nuevo York, becado por la fundación Rockefeller y publicó la obra por la que ha pasado a la historia del cine: From Caligari to Hitler: A Psychoilogical History of the German Film en 1947. No perteneció formalmente a la Escuela de Frankfurt, si bien se suele relacionar su nombre con ella y, de hecho, compartía sus criterios y su evolución. Sus escritos a mediados de la década de los 20, La Biblia en Alemán (1925) y El ornamento de las masas (1927) entran dentro de las perspectivas del Instituto de Investigación Social. Sus investigaciones fueron aprovechadas para la redacción de la Dialéctica de la Ilustración de Horkheimer y Adorno y para las diversas líneas de investigación sobre la “industria cultural” que realizaron ellos y, posteriormente, Marcuse. Destacó sobre todo en sus estudios sobre arte, cine y fotografía. Era partidario de un cine social y realista. Murió en 1966 y su amigo, Leo Lowenthal celebró el que sus textos fueran recuperados y obtuviera a partir de los años 70 una renovada fama. Tras asentarse en EEUU dejó de escribir en alemán, “interrumpiendo por completo la relación con su país”, alegando que el “holocausto” le hacía desconfiar de todos los alemanes.

- Erich Fromm, nacido en 1900 en el seno de una familia judía ortodoxa. De todos los miembros del grupo era el único que había profundizado en sus raíces religiosas judías y se involucró en el Movimiento Sionista Internacional. Siguió las orientaciones del rabino sionista Nehemia Anton Nobel (rabino de Frankfurt que, junto con Martin Buber, Achad Haam, y Franz Rosenzweig abogó por el “sionismo cultural”) y fue miembro de la Studentenverbindugen, organización de estudiantes judíos y de otras organizaciones sionistas. Después de licenciarse y hasta 1925 asistió a clases de Talmud con Salman Barich Rabinkov (que le ayudó a completar su tesis doctoral).  Es autor del texto Humanismo Judío que demuestra un conocimiento de su religión ancestral que, sin embargo, abandonó pronto, declarando su conflicto entre el “mesianismo” y el “humanismo universalista”, concluyendo su vida como ateo y describiendo su posición como “misticismo no teísta”. En 1920 inició su formación en el psicoanálisis dirigido por un discípulo de Freud, Hanns Sachs, así mismo, judío. Entró a trabajar en la clínica psiquiátrica de Frieda Fromm Reichmann, psiquiatra alemana, igualmente de origen judío ortodoxo. A diferencia del resto de sus colegas de la Escuela de Frankfurt, al autoexiliarse de Alemania trabajó en EEUU durante unos años, para luego establecerse en México donde permaneció entre 1949, en donde permaneció hasta 1974.

- Herbert Marcuse

, hijo de una familia alemanas de clase media alta de origen judío. Reclutado en 1916, no participó en la guerra, sirviendo en un establo militar de Berlín, pero sí participó en un Consejo de Soldados durante el levantamiento espartaquista. Luego se dedicó a estudiar. Abandonó Alemania en 1933 y se estableció en Estados Unidos, adquiriendo la ciudadanía americana en 1940 y trabajando para los servicios de inteligencia militares. Nunca volvió a Alemania. Durante los años 60 alcanzó la fama al ser considerado como una especie de ideólogo por los estudiantes contestarios a favor de los cuales tomo partido. Las relaciones de Marcuse con la CIA han sido estudiadas con detalles en vas obras aparecidas no hace mucho. Se sabe que Marcuse empezó a trabajar en 1942 para la Office of Strategic Services, creada ese mismo año para llevar a cabo una guerra psicológica contra el Tercer Reich. Tras la guerra, siguió trabajando para la CIA en el marco de la “política de desnazificación” para identificar movimientos nazis y antinazis. En 1946 viajó a Alemania con este propósito. Se entrevistó con Heidegger (que se negó a reconocer el “holocausto”, a pesar de haber roto con el NSDAP en 1932). Durante la Guerra Fría, continuó trabajando para el gobierno norteamericano sobre “las potencialidades del comunismo mundial”. Siguió trabajando para la CIA, oficialmente, hasta 1952 (durante ese período no escribió artículos, ni ensayos, simplemente, vivió holgadamente de la colaboración con la inteligencia “imperialista”). Sólo en 1954 retoma sus actividades académicas. Diez años después se habrá convertido en un referente para los estudiantes contestarios y los movimientos “antiimperialistas” que desconocían sus actividades precedentes.

- Otto Kirchheimer, procedente de una familia judía. Estudió derecho en Munich, recibiendo su doctorado de Carl Schmitt. Se adhirió en SPD y alterno su trabajo para la revista socialista Die Gesellschaft, con impartir clases de ciencias políticas en Berlín. Su nombre se vincula a ensayos sobre la constitución de Weimar (que calificó como “base estatal insostenible”). En 1933 se estableció en París y trabajó “como científico en la rama francesa del Instituto de Investigaciones Sociales”. Había mantenido cordiales y amistosas relaciones con su maestro Carl Schmitt, hasta que éste se decantó por el Tercer Reich. En 1937 emigró a Estados Unidos y siguió trabajando para el Instituto de Investigación Social. Se opuso a la teoría sostenida por la Escuela de Frankfurt de que el “fascismo alemán” había transformado al capitalismo monopolista en capitalismo de Estado. Trabajo como analista, primero a tiempo parcial y luego con dedicación completa, para la Rama de Investigación y Análisis de la Oficina de Servicios Estratégicos (OSS) de los EEUU. Fue jefe de la sección de Europa Central del servicio en el Departamento de Estado y solamente abandonó estas actividades en el tardío 1954 cuando fue nombrado profesor titular de ciencias políticas (que ejerció hasta 1961). Sus reflexiones para la Escuela de Frankfurt giran en torno al papel del Estado. Según él, el Tercer Reich era un “no Estado”, dado que en su interior no existía un poder estatal estructuralmente uniforme. No regresó a Alemania después de 1945.

Franz Leopold Neumann, procedía de una familia judía asimilada de Katowize. Participó durante su período estudiantil en la revolución de noviembre 1918 y se integró en el SPD. Obtuvo su doctorado en derecho en Frankfurt en 1923 y trabajó hasta 1933 como abogado en Berlín. En abril de 1933 fue detenido durante unos días y en mayo emigró a Londres donde estudió ciencias políticas y sociología en la London School of Economics and Political Science. El 1936 se mudó a Nueva York, trabajando con Adorno, Herkheimer y Marcuse ya en el marco del Instituto de Investigación Social. Escribió Estructura y práctica del nacionalsocialismo 1933-1944. Trafbajó para la Oficina de Servicio Estratégicos en 1942 como “experto en temas alemanes” y luego para el Departamento de Estado (como jefe de la rama cientñifica del departamento de Alemania). Su tarea en el OSS consistió en “preparar las actividades del futuro gobierno militar” de ocupación. Junto con el juez federal Rebert H. Jackson y el fiscal Telford Taylor, fue coautor de varias actas de acusación para los juicios de Nuremberg. Se le considera “el cerebro más importante que estaba detrás de la desnazificación”. Fue el supervisor del historiador del “holocausto”, Raul Hilberg.

- Theodor W. Adorno, nacido Theodor Ludwir Wiesengrund, hijo único de una cantante católica corsa, María Calvelli-Adorno y de un judío convertido al protestantismo. Inicialmente firmó sus artículos como “Wiesengrund-Adorno”, pero al solicitar la ciudadanía estadounidense, renunció al apellido paterno. Los trabajos de Georg Lukács y de Ernst Bloch, ambos judíos, le orientaron hacia el marxismo. Fue amigo de Siegfried Krakauer, también judío, animador cultural y crítico cinematográfico. Musicólogo, Adorno era defensor del dodecafonismo de Schömberg, músico de origen judío y, a su vez, estudio música con Eduard Steuerman y Rudolf Kolisch, también judíos. Sus primeras colaboraciones con el Instituto de Investigación Social fueron sobre temática musical. Una vez en EEUU participó en el Radio Research Project, finando por la Fundación Rockefeller, sobre los efectos de los medios de comunicación sobre la sociedad, dirigido por Paul Lazarsfeld, psicólogo austriaco de origen judío. Tuvo desacuerdos con Lazarsfeld que había orientado el proyecto hacia la manipulación del oyente mediante la difusión de rumores y noticias falsas. Adorno abandonó el proyecto en 1941. Horkheimer y Adorno se interesaron por el antisemitismo y el autoritarismo en colaboración con el Grupo de Estudio de la Opinión Pública (dirigido por Nevitt Sanford, colaborador del OSS, precedente de la CIA) y con el Comité Judío Estadounidense. Fruto de esos trabajos fue su obra La personalidad autoritaria. Volvió a Alemania en 1949. Siguió dando clases (una de sus alumnas fue Angela Davis, la activista sesentera norteamericana de color) pero terminó enfrentándose a los estudiantes contestatarios que boicotearon sus clases.

Sigfried Landshut, hijo de un matrimonio judío de clase media acomodada (el padre era arquitecto). En junio de 1933, se estableció en Egipto y, tres años después, en Palestina, en donde empezó a trabajar en la Universidad Hebrea. Realizó varios trabajos de investigación en 1939 para el Instituto de Investigación Económica de Jerusalén sobre los “fundamentos sociológicos del asentamiento comunitario en Palestina” y permaneció en 1940-41 en el kibutz Giv’ at Brenner. Desde Palestina colaboró con el ejército británico durante la guerra en la Sección Educativa de la Dirección de Prisioneros de Guerra Alemanes durante tres años. Este departamento fue responsable de la “reeducación” de alrededor de 100.000 prisioneros de guerra alemanes. En 1948 se trasladó a Londres, donde investigaría para la Asociación Anglo-Judía sobre “Comunidades judías en los países musulmanes de Oriente Medio”. Fue editor de los primeros escritos de Marx

- Walter Benjamin, hijo de una rica familia de negociantes judíos de origen asquenazí. El padre, Emil Benjamin, era banquero en París. Recibió una educación liberal y solamente al ingresar en la Universidad de Friburgo, a los 20 años, mantuvo relaciones con miembros del movimiento sionista, cuyos postulados no compartía. Como alternativa lanzó su idea de “sionismo cultural” (junto a Buber, Fromm y otros), que reconocía y promovía los valores judíos, sin reivindicar Palestina. Había escrito: “los judíos representan una élite en las filas de los espiritualmente activos... Porque el judaísmo no es para mí en ningún sentido un fin en sí mismo, sino el portador y representante más distinguido de la espiritualidad”. Conoció en su juventud a Martin Buber y Gershom Scholem, historiador y filosofo, ambos judíos. No participó en la guerra de 1914-18 y terminó el conflicto refugiado en Suiza para escapar al servicio militar. En 1921, tras regresar a casa de sus padres, conoció al filósofo Leo Strauss (inspirador de buena parte de los cuadros de la administración de George W. Bush). Adorno lo vinculó a la Escuela de Frankfurt. Un año antes de la subida de Hitler al poder, Benjamin se estableció en Ibiza, y luego, en Niza, valorando la posibilidad del suicidio. Desde allí empezó a colaborar con el Instituto de Investigación Social y a recibir fondos enviados por Horkheimer. Esto le permitió establecerse en París donde conoció a la filósofa judío-alemana Hannah Arendt y al compositor Kurt Weill, hijo de una familia judía ortodoxa de Sajonia. Al estallar la guerra, intentó viajar a EEUU desde Portugal, incluso entró en España y llegó a Port Bou, pero fue devuelto con otros refugiados judíos. Allí mismo se suicidó.

- Friedrich Pollock, hijo de una familia acaudalada. Su padre poseía una fábrica de cuero en Friburgo de Brisgovia. Su padre se alejó del judaísmo. Fue el fundador oficial del Instituto de Investigación Social junto a Felix Weil. Permaneció un tiempo en la Unión Soviética y al regresar, se hizo cargo de la dirección del Instituto, por enfermedad de Grünberg, desde 1926 hasta 1928. En 1933 se autoexilió junto con Horkheimer (que la había sucedido al frente de la institución) estableciéndose, primero en Ginebra, luego en Londres y finalmente en Nueva York. Volvió a Alemania en 1950, restableciendo las actividades del Instituto en 1950 y asumiendo su dirección.

- Felix Weil, marxista germano-argentino. Sus padres eran ricos comerciantes judíos que exportaban grano argentino (los Weil, junto con otros dos exportadores, acaparaban un 80% del comercio de grano argentino en la década de 1920). Había nacido en Argentina, pero a los 9 años sus padres lo enviaron a Frankfurt. En la Universidad mantuvo sus primeros contactos con el marxismo. Estudió teoría económica marxista con Karl Korsh. Después de la Primera Semana de Trabajo Marxista, celebrada en Ilmenau en 1923, tras la cual, junto con Pollock, fundó el Instituto de Investigaciones marxistas logrando que fuera financiado por el padre de Felix, Hermann Weil. Cuando éste murió en 1927, su hijo continuó financiando el Instituto hasta su muerte. Su padre estaba muy bien relacionado en Alemania en donde se convirtió en asesor del Kaiser Guillermo II. Escribió la primera Historia del Movimiento Obrero Argentino que fue entregado al Instituto como trabajo de investigación.

- György Lukács, nacido György Bernát Löwinger, hijo de un banquero de inversiones extremadamente rico y de origen judío. Durante la Primera Guerra Mundial fue eximido del servicio militar. Su padre era co-director del Budapest Kreditanstalt, el banco más importante de Hungria. Los Habsburgo otorgaron a la familia títulos de nobleza que les daban el derecho a utilizar el título de “von” (que György utilizaría para firmar sus primeros artículos). En 1918 ingresó en el Partido Comunista de Hungría, convirtiéndose en Comisario de Educación durante la República Soviética de Hungría proclamada por Bela Kun. Al caer el régimen, éste último ordeno a Lukács que se quedara en Hungría para organizar la resistencia. Ante la imposibilidad de cumplir esta misión, huyó a Viena desde donde escribió Historia y conciencia de clase, cuya intención era proporcionar al leninismo una base filosófica. Fue, junto con Fromm, uno de los pocos miembros de la Escuela de Frankfurt que tuvieron en cuenta sus orígenes judíos. Llegó a estudiar la secta Baal Shem, adscrita al cabalismo hebreo, una secta que tenía particular consideración por quienes operaban milagros y curaciones mediante el conocimiento oculto de los “nombres de Dios” y el Tetragramaton. Estos estudios tenían como intención el incorporar “ideas mesiánicas” al marxismo. Sus relaciones con Stalin atravesaron distintas fases, pero lo cierto es que se sometió al estalinismo. Hasta 1945 no se le permitió abandonar la URSS y ese año, al acabar la guerra, volvió a Hungría como miembro del Partido Comunista: como funcionario del gobierno húngaro, puede ser considerado como responsable de la eliminación de intelectuales no comunistas. Tras la revuelta húngara de 1956, fue sancionado y enviado a Rumania (había sido ministro del gobierno de Nagy). Habiendo vuelto a Hungría en 1957, realizó autocrítica y permaneció leal al Partido Comunista hasta su muerte en 1971. Oficialmente, no perteneció a la Escuela de Frankfurt, pero influyó de manera especial en su primera época.

Recordamos, una vez más, para quien pudiera sospechar que los detalles mencionados en todas estas biografías procedieran de fuentes “sospechosas”, que han sido extraídos de una fuente tan accesible como “neutral”, Wikipedia, en su edición en lengua inglesa.

Estas biografías nos confirman y validan lo que ya hemos apuntado antes. En función de estos datos pueden establecerse algunas constantes que consideramos tan relevantes como irrefutables:

- Todos los miembros de la “primera generación” de la Escuela de Frankfurt eran de origen judío.

- Todos, salvo Fromm, procedían de familias poco “religiosas”, apenas instruidas en el judaísmo, eran, por tanto, judíos laicizados.

- Todos eran hijos de familias de clase alta y, en lo que se refiera los nombres más conocidos de la Escuela, extremadamente acaudaladas.

- Todos ellos habían recibido una formación cultural muy completa y sofisticada.

- Todos ellos se habían sentido atraídos en su juventud por el marxismo.

- Casi todos ellos terminaron afincándose en EEUU a partir de 1933 y hasta 1945.

- Casi todos ellos, durante su estancia en EEUU, colaboraron con la inteligencia USA y contra los intereses de Alemania.

Todas estas características tendrán una importancia notable en el desarrollo de sus trabajos y, especialmente, en los realizados en el marco de la Escuela de Frankfurt, hasta el punto de que, podemos decir, que determinaron la orientación de su pensamiento.

Obviamente, el origen étnico no puede ser considerado como un elemento “descalificador” del trabajo intelectual de nadie y no es esta la intención con la que lo hemos recordado aquí. Ahora bien, sobre 14 nombres, los 14 tienen un origen judío, 10 pertenecen a familias “muy acomodadas” y los otros 4 a familia de “clase media acomodada”. Estos son datos objetivos que no pueden desconsiderarse a la hora de valorar el pensamiento, la filosofía y la actuación de la Escuela de Frankfurt, especialmente porque fueron los propios miembros de la Escuela de Frankfurt los que realizaron una síntesis entre marxismo y freudismo... y, precisamente, ese freudismo puede aplicarse a sus particulares ecuaciones personales y a las contradicciones generadas entre su pensamiento y su posición social.

No es la “discriminación” lo que nos interesa aquí, ni mucho menos ejercer un antisemitismo que nunca ha encontrado eco en nosotros, sino más bien plantearnos el porqué de esas características comunes, que, lógicamente, desembocan en una común actitud antifascista. Porque, a fin de cuentas, el problema que nos planteamos, no son las razones aportadas para justificar esa actitud, sino los motivos que los llevaron a adoptarla. Y esta rápido historial que hemos presentado evidencia que no se trató de filosofía pura, ni siquiera de una actitud derivada de su marxismo originario. El origen étnico determina el pensamiento y la actividad anti-alemana que realizaron sus miembros desde los EEUU.

LA ESCUELA DE FRANKFURT (III) - UN PENSAMIENTO MARCADO POR LAS SUBJETIVIDADES

La Escuela de Frankfurt, insistió mucho en distinguir las “condiciones objetivas” (siempre de carácter económico) de las “condiciones subjetivas” (que se referían a otros factores que influían en las coyunturas históricas). Pero nunca hablaron de las “condiciones voluntaristas”, es decir, las que dependían de la actitud personal de los “sujetos históricos”.

Podía darse el caso de que una situación histórica contara con las condiciones objetivas necesarias para precipitar un cambio social (una crisis económica generaliza, por ejemplo) y que las condiciones subjetivas estuvieran también presentes (la existencia de un fuerte movimiento de masas y una quiebra generalizada del sistema político y social). Tal era la situación que se daba en Alemania en 1929, en la que, a pesar de ser todo esto favorable a la “revolución del proletariado”, la clase obrera permaneció quieta. Y, por eso, resulta todavía más incomprensible que no introdujeran el tercer factor que explicaría el por qué no estalló una insurrección bolchevique: en efecto, la izquierda alemana empezaba a perder espacio en relación a los avances del NSDAP (800.000 votos en 1929 y 19.000.000 cuatro años después). La llamada “acción de Marzo”, programada por el Komintern, en 1921 había dejado agotado al propio Partido Comunista y el cansancio por las insurrecciones frustradas de los espartaquistas primero y de la “revolución de los consejos obreros” de Baviera después, pesaban todavía en el ánimo de las células comunistas.

Además, las orientaciones del Komintern en esa época eran erráticas. La versión oficial de la Internacional era que los militantes del NSDAP eran los “perros de presa del capital” y estaban teledirigidos por Hugenberg, el magnate de la prensa y dirigente del NVDP (y siguieron afirmando esta versión hasta “La Noche de los Cuchillos Largos”). Además, las distintas formaciones comunistas, parecía claro que habían perdido el impulso revolucionario de 1919-1922. Existía el Partido Comunista Alemán que, incluso, disponía de medios suficientes para hacerse oír, existían células comunistas en ciudades y polígonos industriales, existían comunistas entre las “fuerzas de la cultura”, pero no existía “voluntad revolucionaria”. Por lo tanto, no estaba presentes todas las condiciones para una insurrección del proletariado alemán.

Pues bien, este elemento que hemos definido como “condiciones voluntaristas”, no fue nunca tenido en cuenta por la Escuela de Frankfurt, especialmente en lo relativo a sí mismos. En tanto que grupo elitista -como hemos vistos, todos sus miembros pertenecían a la élite económica y cultural- tenían tendencia a mirar todo lo que ocurría en la sociedad desde su privilegiada atalaya. Estaban convencidos -al menos en los primeros años de existencia del Instituto de Investigaciones Sociales- de la infalibilidad de la doctrina marxista; no en vano defendían el “socialismo científico”. Asumían que si, con todas las condiciones, objetivas y subjetivas, a favor, no estallaba la insurrección proletaria, eso se debía a que era el proletariado el que no estaba a la altura, el que se había equivocado, y no se les ocurrió pensar que la ideología marxista era la errónea

Pero ellos, en su Olimpo, se mostraron incapaces de establecer porqué se interesaban por unas temáticas y no por otras (por ejemplo, les preocupó mucho la aparición del antisemitismo -algo natural, a la vista de que todos ellos eran de origen judío-, pero no por la degeneración moral que se había apoderado de la República de Weimar; les horrorizaba el militarismo, pero no por el fracaso de la Sociedad de Naciones y todos ellos aceptaron el dictamen anglo-francés convertido en dogma en el Tratado de Versalles sobre la responsabilidad germana en el inicio de la Primera Guerra Mundial, tesis hoy completamente desmentida por la historia). Y lo que era peor: en ocasiones, en su búsqueda de “racionalidad” y de “objetividad”, se obstinaban en no reconocer la fuente evidente de algunos problemas. Y lo que se lo impedía era, precisamente, su psicología, esto es, los factores “voluntaristas” a los que antes hemos aludido.

Volvamos al interés que demostraron por la aparición del antisemitismo en la Alemania de Weimar. Buscaron una interpretación a la irrupción de este problema. Una interpretación marxista. Como el marxismo no estuvo en condiciones de ofrecerla, la buscaron en el freudismo. Y, sin embargo, el problema estaba tan claro que cualquiera podía advertirlo sin necesidad de “filosofar”: el antisemitismo se extendió en Alemania a partir de 1919 y no fue por casualidad, ni siquiera por motivos psicológicos (subjetivos), sino por algo tan evidente como el que la inmensa mayoría de dirigentes de la izquierda y de la extrema-izquierda eran de origen judío. Llovía sobre mojado, porque en Rusia había ocurrido otro tanto y lo mismo en la “revolución húngara” de Bela Kun. Y este dato, no era el resultado de un “subjetivismo conspiranoico”, sino una realidad incuestionable que estaba al alcance de quien simplemente se limitaba a repasar los apellidos de los revolucionarios. A esto se unía el que, en los tres casos, en Rusia, en Hungría y en Alemania, la “revolución” bolchevique había provocado auténticas masacres. ¿Era razonable construir teorías sobre el antisemitismo alemán como “hijo del autoritarismo” y éste a su vez como una emanación del “complejo de Edipo” y de la “desviación de la cultura occidental operada por el cristianismo”? Había antisemitismo en la República de Weimar porque apenas en 1930 apenas habían pasado 10 años desde la revuelta de los Consejos Obreros de Baviera, con sus fusilamientos y sus masacres, la “memoria histórica” estaba muy reciente y viva y operaba a modo de vacuna contra el comunismo excitando defensas antisemitas...

El historiador Dominique Venner, en Baltikum, nos obsequia con este párrafo cuya veracidad, nombre por nombre, puede ser confirmado en Wikipedia y en otras fuentes asépticas accesibles. Dice Venner en relación a los dirigentes comunistas alemanes de 1919-22:

“En realidad, casi todos los jefes revolucionarios, izquierdistas y espartaquistas, son israelitas. En Berlín, Liebknecht, Rosa Luxenbourg, Leo Jögisches, Paul Lev, Haas y Landsberg; en Munich, Kurt Eisner, Lipp, Landauer, Töller, Lévine y Levien; en Magdeburgo, Brandès; en Dresde, Lipinsky, Géyer y Fleissner; en el Rhur, Markhus y Levinshon; en Bremarjaven y Kiel, Grünewald y Kohn; en el Palatinado, Lilienthal y Heine; en Letonia, Ulmanis, etc. También el representante de Lenin en Alemania, Radek, es judío. La punta de lanza de la comisión de encuesta instituida por el gobierno socialista para desacreditar a Hindenburg y Ludendorff, está formada por Khon, Gothein y Zinsheimer, los tres judíos. El elenco podría seguir durante un buen rato y es fácil y seductor para la opinión pública nacionalista considerar a los judíos como responsables de la derrota y de la revolución. Serán acusados también de ser los beneficiarios, ya que los judíos son numerosos entre los especuladores que constituyeron fulgurantes fortunas sobre las ruinas de Alemania, gracias, en parte, a sus lazos internacionales”.

Y más adelante añade:

"El papel jugado luego, tras 1918, por numerosos judíos en los intentos revolucionarios, como en los tráficos de aquel atormentado período, habría dado a esta ideología un alimento inagotable".

Sobre la República de los Consejos que dejó una estela de muerte y desolación en Baviera, Venner describe así a sus protagonistas:

Towie Axelrod, que había participado en los primeros momentos de la revolución rusa, en San Petersburgo, había llegado a Alemania antes de noviembre de 1918. Formaba parte de los numerosos agentes que acompañaban al embajador soviético Adolf Joffé. Cuando éste fue expulsado, Axelrod alcanzó Munich en el momento en que triunfaba la revolución de Eisner. Max Levien, nacido en Moscú de una rica familia de comerciantes, había llegado a Alemania para terminar sus estudios y luego regresó a Rusia donde su actividad revolucionaria le llevó a ser deportado a Siberia. Evadido, se refugió en Zurich donde conoció a Lenin. Movilizado en los primeros momentos de la guerra en el ejército alemán, había desarrollado una intensa propaganda revolucionaria. En diciembre de 1918 había sido enviado a Baviera por Karl Liebknecht para impulsar la propaganda espartaquista. Eugene Leviné era el organizador del trío. Nacido en San Petersburgo hacía 36 años, era también el más mayor. Había cursado estudios en Berlín y se había convertido en espartaquista durante la guerra. Rosa Luxemburg, sorprendida por sus capacidades, lo había enviado a Moscú para representar a los comunistas alemanes ante sus compañeros rusos. No habiendo podido pasar la frontera fue enviado a Baviera por el nuevo jefe del Partido Comunista Alemán (KDP), Paul Levi, para organizar el movimiento espartaquista”.

Obviamente el número de alemanes en las formaciones de extrema-izquierda, era más elevado en las bases que el de afiliados de origen judío. Sin embargo, en los organismos de dirección, la proporción era inversa: los judíos copaban casi completamente los puestos de dirección, mientras los no judíos constituían una minoría. Pero es que ¡eso mismo ocurría en el Komintern! ¡y eso mismo había ocurrido en Rusia desde que se estableció el gobierno provisional dirigido por Lenin! ¡y otro tanto había ocurrido en Hungría con los comunistas que secundaron a Bela Kun! (y los miembros de la Escuela de Frankfurt conocían perfectamente estos hechos, porque uno de los hombres de Kun, Georg Lukács, que, como hemos dicho, era el responsable de educación y enseñanza de aquel corto y caótico gobierno comunista húngaro, figuraba entre los inspiradores del grupo).

No creemos, por supuesto, que se tratase de una “conspiración judía”, pero esa insistencia de judíos en las vanguardias que habían generado el movimiento subversivo entre 1917 en Rusia y 1922 en Alemania (con sus masacres, sus insurrecciones, sus atentados, sus fusilamientos y su estela de caos) era suficiente, en primer lugar para explicar por sí mismo, esto es, objetivamente, la existencia de un extendido antisemitismo en la sociedad alemana que, además, veía el mismo fenómeno en la revolución rusa y en la húngara; por otra parte, esa presencia plantea una cuestión que era a la que debía de haber respondido la Escuela de Frankfurt: “¿por qué están presentes tantos judíos en las direcciones del movimiento comunista internacional?”. Y esta pregunta que, sociológicamente, era fundamental e interesantísima, no fue ni siquiera planteada. ¿Por miedo a que la respuesta fuera irreductible al catecismo marxista? ¿Por qué la pregunta siguiente implicaba necesariamente un estudio pormenorizado de la psicología judía e, incluso la aplicación del esquema freudiano?

Era muy evidente que buena parte de todos estos intelectuales que formaban parte de la primera generación de la Escuela de Frankfurt, ”odiaban al padre”, sus pulsiones edípicas no superadas se evidencian en los rastros de sus biografías: Adorno no acepta el apellido paterno y asume solamente el materno (no judío, por lo demás), Felix Weil escribe contra los exportadores de grano amigos de su padre y los trata como explotadores del campesinado argentino, Welter Benjamin se niega a ponerse bajo el cobijo y la seguridad que le ofrece la fortuna de su padre, Horkheimer rechazará el destino que ha trazado su padre para él y se negará a seguir al frente de sus empresas… Todos ellos hablan del “Complejo de Edipo”, pero ninguno es capaz de reconocer que, por encima de todo, ante todo, ellos son quienes lo sufren y quienes no lo han superado.

Todos ellos, incluso no dudaron en traicionar a su patria. Cuando los miembros de la primera generación de la Escuela de Frankfurt llegaron a los EEUU, no se trató de inmigrantes forzados a abandonar su patria que llegaban a una nueva residencia en busca de un futuro mejor, sino que para obtenerlo tuvieron que delatar, traicionar y contribuir al esfuerzo bélico norteamericano en el sector más repugnante: las operaciones psicológicas, el trabajo en los servicios de inteligencia norteamericanos, la difusión de rumores y mentiras sobre la patria en la que habían nacido. Y eso podría, incluso en un esfuerzo de comprensión, en entenderse hasta 1945, pero no con posterioridad.

La figura del “padre”, esto es, de la Patria Alemana, fue odiada y rechazada en tres ocasiones: primero, cuando sus esperanzas en la “revolución socialista” quedaron decepcionadas por el fracaso y la indecisión del proletariado alemán; en segundo lugar, cuando el NSDAP llegó al poder y entre 1935 y 1939, el Tercer Reich iría integrando en la administración a antiguos cuadros obreros de la izquierda alemana; y, finalmente, cuando derrotado el Tercer Reich, algunos que ni siquiera habían participado en su administración, rechazaron aceptar los términos de la “propaganda de guerra” y de las “operaciones psicológicas” promovidas por los servicios de inteligencia norteamericanos (Heidegger, por ejemplo). Varios de ellos “odiaban a su padre” genético, pero todos odiaban a su Patria, traslación de la figura del padre a la dimensión comunitaria. Su gran contradicción interior era que amaban la “causa del proletariado”, esto es de la “sociedad”, traslación de la figura de la “madre”. Pero eran conscientes de que el “proletariado” había “fallado” en la “revolución alemana”. Y, para colmo, en su fe marxista, odiaban tanto a la figura paterna de la patria como a su padre genético que, para colmo, era la antítesis del amado proletariado: multimillonarios, industriales, exportadores monopolistas, esto es, todo lo que Marx había denostado como “capitalista” y cuyo fin había augurado.

Alguien ha propuesto: “dime como vives y te diré lo que piensas”. Que, en la práctica podría formularse así: “dime como vives y cómo te relacionas con tu entorno y te diré, no sólo cómo piensas, sino por qué has elegido pensar así”. Y, si se ven las cosas, desde esa perspectiva, resulta mucho menos interesante la hojarasca ideológica que va generando cada uno de estos pensadores, que las circunstancias por las que va generando ese pensamiento. Lo que menos puede pedirse a un filósofo -y, por extensión, a cualquier ser humano que actúe con un mínimo de racionalidad, es que su pensamiento y su accionar diario vayan en la misma dirección. Cuando esto no ocurre, “o las ideas no valen nada, o los sujetos que las defienden no valen nada”, según la fórmula de Ezra Pound. No querríamos ser tan radicales en esto. Reconocemos la altura intelectual de algunos trabajos elaborados por los miembros de la Escuela de Frankfurt y la importancia que tuvieron, pero, ese valor queda relativizado y empañado por los problemas psicológicos, las contradicciones internas y los silencios no manifestados pero si experimentados, de sus personalidades, en todos los casos, muy complejas.

El objeto de estudio de la Escuela de Frankfurt en su “etapa materialista” (1930-1937) fue simplemente un intento de adaptar el marxismo a la realidad alemana de la época, rectificando -como veremos- algunos aspectos e introduciendo elementos procedentes del “joven Marx” (sus escritos anteriores a 1848). En una segunda etapa (1937-1940), con casi todos sus miembros asentados en los Estados Unidos, se limitan a realizar “antifascismo” e intentar encontrar una explicación al fascismo y al totalitarismo. La obra clave de esa época es Teoría Tradicional y Teoría Critica, escrita por Adorno y Horkheimer en 1937, pero los mayores brochazos antifascistas están contenidos en Dialéctica de la Ilustración.

Para explicar el fascismo y el antisemitismo realizarán, en 1944 (en Dialéctica de la Ilustración, revisada en 1947), un excursus a la Ilustración para sentenciar que la creencia en que la “razón” generará el progreso y resolverá los problemas de la humanidad, constituye una esperanza frustrada: las tres doctrinas surgidas de “las luces”, liberalismo, bolchevismo y fascismo han terminado siendo formas de “totalitarismo”. Paralelamente, durante su estancia en lo Estados Unidos, en el período 1937-1950, completarán esta idea considerando que el “fascismo” es “una patología social” y, para hacerlo echarán mano de las teorías de Wilhelm Reich y de textos freudianos, elaborando la teoría de la “personalidad autoritaria” (libro del mismo título publicado por Adorno en 1950). Más o menos en esa época, entrarán a trabajar para el gobierno norteamericano (que, en el fondo era quien les permitía permanecer en EEUU) y, antes del inicio de las hostilidades, justo cuando llegó a EEUU, para la Fundación Rockefeller y para el Comité Judío Norteamericano (sin que se interrumpiera el flujo de fondos entregados por Felix Weil, el cual se había hecho cargo de los negocios de papá abandonando cualquier veleidad de militancia política). Esta relación estrecha de la primera generación de la Escuela de Frankfurt con el gobierno de los EEUU, les permitirá conocer los entresijos de lo que luego Marcuse llamará “industrial cultural”, y participar en campañas de propaganda antifascista destinadas a orientar a la opinión pública norteamericana, mayoritariamente abstencionista, a ver en el Tercer Reich al “enemigo del mundo”.

Vale la pena dedicar unas líneas al ya mencionado Radio Research Project, financiado por la Fundación Rockefeller “para investigar los efectos de los medios de comunicación en la sociedad”. La base de esta “investigación” fue la Universidad de Princeton. El proyecto estaba dirigido por Paul Lazarsfeld, judío austríaco, y contó con la colaboración de Erich Fromm y de Theodor W. Adorno (que abandonaría el proyecto en 1941). No se trataba de un proyecto inofensivo o realizado con afán de servir al pueblo americano: era, más bien, un intento de estudiar las formas cómo utilizar la propaganda radiofónica para influir en la opinión pública. Para realizarlo se lanzaron bulos -lo que hoy se llaman “fakes” y “fake-news”-, a través de las ondas y se comprobó su resultado. Incluso se llegó a analizar los efectos de la famosa retransmisión de Orson Wells sobre la “Guerra de los Mundos” (1938). Andando el tiempo, a esto se le llamarían “operaciones psicológicas” o formas de “control mental” de las poblaciones.

En dicho proyecto, Adorno y Fromm, se encontraron con otros psicólogos judíos que habían abandonado Europa al llegar Hitler al poder, como Kris Ernst y Hans Speier, que también trabajaron para dicho proyecto y elaboraron un “Estudio de la comunicación totalitaria en tiempos de guerra”, también financiado por la Fundación Rockefeller. Todos estos estudios fueron empleados para inclinar a la opinión pública americana hacia la opción belicista. Copiamos de Wikipedia estas notas sobre el proyecto:

The Radio Project también realizó una investigación sobre la transmisión de Halloween de La guerra de los mundos en 1938. De los seis millones de personas estimadas que escucharon esta transmisión, descubrieron que el 25% aceptaba los informes de destrucción masiva del programa. La mayoría de estos no pensaron que estaban escuchando una invasión literal de Marte, sino más bien un ataque de Alemania”.

Pero lo más interesante del proyecto fue el lanzamiento de bulos y lo que hoy se llaman “fake news” para que el norteamericano medio abandonase su posición “aislacionista”. No lo consiguieron y el pueblo norteamericano, solamente aceptó entrar en guerra después del ataque a Pearl Harbour, pero las iniciativas adoptadas en este proyecto generaron el clima prebélico que, desde los EEUU, se proyectó a todo el mundo e hizo inevitable que la polémica germano-polaca en torno a Danzig y al “corredor” no pudiera resolverse pacíficamente (véase la exhaustiva obra de Udo Walendy sobre este tema: Verdad por Alemania). Es significativo que fue después de la Conferencia de Munich, en donde se alejó temporalmente el peligro de una guerra en Europa, cuando se redobló la difusión de bulos y “fakes” sobre Alemania desde los EEUU.

A los hombres de la Escuela de Frankfurt residentes en aquel momento en EEUU no podía escapárseles que todas estas noticias eran tendenciosas y falsas. Ni siquiera podía escapárseles que el fin era generar un nuevo conflicto en Europa. Es más, todo lo que aprendieron en ese período fue lo que utilizaron posteriormente para denunciar en los años 50-60 a la “industria cultural” utilizando unos argumentos que se adaptaban como un guante -como veremos- a los designios belicistas de la administración norteamericana. Marcuse, ya en los años 60, utilizó todos estos conocimientos para denunciar la intervención norteamericana en Vietnam, eludiendo la presión psicológica ejercida sobre el pueblo norteamericano para forzar, primero su hostilidad hacia Alemania y, después, el envío de grandes cantidades armas a Inglaterra y, finalmente, la entrada en guerra contra Alemania.

Cuando en 1947, Adorno y Horkheimer publiquen la edición revisada de su Dialéctica de la Ilustración (a veces traducido como Dialéctica del Iluminismo), una obra extremadamente violenta y visceral que algunos han calificado como “el grito del judío exiliado”. La idea es que los ideales de la Ilustración se han convertido en un monstruo que ha generado ¡Auschwitz! No vamos a entrar en las teorías revisionistas sobre el Holocausto, pero si, resulta demasiado evidente que buena parte de todo este material generado entre 1933 y 1938 y luego centuplicado en intensidad después de la Conferencia de Múnich y hasta Pearl Harbour, era pura “propaganda de guerra”, algo que no podía escaparse de la perspicacia de los miembros de la Escuela (que, como hemos visto, habían participado en el “The Radio Project Reseach”). Resulta incalificable, tanto por su “subjetividad”, como por su oportunismo, el tomar argumentos propios de la “propaganda de guerra” para justificar teorías filosóficas de altos vuelos… sobre todo, cuando se intuye que se trata de artificios prefabricados para manipular mentalmente a la población. Y las dos principales cabezas de la Escuela, no dudan en entrar en el juego.

Ellos serán, así mismo, los promotores de la gigantesca confusión de ideas que se ha generado en torno al fenómeno histórico del fascismo. Para ellos, “fascismo” termina siendo cualquier forma de autoritarismo. Julio César era “fascista”. El Kaiser Guillermo II, era fascista. Hitler era, claro está, “fascista”. Incluso cuando llegan a EEUU y, especialmente en la postguerra, cuando descubren “pulsiones autoritarias” en el estalinismo, determinan que este es, también, “fascista”. Marcuse explica con una seriedad pasmosa, que la administración norteamericana es “fascista” (lo explicará en los años 50 y 60). Y, fascista es, finalmente, cualquiera que muestra un mínimo ejercicio de la autoridad: desde el padre de familia, hasta el maestro de escuela sentado en su cátedra e impartiendo lecciones desde una tarima en la que evidenciar su “superioridad”, pasando por el confesor (lo más comprensible, si tenemos en cuenta que restaba clientela a los psicoanalistas, prodigando buenos consejos en lugar de interminables sesiones de “terapia”)…

Hoy, una vez más, gracias a la Escuela de Frankfurt, esa “última escuela de filosofía” (aun cuando “filosofía” amor a la sabiduría y no “exaltación de la confusión”), es casi imposible determinar qué fue el fenómeno histórico de los fascismos, realizar una divisoria entre “fascismo”, “extrema-derecha”, “derecha autoritaria” y “derecha revolucionaria”. Y, no digamos, establecer una “revisión” de los aspectos más problemáticos y discutidos del nacional-socialismo: la discusión está viciada de partida, porque resulta imposible deslindar lo que es “propaganda de guerra”, de lo que son “hechos objetivos”, sin olvidar, por supuesto, la presión psicológica que experimenta todo aquel que quiere opinar sobre estas temáticas. A los miembros de la Escuela de Frankfurt les cabe el dudoso honor de haber contribuido a esta orgía de la confusión.

En su consideración de “elementos objetivos” y en su “gran hallazgo” de intentar encajar el “marxismo occidental” (es decir, aquella interpretación del marxismo repleta de consideraciones filosóficas derivadas del “primer Marx”) con el freudismo ortodoxo, derivaron hacia clasificaciones “sociológico-psicológicas” hilarantes como la que distingue “personalidades anales” y “personalidades genitales”, superponiéndolas, respectivamente a la burguesía y al proletariado… Es cierto que la jerga filosófica y la superabundancia de referencia que incluyen en sus argumentaciones, desaniman la crítica, pero queda siempre el “mensaje”. El lector, una vez repuesto, de la jerga utilizada por todos estos autores, al preguntarse sobre lo que ha leído, no puede por menos que responderse: “Hay mucho método en tanta locura”.

Y es aquí en donde, este grupo de intelectuales hubiera debido plantearse la pregunta más importante: “¿por qué nosotros, los miembros de la primera generación de la Escuela de Frankfurt, somos así?”; que, inevitablemente, iría unida a esta obra: “¿por qué todos nosotros somos judíos?”. Y este es el gran misterio de la Escuela de Frankfurt: el dato más objetivo de todos los que podemos manejar sobre ellos: todos eran judíos, todos procedentes de familias más que acomodadas y todos ellos optaron por encajar dos teorías emanadas también por dos personalidades origen judío: Marx y Freud. ¿Cómo es que, en su búsqueda y valoración de las “subjetividades”, no se les ocurrió plantearse el por qué también la inmensa mayoría de miembros de la Asociación Psicoanalítica de Viena fundada por Freud, eran, así mismo, judíos? (Wikipedia, fuente aparentemente neutral, recuerda entre otros a Sabimna Spielrein, Max Schur, Herbert Rosenfeld, Frieda Fromm-Reichmann, Laura Peris, Paula Heimann, Karl Abraham, Helene Deutsch, Max Eitingon, y los ya citados Erich Fromm y Wilhelm Reich. No se menciona a Alfred Adler, Otto Rank, Viktor Frankl, Rudolf Allers, Melanie Klein, Sandor Ferenczi, primeros espadas del círculo freudiano, que también eran de origen judío).

¿Cómo es que plantearon preguntas sobre el origen del antisemitismo que eran fáciles de responder y, en lugar de reconocer que el camino más corto entre dos puntos es la línea recta o el principio de la “navaja de Ockham” (la respuesta más sencilla suele ser la correcta), optaron por respuestas basadas en teorías psicoanalíticas nebulosas y especulativas? Es más, rectificaron apenas nada a Freud y bastante a Marx del que quisieron mantenerse alejados de sus tesis posteriores a 1848, es decir, el Marx centrado en la economía. Aureolaron las tesis freudianas con aires de infalibilidad incorporándolas como base de sus líneas de investigación. El descrédito actual de buena parte de las tesis freudianas es lo que ha restado valor (incluso seriedad) a buena parte de la obra de la Escuela de Frankfurt.  

LA ESCUELA DE FRANKFURT (IV) - LAS MALAS RELACIONES INTERPERSONALES

Cada uno de los miembros de la Escuela -todos ellos intelectuales brillantes y, por tanto, más responsables de sus vacíos, de sus subjetividades, de sus errores y, sobre todo, del peso de sus propias personalidades- era un mundo separado. Estaban unidos solamente por sus fobias y por su origen étnico y por su clase social. En realidad, cuesta incluso representarlos como una “escuela”.

No puede decirse que, a pesar de las coincidencias originarias, y de su carácter marxista, se llevaran bien. En realidad, nada más lejos de la realidad, considerar que los miembros del Instituto de Investigaciones Sociales constituyeron un grupo bien avenido o que sus teorías fueran convergentes. Veamos una lista no exhaustiva de sus problemas interpersonales.

Fromm resultó expulsado de la Escuela e indemnizado económicamente por Horkheimer. Ingresó en la institución en 1930 Había participado activamente en la primera fase de investigaciones interdisciplinarias de la institución, pero era un personaje “diferente” al resto de sus miembros y, no solamente, por su conocimiento más profundo de las raíces religiosas judías, sino porque, desde el principio se había dedicado al ejercicio del psicoanálisis, a diferencia del resto que, ante todo, eran marxistas.

Fromm descubrió contradicciones en la teoría psicoanalíticas freudiana que los otros no estaban dispuestos aceptar. En efecto, el Freud anterior a la Primera Guerra Mundial había insistido en la idea de que los impulsos humanos estaban sometidos y oscilaban entre el deseo y la represión, mientras que en la década de 1920 interpretó esos impulsos como una tensión entre el “principio del placer” y el “principio de la muerte”, entre Eros y Thanatos. Tampoco compartía la misoginia de Freud que atacó en varias ocasiones. Y, finalmente, acusó a Freud de reduccionismo y de obstinarse en un pensamiento dualista entre dos polos opuestos que, para él, era una interpretación excesivamente limitada del origen de los comportamientos humanos. El descubrimiento de Marx fue posterior para él y, si bien, siempre considero que Marx, Freud y Einstein constituían los fundamentos del siglo XX, tampoco ocultó que Marx le parecía un pensador mucho más orgánico, disciplinado y consecuente. Cuando ya había sido despedido de la Escuela de Frankfurt descubrió el “socialismo humanista”, basado en el Marx anterior a 1848 -el “joven Marx”- y en una equidistancia entre el modelo de capitalismo norteamericano y el modelo soviético. Terminó afiliándose al Partido Socialista de los Estados Unidos y apoyando la candidatura de Eugene McCarthy para las presidenciales del año 1969.

Marcuse y Fromm se llevaban mal. Aparentemente, su desencuentro era por motivos doctrinales, pero a poco que se repasan las líneas que le dedicó Marcuse, se percibe un trasfondo mutuo de hostilidad: el núcleo central de la Escuela de Frankfurt (Marcuse, Horkheimer, Adorno) se situaron dentro de la ortodoxia freudiana y lo incorporaron a sus trabajos. Criticar a Freud, por tanto, suponía criticar su obra y cuestionar sus análisis. A lo largo de su experiencia como psicoanalista Fromm se había dado cuenta de que, contrariamente a lo que proponía Freud, no todos los problemas derivaban de la lívido, había otros elementos que entraban en juego. No era posible tampoco explicar todas las neurosis a través del esquema freudiano. Marcuse -que tenía sobre el psicoanálisis una versión completamente literaria y jamás había asumido la práctica psicoanalítica, sino solo aspectos de la teoría- había terminado considerando las ideas de Freud como dogmas de fe y achacaba a Fromm el que hubiera “reducido el psicoanálisis a un conjunto de éticas idealistas que sólo abrazan el status quo”. Fromm sostenía que la psicología social requiere puntos de vista más amplios, dinámicos y cambiantes.

Cuando estalló la contestación en las universidades norteamericanas, tanto la obra de Freud como la de Fromm fueron leídas por los estudiantes en rebeldía. Pero lo curioso es constatar que existieron dos bloques perfectamente diferenciados: los lectores de Fromm, cuando declinó el empuje de la contestación en los años 70, se orientarían en una segunda fase hacia movimientos terapéuticos de la “new age”, mientras que los lectores de Marcuse pasarían más a grupos políticos radicalizados tal como pudo verse en el mayo-68 francés (para, muchos de ellos, seguir en los años siguientes el camino opuestos y convertirse en miembros del stablishmentpolítico occidental).

Así mismo, la contestación fue el origen de la ruptura entre Theodor W. Adorno y Herbert Marcuse. El primero, en el fondo, había tenido un espíritu conservador, al menos en las formas y los aires de revuelta traídos por los contestatarios de los años sesenta, no podían menos que perturbar su espíritu matemático y el orden musical del que se había nutrido desde la infancia. Marcuse, en cambio, parecía que algo de su espíritu se había quedado en los Consejos de Obreros y Soldados de la revolución espartaquista y hasta última hora participó en mítines y asambleas estudiantiles. Cuando los estudiantes propusieron ocupar las aulas, Adorno se opuso y propuso llamar a la policía para desalojarlos. Marcuse, por supuesto, se entusiasmó con la idea las ocupaciones (no faltó quien le acusó de “provocador” y de seguir trabajando para la CIA).

Eran los años en los que Adorno acababa de publicar su obra Dialéctica negativa (1966) Al año siguiente, en Alemania, las protestas por la visita del Sha de Persia, degeneraron en incidentes en los que perdió la vida un estudiante. El gobierno alemán de la época, por lo demás, se había solidarizado con la postura norteamericana en Vietnam. Adorno, que entonces enseñaba en Alemania Occidental, se vio cogido entre todos estos fuegos. Denostaba la guerra (que para él demostraba que “Auschwitz” seguía planeando sobre el mundo). El vaso se desbordó cuando Adorno fue invitado a la Universidad Libre de Berlín para dar una conferencia sobre la obra de Goethe Ifigenia en Tauride y los estudiantes rebeldes quisieron imponerle un debate. Los miembros del SDS (la organización que movía la agitación universitaria) le invitaron a algunos debates, pero, en los meses siguientes y, especialmente, tras el mayo del 68 francés, manifestó que él era docente y, como tal, le repugnaba la interrupción de las clases. Para colmo, Hanna Arendt -próxima a la Escuela de Frankfurt y también judía- afirmo en esos meses, que Adorno había presionado a Walter Benjamin durante los años de exilio. Al parecer, la Arendt se excedió en sus críticas y ordenó los textos de Benjamin de manera torticera que obligaron a Gershon Scholem, amigo de Benjamin, a salir en defensa de Adorno.

Adorno, por lo demás, se había encontrado en 1925 en Nápoles con Benjamin. Había llegado hasta la ciudad italiana acompañado por Sigfried Krakauer. A pesar de que Adorno procuró no hablar mucho sobre este viaje; le disgustaba ser considerado como “discípulo de Benjamin” (“su primer y único discípulo”, según Arendt y “una especie de discípulo en materia estética”, para Scholem). Otros estudiosos de la filosofía de ambos, aseguran que Adorno debió también a Benjamin su concepto de “progreso”. Benjamín no consideraba que la lucha de clases fuera el motor de la historia, pero sí apreciaba al proletariado como protagonista de la misma. Adorno cuestionaba este punto de vista (y lo negó por completo en sus últimos años) y, tras la aparición de la obra de Benjamin sobre Baudelaire, Adorno le reprochó el empleo de terminología marxista, de manera “torpe y poco seria”. El resultado fue que Benjamin, un tipo algo inestable, que había ido acumulando desengaños y reveses en la vida (el menor de los cuales fue el haber depositado sus esperanzas en la URSS que, finalmente, firmó el pacto con Hitler en agosto de 1939) terminó suicidándose en la frontera franco-española.

En cuanto a Adorno, a medida que pasaron las semanas del verano de 1969, fue aumentando su hostilidad hacia los estudiantes contestarios. Terminó acusando a los estudiantes de basar su idea de unión de la teoría y la práctica en análisis erróneos de la situación. Definió a los contestarios como “SA con jeans” y a las barricadas como “ridículas contra quienes administran la bomba atómica”. Poco antes de morir, cuando pronunciaba un curso sobre Introducción al pensamiento dialéctico, tres alumnas se le desnudaron en clase. Murió pocas semanas después.

Bertolt Brecht, que junto con Piscator también había recibido subvenciones de Félix Weil para su “teatro popular”, atacó en muchas ocasiones a los miembros de la Escuela de Frankfurt a los que llamaba “frankfurturistas”. Desde su perspectiva de marxista fiel a la ortodoxia estalinista, les acusó de que trataban de apuntalar el sistema contra el que decía combatir. Brecht sostenía -no sin cierta lógica- que, por una parte, habían constituido un instituto marxista, pero, al mismo tiempo negaban el potencial revolucionario de la clase obrera para acabar con el capitalismo”. Esto es, negaban la esencia del marxismo.

Lukács, por su parte, padre ideológico del “marxismo occidental”, en el que se encuadraría la Escuela de Frankfurt, fue particularmente cruel con sus “hijos” doctrinales: dijo de ellos que se habían instalado en el “hotel Abismo”, equipado con “toda clase de lujos, al borde de un abismo, de la vacuidad, del absurdo”. El húngaro les reprochaba que, cada día, se solazaban contemplando el abismo “entre excelentes comidas y divertimentos artísticos, sólo puede sublimar el disfrute de las sutiles comodidades ofrecidas”. Negaba que alguna vez hubieran tenido intención de unir pensamiento y acción, ni siquiera considerado la posibilidad de asumir un compromiso político. Decía que “se habían pasado la vida observando ese despeñadero [donde estaba instalado el “hotel Abismo”, NdA] desde una distancia prudencial y hasta con algo de perverso placer”. Incluso tardíamente, cuando estallaron los incidentes de la contestación estudiantil, los “frankfurtianos” se negaron a “pasar a la acción”. Adorno llegó a decir que el “pensamiento era el acto verdaderamente radical y no los sit-in y las barricadas” a lo que los estudiantes contestatarios le respondieron: “Si dejamos en paz a Adorno, el capitalismo nunca desaparecerá”.

Los partidarios de la Escuela de Frankfurt, en su defensa, recuerdan los “sufrimientos” de los que fueron objeto al llegar el nacionalsocialismo al poder. Alegan que fueron perseguidos en tanto que judíos y marxistas, que debieron abandonar sus cátedras y exiliarse. Todo esto es cuestionable y se entiende el por qué, al terminar la guerra figuraron entre los primeros que insistieron en la realidad del “holocausto”. En efecto, su buena situación familiar fue lo que los llevó al exilio. Ninguno de ellos pisó ninguna cárcel, ni se incoaron procesos contra ellos, ni se vieron sometidos a algún tipo de discriminación. Simplemente, cuando el nacionalsocialismo llegó al poder, se autoexiliaron sin que nadie se lo impidiera, con sus pasaportes originarios, con sus nombres y apellidos, ninguno de ellos fue víctima de la represión anticomunista o antisemita, ninguno de ellos sufrió los rigores de las cárceles. Todos ellos llegaron sin dificultades a los más diversos países (Dinamarca, Suecia, Francia, Reino Unido, México, aunque todos terminaran convergiendo en Estados Unidos, trabajando, como hemos visto, para distintas agencias de seguridad y defensa y para la mayor de las fundaciones capitalistas, la Rockefeller). No sufrieron ningún tipo de represión, y relacionar su nombre con el “holocausto” resulta absolutamente gratuito. Es más, en la medida en la que trabajaron contra el gobierno de su propia patria, el adjetivo que mejor les cuadra, es el de “traidores”. Y en grado sumo, porque, aceptaron trabajar para el país que más esfuerzos realizó para que estallara la guerra en Europa.

Leo Löwenthal describió a un Adorno con 18 como “el señorito mimado de una familia pudiente” y, añadió que, mientras en 1922, las familias alemanas se veían afectadas de manera demoledora por la hiperinflación, Adorno y su familia podían pagarse viajes a Italia y siguieron llevando un “estilo de vida relativamente suntuoso”. Sus biógrafos reconstruyeron el hecho de que el “odiado padre” de Adorno, había invertido sus ganancias como empresario en bienes tangibles y no en productos de bolsa. El padre de Adorno había renunciado a su identidad judía y se convirtió casi en un “antisemita” en especial en relación a los judíos procedentes de Europa del Este que habían huido de los pogromos de Rusia y Polonia para establecerse en los distritos del Este de Frankfurt. No podía soportar -el padre de Löwenthal compartía la misma repugnancia- que le confundieran con uno de esos judíos con melenas, barba y caftanes. Krakauer, siempre chistoso y ocurrente decía de estos judíos que “lucían tan auténticos que pensabas que tenían que ser judíos de imitación”.

Marcusse, que, en sus últimos años había terminado peleado con todos sus antiguos compañeros, sostuvo en un debate con Habermas que la Escuela de Frankfurt estaba organizada de manera rígida de arriba abajo. Horckheimer, asesorado por Pollock, tomaba las decisiones financieras y administrativas. Los miembros de la escuela no se tutearon nunca, tenían un trato distante a pesar de que llevaran diez años trabajando juntos. Nada de democracia, puro dirigismo por parte de Horkheimer y de Pollock que administraba los fondos entregados por Weil. A éste último se le da como el artífice de las “malas inversiones” realizadas con fondos de la Escuela al llegar a EEUU.

Por lo demás, Marcusse, no hubiera podido vivir ni estudiar después de la Primera Guerra Mundial, cuando tuvo una breve e irrelevante participación en la revolución de los Consejos Obreros de Baviera, de no ser porque su padre, próspero editor, le proporcionó un apartamento y un porcentaje en las ganancias de su próspero negocio de libros antiguos. Con todo, Marcuse fue el único de los miembros de la primera generación de la Escuela de Frankfurt que siguió considerándose marxista en sus últimos años de vida. Horkheimer y Adorno, después de regresar a Alemania, apoyaron la posición de los EEUU en la guerra del Vietnam, suscitando ácidas críticas por parte de Marcusse.

Vale la pena realizar un punto y aparte y mencionar la tormentosa relación que todos estos intelectuales mantuvieron con sus padres, casi una caricatura de las tesis freudianas. De hecho, todos los miembros de la Escuela de Frankfurt están unidos por la magnanimidad demostrada por sus padres y por la desconfianza edípica y la hostilidad que recibían de sus hijos.

El caso de Walter Benjamin es significativo: siempre se negó a trabajar en el mundo de los negocios de papá, pero, incluso cuando ya había cumplido más de treinta años, seguía exigiéndoles a sus padres que le mantuvieran económicamente y tachaba de “incalificables”, los requerimientos de estos para que se ganara la vida. Al padre no le hizo excesiva gracia el que su hijo, esperase la celebración de su bar mitzvah para declararse públicamente y ante toda la familia, ateo. Cuando, momentáneamente, al acabar la Primera Guerra Mundial, estos negocios sufrieron un decline, el padre aceptó pagarle los estudios a cambio de que viviera en el hogar familiar. Benjamin entró a las pocas semanas en un “largo y espantoso período de depresión”. Con su mujer e hijo pequeño, abandonaron la casa y se instalaron en la de un amigo, no sin antes arrancar al padre, la no desdeñable cifra de 40.000 marcos. En los años siguientes, sería su mujer, Dora, la que aportase medios de vida a la familia gracias a su trabajo como traductora. Uno de sus biógrafos dice: En vez de ganarse la vida, Benjamin actuaba como si sus padres le debieran algo: pasó a depender de un estipendio mensual de ellos y siguió sin hacer ningún trabajo funcional (…) culpaba a su autoritaria madre por el hecho de que él, a la edad de cuarenta años, fuera incapaz de prepararse una taza de café. Parece que el escritor judío alemán Ernst Bloch, que influyó profundamente en él y a quien frecuentó durante los años 20, le había enseñado a fumar hachís.

La vida del “joven Horkheimer” discurrió por parámetros similares, si bien, a diferencia de Benjamin, aceptó trabajar escribiendo novelitas. Se sentía “culpable” de ser el hijo privilegiado de un industrial de Stuttgart y de ansiar una revolución social, a pesar de que la irracionalidad de las “clases bajas” le inquietara. En aquellos años de juventud, un biógrafo de Horkheimer dice: La culpa y la identificación le llevaron al borde de la locura. Conoció en 1926 a una mujer, Rose Riekehr, el amor de su vida. Era gentil y de clase baja, acaso elegida por él en tanto que antítesis de la mujer con la que deseaban sus padres que compartiera su vida. Su padre era un respetado empresario judío con varias fábricas textiles en Zuffenhausen (Stuttgart). Él mismo escribió: “Desde mi primer año de vida se dispuso que yo fuese el sucesor de mi padre como director de una compañía industrial”. Cuando el padre, antes de la guerra, le pagó estancias en Bruselas y en Manchester para que pudiera aprender los secretos del negocio, Horkheimer aprovechó esa oportunidad para alejarse de la familia. Fue en Bruselas, en esos años, cuando conoció a Pollock, que se encontraba en la capital belga por lo mismo: su padre, un rico propietario industrial, lo había enviado allí, también, para formarse. Ambos se fueron a vivir juntos. Eran conscientes de ser “almas gemelas”. Poco después se les unión Suze Neumeier, prima de Horkheimer. Se vieron, en París y luego fueron juntos a Calais. El plan paterno de que viajara a Manchester se frustró cuando los tres alquilaron un apartamento en Londres. Horkheimer estaba enamorado de su prima. La noticia llegó a las familias de los tres que denunciaron el caso a la policía británica: el padre de Suze cruzó el canal de la Mancha con una pistola en la maleta. Cuando llegaron a Londres, Pollock ya había sido detenido. El trío quedó deshecho y cada uno volvió al domicilio paterno. Pero Horckheimer se la tenía jurada a su padre, así que su siguiente ligue fue con la secretaria de éste, ocho años mayor que él y no era judía. Enterado el padre, optó por despedir a la empleada.

Ninguno de ellos, durante la Primera Guerra Mundial, combatió en el frente, a pesar de estar todos en edad de tomar las armas: Marcusse fue reclutado, pero sirvió durante toda la guerra en un establo militar donde pienso estuvo alimentando con pienso a los caballos. Horkheimer. Horkheimer consiguió eludir durante dos años el servicio militar alegando que su papel en la empresa paterna era esencial. Lo mismo ocurrió con Pollock.

Eran, en su conjunto y salvo algunas excepciones, judíos que no les gustaba ser percibidos ni considerados como tales. Todos en permanentes malas relaciones con sus padres, seguramente por esto, aceptaron sin dudarlo la tesis de Freud sobre el “complejo de Edipo” y la necesidad de “asesinar [simbólicamente] a la figura paterna”. Gershom Scholem, cuyo nombre aparece frecuentemente vinculado a algunos miembros de la Escuela de Frankfurt, pertenecía, como ellos, a la alta burguesía judía alemana (su padre era propietario de una importante imprenta). Los tres hijos de esta familia se rebelaron contra el padre, cada uno de ellos adoptando una senda particular: uno se hizo comunista, el otro se afilió a la derecha nacionalista alemana del Deutsche Volkkspartei y Gernshom acentuó su identidad judía y se hizo activista sionista y estudiando, incluso, cabalismo.

Jürgen Habermas, por su parte, sigue siendo considerado hoy como el “último representante” de la Escuela de Frankfurt. Era el año 2006. La filosofía de esta institución llevaba 83 años decretando que el cristianismo había “deformado y desviado” la historia de Occidente, generando pulsiones autoritarias y, como consecuencia, había que acabar con el cristianismo, esto es, con la religión, y con el resto de “aparatos ideológicos del Estado”, a saber, la familia y la escuela. Esta actitud anticristiana era una de las bases históricas de la filosofía de la Escuela. Y en esto que Jürgen Habermas, su último representante, se encontró con el cardenal Joseph Ratzinger el 19 de marzo de 2003 en la Academia Católica de Baviera. El resultado de aquella conversación con el futuro papa fue la aparición de un libro firmado por ambos, Dialéctica de la secularización. Sobre la razón y la religión. Un pequeño texto de 69 páginas, en el que “donde dije digo, digo Diego”. No solamente la sangre no llegó al río, sino que, Ratzinger, dos años después se convertiría en Papa de la Cristiandad con el nombre de Benedicto XVI. La discusión tuvo lugar en un clima mutuo de comprensión. Daba la sensación, incluso, que Ratzinger era el “revolucionario” y clamaba por una “verdadera reforma” en la que se eliminaran “instituciones caducas”. El brillante cardenal -último representante de la grandeza intelectual de la Iglesia Católica- sentenció, cuando Habermas le sugirió que se aplicaran “reformas” en la Iglesia: “No tenemos necesidad de una Iglesia más humana, sino de una Iglesia más divina; sólo entonces será verdaderamente humanas”. Ratzinger, vale la pena recordarlo, era entonces el prefecto de la Congregación de la Doctrina de la Fe: su palabra era testimonio de una tradición milenaria.

Habermas, en aquella discusión, se limitó a jugar con las cartas de la Escuela de Frankfurt: apelar a la racionalidad, y no a la “instrumental”, sino a la “científica”. Su argumento sobre el racionalismo y el “diálogo” fue insuperable: “una cultura europea que fuera únicamente racionalista no tendría la dimensión religiosa trascendente, no estaría en condiciones de entablar un diálogo con las grandes culturas de la humanidad, que tienen todas ellas esta dimensión religiosa trascendente, que es una dimensión del ser humano. Por tanto, pensar que hay sólo una razón pura, antihistórica, sólo existente en sí misma, y que ésta sería la razón, es un error”. Habermas debió reconocer que el Estado liberal incurre en una contradicción cuando imputa por igual a todos los ciudadanos un ethos político que distribuye de manera desigual las cargas cognitivas entre ellos”. Añadió que no bastaría con admitir “manifestaciones religiosas en la esfera público-política”, habría que asegurarse de que “a todos los ciudadanos se les puede exigir que no excluyan el posible contenido racional de estas contribuciones”. Incluso estaba de acuerdo con Ratzinger en que eran necesarios elementos reguladores de la ética ante los avances tecnológicos. Era fácil deducir que, aun existiendo desacuerdos (como no podía ser de otra forma), estos no excluían una “coexistencia pacífica” y una “comprensión mutua”.

Pero, si la Iglesia Católica ya no era la responsable, ni del fascismo, ni de la deriva autoritaria de Occidente, ni de la “desviación” de la cultura occidental, ni del complejo de Edipo fuente de todas las represiones psicológicas… ¿qué quedaba de la Escuela de Frankfurt? Daba la sensación de que su último representante vivo se había afirmado como un hombre tolerante, a costa de haber puesto la piqueta de demolición en el edificio construido con los dineros de Felix Weil en 1923…

ALEMANIA EN LOS AÑOS 1918-1923

EL MOVIMIENTO COMUNISTA INTERNACIONAL EN LOS AÑOS 20

La Escuela de Frankfort nace en Alemania en el período posterior a la guerra. Inicialmente, en los primeros años, se encuadra en el marxismo y mira con simpatía lo que está ocurriendo en la URSS. Será en una segunda fase cuando empiecen a marcarse distancias respecto al estalinismo y, ya en EEUU, cuando rompan con él definitivamente. De ahí que la primera fase de la historia de la Escuela de Frankfurt esté marcada por las vicisitudes de la República de Weimar y por el diktat de Versalles, por el desarrollo del Komintern y por sus orientaciones aplicadas a Alemania y, así mismo, por la aparición de corrientes disidentes del leninismo que cristalizarán, como veremos, en 1923.

1. Alemania en los años 1918-1923

La llamada “República de Weimar” es el nombre con el que la historiografía ha conocido al régimen surgido de la derrota alemana de noviembre de 1918 y que se prolongó hasta el 30 de enero de 1933, cuando Adolf Hitler fue nombrado canciller. Desde el principio se trató de un régimen inestable que, lejos de beneficiarse de la caída de la monarquía, nunca consiguió legitimarse del todo. A partir de la revuelta de los marinos de Kiel el 3 de noviembre, los sucesos se desencadenarían de manera incontrolable, hasta 1923. El Kaiser se vio obligado a abdicar y el Rey de Baviera huyó el 7 de noviembre, constituyéndose un consejo de obreros y soldados dirigido por Kurt Eisner. Mientras los socialdemócratas proclamaban la República desde el Reichstag, estallaba la revuelta espartaquista anunciando la “República Libre y Socialista Alemana”.

Probablemente, si la izquierda hubiera estado más unida, habrían logrado entrar en una situación pre-revolucionaria, pero se encontraba fraccionada en tres formaciones: el histórico SPD, partido socialdemócrata, con el 35% de escaños en 1912. Querían constituía una “democracia parlamentaria”, rechazaban el modelo y las prácticas leninistas y los métodos insurreccionales. Los “socialistas independientes”, organizados en el USPD, habían surgido en 1917 como escisión del SPD, con el que se mostraban solidarios en algunas iniciativas y más radicalizados en otras. Finalmente, la Liga Espartaquista, inicialmente una fracción del USPD terminó escindiéndose y radicalizando sus posiciones; a pesar de que la opinión pública los consideraba émulos de los bolcheviques rusos, en realidad, sus posiciones estaban muy alejadas del leninismo. Rosa Luxemburgo, por ejemplo, no compartía la concepción del partido como vanguardia organizada de revolucionarios profesionales. La extrema-izquierda alemana (USPD y los espartaquistas) fueron los únicos partidos alemanes que aceptaron la tesis de la responsabilidad de su país en el desencadenamiento de la Primera Guerra Mundial y que saludaron la derrota como una “victoria del proletariado”. Esto, unido a la asimilación realizada por la opinión pública con los excesos bolcheviques, redundó en un aislamiento de las posiciones de extrema-izquierda en relación a la mayoría de la sociedad alemana y le hurtó la posibilidad de incorporar bases de las clases medias y de los empleados. Sin embargo, en medio de la oleada revolucionaria, este sector creyó que era posible derrocar al gobierno mediante un golpe de fuerza. Entre 1919 y 1921, se fueron sucediendo distintas insurrecciones que terminaron todas en fracasos, con fuertes pérdidas para ambas formaciones.

En las elecciones que siguieron a la Asamblea Constituyente y a la proclamación de la república, vencieron los socialdemócratas con un 37,9%, seguidos a distancia por el Zentrum (19,7%), mientras que el USPD obtenía un 7’8%. El SPD, para poder gobernar, pactó con los partidos de centro, logrando formar gobierno. En algunos länders se vieron obligados a pactar con los nacionalistas. A pesar de haberse aprobado una nueva constitución, convocado elecciones y elegido un gobierno de coalición, lo cierto es que el panorama distaba mucho de haberse estabilizado. Por una parte, los Freikorps y las distintas ligas nacionalistas, no aceptaban ni el Tratado de Versalles, ni la República de Weimar y, en el otro extremo del arco político, ocurría exactamente lo mismo con la extrema-izquierda, cada vez más fragmentada, dividida y desprestigiada por sucesos exteriores (especialmente por los sucesos Hungría durante la República Socialista proclamada por Bela Kun y a raíz de las noticias de masacres que llegaban de la URSS). El 7 de abril fue proclamada la República de los Consejos de Baviera, inicialmente por elementos anarquistas y luego recuperada por los comunistas. Pero en mayo de 1919, el foco insurreccional había sido completamente aplastado.

Resuelto este problema, la firma del tratado de Versalles, el 28 de junio de 1919, reavivó las tensiones. Alemania debió aceptar la responsabilidad del conflicto y, por tanto, pagar indemnizaciones, perder territorios en beneficio de Francia, Dinamarca, Bélgica, Checoslovaquia, Polonia y Lituania, y renunciar a todas sus colonias. La firma del acuerdo y las indemnizaciones a las que se obligó a Alemania, unido a la agitación interior organizada por la extrema-izquierda y a la resistencia patriótica de los sectores nacionalistas, hizo que la “República de Weimar” atravesara unos años caóticos entre 1919 y 1923. Al terrorismo de extrema-izquierda que había aparecido en muchas regiones se sumó la resistencia nacionalista que cristalizó en el “golpe de Kapp”, apoyado por los Freikorps (marzo de 1920).

El “golpe de Kapp” encontró su réplica en la extrema-izquierda en la sublevación del Ruhr y en la formación de un “ejército rojo” compuesto por 15.000 izquierdistas que no lograron que la intentona revolucionaria superara la cuenca industrial en la que nació. La extrema-izquierda sumó así un nuevo fracaso. Sin embargo, la coalición gobernante, a la vista de la situación, se vio obligada a convocar nuevas elecciones que sellaron el fracaso del SPD y de sus aliados centristas y el avance de los nacionalistas. El SPD pasó a la oposición y el gobierno recayó en el Zentrum. Nada de todo esto cortó las acciones terroristas y los atentados procedentes de ambos extremos del espectro político. Para colmo, hacia mediados de 1921, la inflación empezó a desbocarse y en apenas un año, el valor de 100 marcos pasó equivaler a un billón: una libra de carne costaba en 1923 36.000 millones de marcos y una jarra de cerveza 4.000 millones… No había forma, por tanto, de pagar las indemnizaciones de guerra a Francia. Ésta respondió con la ocupación del Rhur (enero de 1923). Era la gota que hizo rebosar el vaso. Las ligas de extrema-derecha, entre las que se encontraba ya el NSDAP, reducido a su feuda bávaro en aquel primer momento, respondieron con atentados a la desesperada que los franceses se cobraron con represalias y fusilamientos. A su vez, la extrema-izquierda decretó la huelga general, e incluso, Karl Radek, responsable del Komintern para Alemania, elogió a Albert Leo Schlageter y a los resistentes nacionalistas del Rhur, procedentes de los Freikorps, fusilados por los franceses.

En 1923, la sociedad alemana, desmoralizada por la derrota, por cuatro años de violencia política e insurrecciones constantes, amputada territorialmente, con un movimiento obrero que había fracasado estrepitosamente en todas sus iniciativas, golpeada por la hiperinflación, con la sensación de que ésta había favorecido a los grandes capitalistas que pudieron comprar inmuebles y bienes raíces a bajo precio, unido a la sensación de que esa misma clase se había enriquecido durante los años de guerra a costa de los sufrimientos de los soldados del frente. Ese año, la idea de que el ejército alemán, que había logrado derrotar a Rusia, que había ocupado buena parte de Francia, había sido traicionado (la idea de la “puñalada por la espalda”) estaba muy extendida en todo el país, así como la idea de que las revueltas de los marineros de Kiel y de los espartaquistas, habían sido protagonizadas por soldados que no habían conocido los rigores de la primera línea del frente, por emboscados, cobardes y desertores.

Alemania vivía en 1923 una situación catastrófica: económicamente hundida con la hiperinflación, militarmente derrotada, políticamente sin alternativas, con un gobierno que había sido apuntalado por los freikorps, a los que no dudó en traicionar tras la aventura del Báltikum (cuando les prometieron tierras a cambio de combatir a los bolcheviques y fueron bochornosamente abandonados), desmoralizados por la criminalidad política, los atentados, las pérdidas territoriales, confundidos por la rapacidad de los “agiotistas” (especuladores) y la formación de fortunas en medio de la miseria generalizadas. Sin que las iniciativas surgidas a la extrema-derecha y a la extrema-izquierda pudieran concretarse en experiencia alternativas. Y, sobre todo, en 1923, sin ningún tipo de perspectivas. Porque, estaba claro que las soluciones clásicas de la derecha radical (el golpe de Kapp y, luego, el golpe frustrado de Hitler en Munich en noviembre de 1923) y la que había ensayado el leninismo en Rusia (concretada en Weimar en las iniciativas subversivas protagonizadas por la izquierda comunista y que detallaremos más adelante), no eran los caminos más adecuados para generar invertir la situación. Paramos, estas pinceladas sobre Weimar en 1923.

LA ESCUELA DE FRANKFURT (v) - EL KOMINTERN Y LA "REVOLUCIÓN ALEMANA"

2. La Tercera Internacional

El hecho de que, inicialmente, los miembros de la Escuela de Frankfurt militaran en las distintas formaciones de la izquierda weimariana que, a partir de 1919 fue teledirigida por el Komintern, nos obliga a dar unas breves pinceladas sobre esta estructura internacional.

El 24 de enero de 1919, justo cuando se celebraba la “Conferencia de Paz” en París, Pravda, anunció el Moscú la convocatoria de un “congreso internacional”. Siete “partidos revolucionarios” firmaron el llamamiento, dirigido a 39 formaciones de izquierda, proponiendo la creación de una “nueva internacional revolucionaria (…) ante la bancarrota de los partidos socialistas y socialdemócratas”. Cuando tuvo lugar el encuentro, del 2 al 5 de mayo de 1919 en la Sala del Trono del Kremlin, hacía seis semanas que Rosa Luxemburgo y Karl Liebknecht, habían sido ejecutados por los freikorps. Los 52 delegados, en teoría representaban a 35 partidos, pero solamente cinco (los partidos de Alemania, Austria, Suecia, Noruega y Holanda) eran representaciones llegadas del extranjero, el resto de delegados vivían en Moscú y no tenían apenas contactos en sus propios países. Solo 19 poseían derecho al voto. Zinoviev fue elegido presidente, tutelado por una ejecutiva formada por Lenin, Trotsky, Rakovsky y Fritz Platten y por un secretariado en el que figuraban Angelica Balabanova y V. Vorosky (la primera sería sustituida poco después por Karl Radek).

La idea de constituir la “Tercera Internacional” había partido de Lenin, empeñado en ese momento en constituir un movimiento revolucionario internacional centralizado que acometiese en cada país la misma estrategia insurreccional que él había empleado en Rusia. La Internacional debía ser un elemento que estimulase y acelerase la inevitable marcha hacia el socialismo. Lenin, por supuesto, se equivocaba al pensar que lo que había permitido apoderarse del poder en un país semifeudal y atrasado, podría valer en países provistos de clase medias, con mayores niveles de vida y en donde el proletariado estaba encuadrado por organizaciones, mayoritariamente “reformistas” Al mismo tiempo, se trataba de lograr construir un aparato internacional de apoyo a la revolución rusa. De haber vivido Rosa Luxemburgo en el momento de la celebración de aquel primer congreso de la nueva Internacional, se hubiera opuesto a la creación de esta estructura (siempre se había opuesto a la tesis leninista de someter a la clase obrera a un aparato centralizado de revolucionarios profesionales); pensaba que había que confiar en el “espontaneísmo” de las masas y en una revolución hecha “desde abajo”.

Mientras se celebraba el congreso llegó la noticia de la proclamación de la República de los Soviets en Hungría y de la República de los Consejos en Baviera. El entusiasmo fue indescriptible y aumentó con la llegada de Karl Steinhardt, delegado austríaco, que anunció la próxima sublevación del proletariado de aquel país. La Tercera Internacional había nacido.

Pero lo que pasó en las semanas siguientes desmintió tanto optimismo. Es cierto que una huelga general consiguió frustrar el golpe de Kapp, pero, tanto la República de Baviera como el bolchevismo húngaro resultarían aplastados. Y otro tanto ocurriría en Austria. Zinoviev, empeñado todavía en difundir el optimismo, sentencio que “la revolución alemana avanza con botas de siete leguas”. En realidad, lo que había ocurrido era todo lo contrario: las formaciones que secundaban la acción de la Tercera Internacional habían fracasado en todos sus intentos revolucionario emprendidos desde noviembre de 1918. Al concluir el Congreso, Lenin empezó a redactar su famoso folleto El izquierdismo, enfermedad infantil del comunismo, en el que atacaba las posiciones anarquistas y de extrema izquierda y se reafirmaba por un partido jerarquizado, guiado por una disciplina de hierro de revolucionarios profesionales. Rusia, en ese momento, atravesaba un período difícil: todavía se enfrentaba a la lucha contra los ejércitos contrarrevolucionarios “blancos”. Los polacos mandados por Pilsudsky habían ocupado buena parte de Ucrania. En consecuencia, no estuvieron en condiciones de enviar ayuda ni a la Revolución de Baviera, ni a la de Bela Kun en Hungría. A pesar de estos problemas y derrotas, Lenin, Zinoviev y los líderes bolcheviques creían en el “ascenso de las luchas obreras” y en futuros avances revolucionarios. Y fue en este marco anímico cuando se convocó el Segundo Congreso de la Tercera Internacional entre el 17 de julio y el 7 de agosto de 1920.

Parecía que, efectivamente, el movimiento internacional había progresado: asistieron 217 delegados representantes de 67 organizaciones (entre ellas, 27 Partidos Comunistas estructurados a la manera leninista), procedentes de 34 países. En la sala estaba colgado un inmenso mapa en el que diariamente se iban señalando los avances del Ejército Rojo en su progresión contra los polacos de Pilsudsky. Pero una semana después de concluido el congreso, el Ejército Rojo fue derrotado a las puertas de Varsovia y Moscú se vio obligado a aceptar un armisticio. A diferencia del anterior, se trató de un verdadero congreso, en el que se aprobaron los estatutos de la organización y las condiciones de ingreso. Su lectura indicaba que entre los miembros existía jerarquía, en absoluto igualdad: el Partido Comunista de la Unión Soviética estaba sobrerrepresentado y, además, en el preámbulo se indicaba que “La Internacional apoya incondicionalmente los logros de la gran revolución proletaria rusa”.

Era la primera muestra de que la estructura iba a terminar siendo un mero apoyo para la política exterior soviética -como se consumaría a partir de la época estalinista- y de que los principios rectores del partido leninista serían los que informasen a la estructura internacional: “El Comité Ejecutivo tiene el derecho a exigir de los partidos miembros la expulsión de grupos y personas que atenten contra la disciplina internacional”. Incluso estaba presente la obligación de “depurar” las propias filas periódicamente: “Los partidos comunistas de todos los países en los cuales los comunistas operen legalmente deben proceder a la depuración periódica del plantel de militantes con el fin de depurar al partido de los elementos pequeño-burgueses que inevitablemente se infiltrarán en sus organizaciones”. El documento final puede ser considerado como un documentos alucinado propio del irrealismo político: se juzgaba por igual a todos los gobiernos europeos, al margen de sus orientaciones concretas y de que, en algunos casos, estuvieran ocupados por socialistas o socialdemócratas, y se asumía que “La guerra civil está en todo el mundo a la orden del día”, olvidando que las legislaciones democráticas de algunos países podían permitir la actuación abierta de Partidos Comunistas (lo que entrañaba evidentes ventajas). A pesar de que John Reed, el delegado norteamericano, aludiera a la situación de los negros en los EEUU, y de que asistieran representantes de organizaciones de países colonizados por Inglaterra (India), países excoloniales, o delegados de India, Turquía, Persia, China y Corea, la resolución final insistía en que “era obligación de todos los partidos afiliados contribuir al desarrollo y afianzamiento del poder soviético en Rusia”.

Mucho más cuesta arriba se pondría la situación al convocarse el Tercer Congreso de la Internacional en 1921. La guerra civil había terminado: los ejércitos “blancos” de Kolbach, Denikin y Wrangel habían sido derrotados. Unger Kan von Stemberg, todavía resistía en el lago Baikal y en enero de 1921 consiguió entrar en Urga, la capital mongola, para ser capturado poco después y fusilado. También había terminado el bloqueo de las potencias europeas, pero el gobierno bolchevique se enfrentaba a una situación desesperada: se estaba extendiendo el fantasma del hambre y del frío y aparecían opositores tanto dentro como fuera del partido. El “comunismo de guerra” adoptado por Lenin para afrontar los primeros años de gobierno, ya no daba más de sí. En 1920, incluso, se habían producido episodios guerrilleros protagonizados por destacamentos campesinos que habían, incluso, ocupado ciudades y expulsado de los campos a la administración soviética. Lenin se vio obligado a negociar con ellos.

Para colmo, el 20 de febrero de 1921 estalló una huelga general en San Petersburgo y Zinoviev, presidente del soviet de aquella ciudad, se vio obligado a negociar con los trabajadores fuera de la disciplina del partido. El día 26 de febrero, el soviet de Petrogrado ordenó la retirada de los efectivos militares que rodeaban la ciudad. Pero la medida fue tomada como un signo de debilidad por parte de los obreros que mantuvieron la huelga general y consiguieron que la rebelión se extendiera hasta la flota del Báltico, en la base de Cronstdat. El manifiesto aprobado el día 1 de marzo por los rebeldes exigía la libertad de todos los presos y el establecimiento de prácticas democráticas. El Partido optó por la vía dura y envió tropas, decretó el estado de sitio de San Petersburgo e hizo detener a todos los líderes rebeldes, luego asedió Cronstdat. El propio Lenin tuvo que reconocer que esta rebelión era mucho más peligrosa que la acción de todos los ejércitos blancos, pero cometió el error de apreciación de considerar que se trataba de una “revuelta pequeño-burguesa”.

Todos estos problemas obligaron a Lenin a imprimir un cambio de rumbo. Escribió: “a través de concesiones, el Estado proletario puede asegurarse un convenio con los Estados capitalistas de los países más progresistas, y de este acuerdo depende el fortalecimiento de nuestra industria, sin la cual no podemos seguir avanzando en dirección a un orden social comunista”. En otras palabras, la revolución debía aplazarse en Europa para que los Estados europeos “progresistas” ayudaran a Rusia a salir del empantanamiento en el que se encontraba. Esto implicaba también que, a la etapa del “comunismo de guerra” seguiría otra de economía de tipo mixto que pasaría a la historia como “Nueva Política Económica”.Inmediatamente después de ser presentado el plan, Rusia firmo un primer acuerdo comercial con el Reino Unido. La Rusia socialista, a partir de ese momento, ya no tendría inconveniente en negociar, comprar y vender, con las naciones capitalistas avanzadas. Lenin no tardaría mucho en firmar con Alemania el Tratado de Rapallo, con sus cláusulas secretas que permitían que el Estado Mayor alemán engañara a su propio gobierno y a los aliados, vulnerando las cláusulas del Tratado de Versalles y entrenando a sus pilotos en territorio soviético, a cambio de manufacturas industriales.

Así mismo, la política de oposición frontal contra los partidos socialistas y socialdemócratas varió: se reconocía que los partidos de la Segunda Internacional conservaban todavía ascendiente entre las masas obreras y había que impedir que utilizaran esa influencia para separar a las masas de la “vanguardia revolucionaria del proletariado”. Por tanto, la época del “sectarismo doctrinal” era imposible de mantener y se trataba de buscar la cooperación con los partidos socialistas y socialdemócratas. Pero, en realidad, en este terreno, no se trataba de un cambio estratégico, sino más bien de la adopción de una nueva línea táctica: plantear condiciones de colaboración que no pudieran ser aceptadas por los partidos sociales para que aparecieran ellos como “traidores y renegados” ante las masas proletarias.

Pero, cuando se convocó este Tercer Congreso, un fenómeno nuevo había aparecido en Italia. Un antiguo socialista, Benito Mussolini, fundó el 23 de marzo de 1919 el primer Fascio di Combatimento en Milán. En mayo de 1921, los Fascios habían obtenido 35 escaños en las elecciones generales (por 15 los comunistas) y cuando se convocó el congreso del Partido Nacional Fascista en Roma en noviembre de 1921, los 2.200 fascios existentes, agrupaban ya a 320.000 activistas decididos. Lenin y la Internacional no consiguieron digerir la aparición de este fenómeno que se insertaba como un elemento nuevo e irreductible a la dualidad proletariado-burguesía, capitalismo-comunismo, derecha-izquierda. La doctrina oficial seguía sosteniendo hasta ese momento, que el “enemigo principal” eran los socialdemócratas, pero ¿qué era el fascismo? Amadeo Bordiga, secretario general del PCI tampoco lograba encontrar una respuesta correcta.

El Cuarto Congreso del Komintern sería el último al que asistiría Lenin. Llegaron a Moscú 340 delegados de 60 países del 7 de noviembre al 3 de diciembre de 1922. Pero el ánimo era bajo: lo que había ocurrido en los tres años anteriores, era un rosario de derrotas que no había forma de ocultar ni embellecer. Bujarin expuso de nuevo la necesidad de que “el proletariado internacional” apoyara a la Unión Soviética. La “revolución mundial” quedaba subordinada y supeditada al destino del bolchevismo ruso. El “patriotismo ruso” era un deber de los proletarios de todo el mundo. Ni siquiera todos los delegados rusos estaban de acuerdo en este planteamiento y algunos, Lenin incluido, expresaron tibias dudas. Pero el líder, ya enfermo y decrépito, conservaba lucidez suficiente como para advertir que su previsión sobre el hundimiento de las naciones capitalistas no se había producido. Aparte de esto, lo más importante del congreso fue la reforma de los Estatutos que aumento el poder del partido ruso sobre el conjunto de la Internacional. Sobre ocho miembros del Presidium, cuatro eran rusos (Zinoviev, Bujarin, Radek y Bela Kun, o, al menos siempre habían trabajado para Moscú, además de ser, los cuatro, de origen judío) y los otros cuatro eran fieles a la voluntad de Moscú. Zinoviev pudo decir: “Todos los elementos federalistas que todavía subsistían en nuestra organización, han sido eliminados”.

El congreso no pudo evitar pronunciarse sobre el crecimiento del fascismo italiano. Zinoviev sostuvo, en su ideología mecanicista y determinista, que el fascismo era una “etapa necesaria e inevitable en la lucha de clases” y demostraba la “debilidad del sistema capitalista y la proximidad del triunfo de la revolución”. Una vez más, demostró que su “catecismo marxista” no era la herramienta más esclarecedora para realizar un análisis internacional. Este elemento es importante, porque, en 1933, cuando Hitler llegue al poder en Alemania, la Internacional y, por extensión, el movimiento comunista internacional y, con él, los miembros de la Escuela de Frankfurt, demostrarán un déficit absoluto en la comprensión e interpretación del fenómeno fascista.

Pero los sucesos que ocurrirían tras el cierre de la conferencia volverían a demostrar la debilidad del movimiento comunista -incluso en su capacidad de análisis y comprensión de la realidad-. En efecto, el 11 de nero de 1923, las tropas francesas -en gran parte, compuestas por miembros de las colonias africanas- ocuparon en Rhur, pretextando retrasos en las reparaciones de guerra. Los sindicatos de todos los colores convocaron una huelga general que paralizó la zona. Los freikorps iniciaron sus atentados contra las vías férreas y los destacamentos indígenas; la Internacional animó al Partido Comunista Francés para que realizara acciones de protesta en apoyo del “proletariado alemán”. El problema era que el gobierno soviético, después de Rapallo, había decidido con quién debía aliarse. Aunque algunos doctrinarios marxistas sostienen que, en aquel momento, un llamamiento a la insurrección hubiera lanzado a la calle a la clase obrera alemana, lo que menos deseaba el Kremlim era una caída del gobierno alemán. Clara Zetkin, una de las dirigentes en aquel momento del Partido Comunista Alemán, alertó contra “acciones aventureras en el Rhur” y el Comité Ejecutivo de la Internacional confirmó estas orientaciones. Era fácil interpretar lo que estaba ocurriendo: Moscú no deseaba que Francia venciera a Alemania, ni mucho menos que estallara una revolución contra las tropas francesas de ocupación y que, simultáneamente, atacara también a la burguesía alemana (como proponía el ala izquierda del KPD). Una acción así llevaba inevitablemente a la guerra civil y a que Francia mejorase sus posiciones. En aquellos días febriles, Karl Radek, no desdeñó elogios hacia los nacionalistas alemanes, antiguo freikorps, que se estaban batiendo contra las tropas francesas e, incluso, llegó a proponer unidad de acción con los nacionalistas de extrema-derecha. Rote Fahne, diario del partido, llegó a reproducir artículos escritos por nacionalsocialistas y era frecuente que el KPD y el NSDAP invitaran a sus oradores a participar en mítines de la otra formación, hasta que el 15 de agosto de 1923, la dirección del NSDAP prohibió estas confraternizaciones. Era la respuesta al llamamiento lanzado, el 23 de junio de 1923, por la dirección de la Internacional a la formación de “unidades militares especiales” para combatir al fascismo.

En abril de 1922, Stalin ya había asumido las riendas en Moscú y, como era de esperar, hubo una nueva revisión de la línea política. En Alemania, por otra parte, el canciller Kuno había sido sustituido por Stressemann y también en este país se había producido un giro político. El nuevo canciller era pro-occidental, así que Rusia se enfrentaba ahora a la posibilidad de tener que vérselas con un frente unido de las naciones capitalistas avanzadas. Era el peor escenario en el que podían pensar, así que el Buró Político soviético contempló, a finales de agosto, las posibilidades de volver a intentar una sublevación en Alemania. Cuando los delegados alemanes llegaron a Moscú para valorar las posibilidades de una insurrección, se encontraron pancartas y carteles por las calles anunciando la próxima revolución socialista en Alemania. Trotsky y Zinoviev asumieron personalmente los preparativos insurreccionales. El general Alexis Skoblevsky (a) “Gorev”, penetró clandestinamente en Alemania y organizó grupos terroristas con el encargo de realizar atentados en las infraestructuras, en cuarteles militares, y también en sedes del partido comunista y de los sindicatos. Incluso preparó atentados contra el general von Seeckt y contra conocidos industriales. Pero el contraespionaje alemán consiguió detenerlo y frustrar los planes. Pero, a pesar de que el plan había quedado amputado de su parte más efectista, siguió adelante. Como base de partida, se eligieron las regiones de Sajonia y Turingia, que tenían gobiernos socialdemócratas con participación comunista. El alzamiento fue un fracaso, apenas pudieron sumarse 200 comunistas que pronto quedaron aislados y barridos, sin apoyo popular. La Internacional no dudó ni por un momento en atribuir el fracaso a los socialdemócratas: “Los grupos dirigentes de la socialdemocracia alamana no son actualmente otra cosa que una fracción del fascismo alemán bajo la máscara socialista”, decía el documento emitido por la Internacional, demostrando que seguían sin comprender, ni la naturaleza del fascismo, ni las correlaciones de fuerzas que se estaban dando en la izquierda alemana.

LA ESCUELA DE FRANKFURT (VI) - LA IRRUPCIÓN DEL "MARXISMO OCCIDENTAL" CON KARL KORSH Y GEORGY LUCKÁCS

En 1923, la oleada de agitación bolchevique en Europa central. Las sucesivas derrotas han enseñado a los partidos comunistas que ni la revolución, ni la guerra civil en los países occidentales iban a estallar en un futuro próximo. Dos teóricos marxistas, Georgy Lukács y Antonio Gramsci, empiezan a considerar que Marx no tuvo en cuenta algunos puntos. El primero coincidirá con Karl Korsh, en la Primera Semana de Trabajo Marxista. Este acto es considerado como el “seminario fundacional del Instituto de Investigación Social de Frankfurt”.

En dicho seminario se presentaron dos trabajos. Por un lado, Historia y conciencia de clase de Georgy Lukács y por otra Marxismo y filosofía de Karl Korsh. A partir de ese momento se inicia lo que se ha llamado el “marxismo occidental” que sería aquella forma de marxismo que rescata al Marx anterior a 1848 en el que, además de demostrar interés por la economía, evidenciará también tendencias filosóficas, éticas, culturales y antropológicas. Los “marxistas occidentales”, asumirían esta herencia y tratarían de actualizarla. Este marxismo sería radicalmente diferente al “marxismo oriental”, considerado no solamente en su acepción geográfica, sino como forma militante del marxismo, encuadrado en los partidos comunistas de obediencia moscovita y en la Tercera Internacional creada por Moscú. El término “marxismo occidental” se aplica, habitualmente, a aquellos marxistas que sitúan en un lugar secundario los estudios económicos de Marx y priorizan el interés por sus ideas filosóficas. Eso les permite introducir en la mecánica materialista de Marx, elementos “humanizadores”, extraídos especialmente de Hegel. Suele enfatizar la importancia de los factores culturales que, los “marxistas orientales” tan solo consideran a la hora de movilizar a los “trabajadores de la cultura” para la causa del proletariado.

Georg Lukács era algo mayor que la mayoría de los miembros de la Escuela de Frankfurt. Había nacido en 1885 (Marcuse nació en 1898, Adorno en 1903, Horkheimer en 1895, Benjamin en 1892, Weil en 1898). Judío como ellos, a diferencia de ellos había sido un hombre de pensamiento y de acción. Al estallar la Primera Guerra Mundial -declarado inútil para el servicio de las armas- abordó el estudio de la obra de Marx e ingresa en el partido socialdemócrata. En noviembre de 1918 figura entre los disidentes socialdemócratas que se integrar en el recién constituido Partido Comunista de Hungría bajo la dirección de Béla Kun.

Vale la pena detenernos brevemente en estos hechos. Ente el primer y el segundo congreso del Komintern, los sucesos que tuvieron lugar en Hungría supusieron un nuevo sobresalto para los amantes de la ley y del orden en Europa. Tras la caída de los Habsburgo, asumió el poder, Miguel Károlyi, un pacifista socialdemócrata que achacaba a la monarquía haber arrastrado el país hacia la guerra. Su programa era paz, formación de un Estado Húngaro separado de los territorios de la corona austríaca, régimen republicano y reformas sociales. El 25 de octubre de 1918 se constituyó un Consejo Nacional bajo la presidencia de Károlyi. Sin embargo, el Partido Comunista lanzó a las masas a la calle actuando al margen de las decisiones del Consejo Nacional y proclamaron la revolución socialista, ocupando edificios públicos y cuarteles. El conde Tisza, hombre fuerte de la corte fue asesinado por los soldados, impidiendo el regreso del monarca que se encontraba negociando en Viena. El 16 de noviembre de 1918 se proclamó la República, apareciendo en todo el país comités de obreros, campesinos y soldados. La situación dentro del país era insostenible: Károlyi propugnaba una alianza con Occidente, mientras que los soviets constituidos contemplaban solamente alianzas con Moscú. Pero no existía todavía un “partido comunista” que pudiera capitalizar la acción de los soviets. Lenin recurrió a los prisioneros húngaros que se encontraban en campos de concentración rusos. Con ellos constituiría lo esencial del nuevo partido. Su dirigente sería Bela Kun, un periodista judío de clase media, afiliado al Partido Socialdemócrata desde 1902 y que, a poco de ser capturado por las tropas rusas, ingresó en el Partido Bolchevique. Liberado tras la revolución de octubre de 1917, trabajó como periodista para el Comisariado de Asuntos Exteriores ruso y, finalmente fue elegido por Lenin para ponerse al frente del Partido Comunista Húngaro creado en Moscú el 4 de noviembre de 1918. A finales del mismo mes, Kun entraría en Hungría, acompañado por Tibor Szamuelly y Josef Rabinovicz, judíos como él, fundado con dinero traído de Moscú, el primer diario comunista húngaro, Vörös Ujsáj. Desde el primer momento, el tono de la nueva publicación fue extremadamente combativo y crítico con los medios socialdemócratas. El presidente Károlyi ordenó la detención de Kun y del resto de dirigentes comunistas, pero no les impidió seguir desde la cárcel con su tarea de agitación a través de las columnas de Vörös Ujsáj. Los comunistas húngaros fueron liberados y canjeados por una delegación socialdemócratas que ingenuamente se encontraba en Moscú. El 20 de marzo de 1919 la Entente envió a Budapest las condiciones para el armisticio: Hungría perdía las zonas que en ese momento estaban ocupadas por la Entente y debía ceder otros territorios a Rumania. El gobierno presentó su dimisión y Bela Kun aprovechó para exigir a la socialdemocracia la proclamación e la República Húngara de los Soviets y estableciese una alianza con la URSS.  Al día siguiente se firmó el pacto de unificación entre comunistas y socialdemócratas y se constituía el Consejo Revolucionario, dirigido por Aljandro Garbal, un albañil, sin apenas personalidad política, Bela Kun se reservó el cargo de Comisario de Asuntos Exteriores y Georgy Lukács el de Educación. Es significativa la opinión recogida en una publicación norteamericana contemporánea, New  International Year Book of 1919:

Uno de los puntos débiles principales del nuevo régimen era la animadversión a los judíos. En los distritos rurales el sentimiento general era que la revolución había sido un movimiento de los judíos para apoderarse del poder en beneficio propio; se oía frecuentemente el comentario de que si los judíos de Budapest se morían de hambre, tanto mejor para el resto del país. El gobierno de Bela Kun se componía casi exclusivamente de judíos que también desempeñaban los cargos administrativos. Los comunistas se habían unido inicialmente con socialistas que no eran del partido radical extremista, sino que se asemejaban algo a los laboristas o sindicalistas de otros países. Bela Kun, sin embargo, no seleccionó a su personal entre ellos, sino que se dirigió a los judíos y constituyó virtualmente una burocracia judía”.

En los dos primeros meses, más de 3.000 sociedades y propiedades pasaron a manos del Estado que no estuvo en condiciones de gestionarlas, consiguiendo que pocas semanas después se declararan en quiebra. El hecho de que la casi totalidad de los miembros del del nuevo gobierno revolucionario fueran de origen judío generó reticencias por parte de la población campesina, mientras que los temporeros exigían la rápida distribución de las tierras. El gobierno respondió reprimiendo las protestas de unos y otros y generando 10.000 muertos en los choques con las tropas gubernamentales. Cien días después habían sido asesinadas 35.000 personas, incluyendo mujeres y niños. Lo sorprenden es constatar los grupos sociales a los que pertenecían: burgueses, empresarios, militares y… judíos adinerados. En total, los 100 días de gobierno bolchevique en Hungría habían costado 50.000 muertos… El ejército rumano, entrando en Budapest puso fin a esta desastrosa experiencia que vacunó a Hungría contra el comunismo y cuyos efectos duraron durante todo el período soviético (1945.1988) y subsisten en nuestros días.

Lukacs, al acabar la Primera Guerra Mundial, tenía intenciones de emigrar a Alemania, pero no logró que sus títulos fueran reconocidos en Heidelberg, por lo que decidió seguir una carrera política en Hungría. Lo convenció Bela Kun. Así, en pocas semanas, Lukacs renunció a lo que había escrito en El bolchevismo como problema moral, última publicación premarxista, y se decantó por lo que había criticado apenas unas semanas antes. Fue nombrado Comisario del Pueblo de Educación y Cultura, adjunto del Comisario de Educación Zsigmond Kunfi (nacido Zsigmond Kohn, judío, por tanto). Cuando, el propio Lukacs se descargaba de responsabilidades en las masacres que tuvieron lugar durante la revolución húngara, olvidaba su artículo publicado en Nepszava el 15 de abril de 1919: “La posesión del poder del Estado es también un momento para la destrucción de las clases opresoras. Un momento que debemos usar”, texto que, por sí mismo, le valdría ser considerado como el “autor intelectual” de las masacres de aquella revolución. A pesar de su título de Comisario de Educación y Cultura, fue nombrado también comisario de la Quinta División del Ejército Rojo húngaro. Y se mostró despiadado: en mayo de 1919, ordenó el fusilamiento de ocho de sus propios soldados, algo que se vio obligado a reconocer años después.

Si nos hemos extendido más de la cuenta en la figura de Lukács, es porque, puede ser considerado como “padre intelectual” de la primera generación de la Escuela de Frankfurt. En su trabajo presentado en la Primera Semana de Trabajo Marxista, Lukács, se centra en el concepto de dialéctica hegeliana para descubrir el devenir histórico como una “totalidad”, pero no ya al estilo tradicional, vinculada a los designios divinos, sino su estricta inversión: la comprensión total de la realidad socio-económica de cada momento. Escribe: “El conocimiento de los hechos no es posible como conocimiento de la realidad más que en ese contexto que articula los hechos individuales de la vida social en una totalidad”. Lukács se limita a repetir lo que el “joven Marx” ya había dicho: “las relaciones de producción de toda sociedad constituyen un todo” y son “la clave misma del conocimiento histórico de las relaciones sociales”.

Influenciado por el Tomo I de El Capital, aprovechará para introducir dos temas que luego desarrollará la Escuela de Frankfurt (y, en concreto, Marcuse) en su teoría sobre “la industria cultural”. Por una parte, hablará del “fetichismo de la mercancía”. Fetichismo es toda creencia en que un objeto puede encerrar poderes superiores. Lukács rectifica a Marx que creía que el valor de las cosas es inherente a ellas mismas, y explica que tal valor está determinado por las relaciones sociales de producción. El segundo elemento del capitalismo sobre el que se centra Lukács es la “obsesión cuantitativa” que percibe en él: el capitalista está obsesionado por la producción estandarizada de objetos de consumo y esta es su lógica, producir más, más rápidamente, a un coste menor, obteniendo un mayor beneficio. Lo que le interesa, sobre todo, es la primera parte de esta ley, la producción estandarizada. Lukács sostiene que este paradigma cuantitativo consistente en aplicar patrones de estandarización se reproduce en todos los escalones del sistema capitalista, sea cual sea el escalón que se ocupa: el médico no pensará por sí mismo, se limitará a aplicar protocolos, el juez aplicará leyes estandarizadas, la escuela buscará formar jóvenes en función de los programas de estudio prestablecidos. En cualquiera de estos casos, lo cuantitativo gobierna sobre lo cualitativo. No se trata de llegar a lo “mejor”, sino de superar lo “más”. Y entonces llega a la teoría de la alienación: “la cultura moderna -dice- es el resultado de un proceso generativo que termina separando el alma humana de sus productos culturales”, tema en el que aparece una línea convergente con el pensamiento de Gramsci. Como éste, Lukács intenta reforzar el marxismo con elementos procedentes de Hegel, de Simmel o de Weber, en otras palabras, superando el nivel exclusivamente económico y ampliando la polémica a los aspectos objetivos, estéticos y éticos que Marx había dejado en segundo plano.

Lukács, al igual que hará Gramsci en esa misma época, duda se da cuenta de que algo “no funciona” en el concepto de “conciencia de clase”. Distingue entre la “conciencia de clase” que se atribuye al proletariado, de la conciencia de clase que tendría si no estuviera alienada y fuera consciente de los hechos que la rodean. Lukács toma en consideración a Nietzsche y acepta su doctrina sobre la “muerte de Dios” que ve presente en Hegel. La muerte de los dioses implicó la dispersión y la pérdida del sentido unitario de la historia, pero con la “aparición del proletariado”, y con su inclusión en el proceso dialéctico de la lucha de clases es posible recuperar una interpretación unitaria de la filosofía de la historia. En el momento en el que aparezcan “disidencias” en el devenir histórico, serán interpretadas como obstáculos -contradicciones- que encuentra el proletariado para afirmar su hegemonía sobre la burguesía. Nada más. Y esas contradicciones no serán solamente del capitalismo, sino del proceso total de la historia. Esto implica que, para conocer el capitalismo será preciso recurrir también a las contradicciones que genera y que estarán encarnadas en el proletariado.

Posteriormente, Althuser, marxista estructuralista, miembro del Partido Comunista Francés, desarrolló algunos aspectos del gramscismo. Su vida estuvo marcada por la inestabilidad y los problemas mentales (en 1980 estranguló a su esposa, siendo internado en un psiquiátrico y dictaminado que asesinó a su esposa en un acto de locura). En su obra, Ideología y aparatos ideológicos del Estado, establece que la familia, la iglesia, la escuela, los partidos y los sindicatos terminan siendo siempre “aparatos ideológicos del Estado” a través de los cuales se transmite su influencia a través de la sociedad. Así mismo, las prisiones, las leyes, las policías y los ejércitos, forman parte de los “aparatos represivos del Estado”. Ambos se coaligan para asegurar que la “ideología dominante” siga siéndolo, detener, ralentizar y/o invertir el proceso dialéctico que llevaría al triunfo final del proletariado sobre la burguesía. A través de estos “aparatos ideológicos”, el Estado consigue mantener al proletariado en su estado de “alienación”.

Conocer al proletariado implica conocer la naturaleza de su alienación. Para Marx, la “alienación” era el abandono de la propia naturaleza, de lo que son las personas, para convertirse, ser y pensar en algo que no son. Marx sostenía que el trabajador está alienado desde el mismo momento en el que vende su fuerza de trabajo deja de ser dueño de una parte de sí mismo, le “aleja de su humanidad” y pierde la capacidad para determinar su vida y su destino. Esto ocurre porque el empresario no le importa si el trabajador comprende el valor de su trabajo y la importancia de éste. Todo lo que obliga el capitalista está guiado por el deseo de obtener una mayor cantidad de beneficios y extraer del trabajador el máximo de plusvalía. Marx se limitó a adaptar una teoría de Ludwig Feuerbach, verdadero creador de la teoría de la alienación (que aplicaba al cristianismo afirmando que Dios ha alienado las características naturales del ser humano). Luego, añadió el concepto de “cosificación” al que conduciría inevitablemente la alienación capitalista: los trabajadores dejarían de ser tratados como seres humanos, para pasar a ser “cosas”.

Lukács aspiraba a encontrar una fundamentación filosófica al bolchevismo y sostenía que la superioridad marxista radicaba en el “método”: argumentaba que “aunque todas las proposiciones sustantivas fueran rechazadas, el marxismo seguiría siendo válido debido a su método distintivo”. Lukács, quería evitar por todos los medios que el marxismo pasara a ser una especie de “religión laica”, con sus dogmas, sus sumos sacerdotes, sus catequistas, y sus “creencias”. Sostenía que el marxismo ortodoxo era, ante todo, un “método”. En otras palabras, que el ejercicio del materialismo dialéctico es el camino que conduce a la verdad y, por tanto, hay que conocer a la totalidad del marxismo. Si se acierta en la utilización del método, se percibirán todos los mecanismos de la alienación y será posible esquivarlos, denunciarlos y destruirlos, y, por lo mismo, en ese momento se percibirá que el proletariado es el sujeto histórico y, por tanto, la historia volvería a tener un sentido que había perdido al caer los antiguos dioses.

En el prefacio de la reedición de esta obra en 1967, Lukács explica como tuvo ocasión de leer en 1930, dos años antes de que se publicaran, los Manuscritos económicos y filosóficos de Marx de 1844. En esa época, se encontraba en Moscú colaborando en el Instituto Marx-Engels, encargado de estudiar los manuscritos inéditos de Marx. En ese momento ha tenido que hacer la autocrítica para ser readmitido en el Partido Comunista. Alega que, cuando escribió Historia y conciencia de clase, todavía no conocía estos escritos y atribuyó a Marx, doctrinas que, en realidad, eran de Hegel. Hoy se sabe -tras la caída de la URSS- que durante aquellos años colaboró en las depuraciones estalinistas. Al regresar en 1944 a Hungría, en los furgones del Ejército Soviético, fue nombrado profesor de Estética en la Universidad, miembro del Parlamento y de la Academia de Ciencias. Nombrado ministro de cultura popular en el gobierno de Imre Nagy, siendo encarcelado al producirse la Revolución de 1956. A diferencia de Nagy, Lukács volverá a Budapest al año siguiente, siendo solamente expulsado del partido.

Karl Korsh, ni era judío (a pesar de que su esposa si tuviera un 50% de sangre judía), ni siquiera pertenecía a la aristocracia económica. Estudió en Londres entre 1912 y 1914, adhiriéndose a la Sociedad Fabiana.

También, a diferencia de casi todos los “frankfurtianos” había participado en la Primera Guerra Mundial, si bien nunca participó en los combates de las trincheras y su compañía, llamada “compañía roja”, fue de las primeras en insubordinarse y negarse a combatir generando el hundimiento del frente. Su relación con la Escuela de Frankfurt se limita a su participación en la Primera Semana de Trabajo Marxista. Tampoco participó en ninguna de las acciones insurreccionales de los años 1919-1922. En julio de 1919 se unió a los socialdemócratas independientes (USPD) y con esta formación ingresó en el Partido Comunista Alemán, asumiendo una línea leninista en el “aparato de propaganda”. Tras su participación en la Semana de Trabajo Marxista fue ministro de justicia en Turingia durante unas semanas. Luego fue elegido diputado del parlamento regional y más tarde en el Reichstag. Participó en el V Congreso del Komintern y dirigió la revista teórica del KDP: Die Internationale. Resultaría expulsado del partido en 1926, aunque solamente renunciaría tardíamente a su fe marxista a finales de los años 50.

Su obra más significativa, presentada en el curso de la Semana de Trabajo Marxista es Marxismo y filosofía. De todo el entorno de la primera generación de la Escuela de Frankfurt (a la que él, formalmente, no perteneció, pero con la que se relacionó a través de varios de sus miembros, Félix Weil, entre otros), Korsh fue el único que verdaderamente tuvo una experiencia política y militante directa y no se limitó a ver los toros desde la barrera.

Korsh, en tanto que doctrinario, lamentaba profundamente que los partidos bolcheviques y socialdemócratas hubieran vulgarizado la doctrina marxista amputándole de sus contenidos filosóficos aportados por Marx antes de 1848. En tanto que marxista-leninista, su libro empieza con una cita de Lenin “Debemos organizar el estudio sistemático de la dialéctica de Hegel, guiados por puntos de vista materialistas”. Korsh denostaba que hasta ese momento el marxismo solamente mereciera un párrafo exiguo en los tratados de filosofía del siglo XIX como un resultado de la “descomposición de la escuela hegeliana” y tampoco aceptaba de buen grado que los propios marxistas renunciaran a ser, como pretendía Marx, herederos de la “filosofía clásica alemana”. Para Korsh, el marxismo, es, ante todo y sobre todo, una escuela de filosofía. Si para Lukács, era preciso recuperar a Feuerbach y su teoría de la alienación, Korsh, está de acuerdo con él, en recuperar también el legado de Hegel, pero así como Lukács insistía en incorporar al proletariado como sujeto histórico, Korsh está mucho más interesado en la dialéctica y en incluir y en el “principio de especificación histórica”, para lo cual era preciso estudiar una época histórica concreta para identificar todos los aspectos que pueden tener importancia en la historia de la lucha de clases, fueran o no de naturaleza económica. Esto introducía un elemento nuevo, porque podía darse que, en una situación revolucionaria, el propio Partido Comunista no estuviera en condiciones de asumir su condición de sujeto activo del proceso revolucionario y, por tanto, no pudiera encarnar el papel de punta de lanza de la clase obrera. Korsh, sin embargo, se había apoyado en Marx del que decía que “se ocupó de todas las categorías de la investigación económica y socio-económica en la forma específica y en la conexión específica en la cual aparecen en la sociedad burguesa moderna. No los trató como categorías eternas”.

A partir de 1925, el tono de las críticas de Korsh al estalinismo, a la política del Komintern y a la línea del KPD van creciendo de tono. Fue relevado de la dirección de Die Internationale. Korsh impulsó la creación de una fracción izquierda en el KPD que pronto se dotó de un medio de prensa de aparición mensual, Komunist Politik. En mayo de 1926 sería expulsado del partido y, junto con otros dos diputados igualmente expulsados, formó el Grupo de Comunistas Internacionalistas en el Reichstag (sus compañeros Werner Scholem y Ernst Schwarz eran de origen judío, mientras que Heinrich Schlagewerth, otro miembro del grupo de Korsh, pasó al nacional-socialismo entre 1934 y 1936, generando la desarticulación de varios grupos ultraizquierdistas). El grupo mantuvo contactos internacionales con Amadeo Bordiga y disidentes bolcheviques rusos antiestalinistas. 

GRAMSCI, O LA LUCHA POR LA "HEGEMONÍA CULTURAL"

Hijo de una familia sarda modesta, pero culta (su padre era abogado), justo cuando su padre cumplía una condena por falsificación de documentos, él, con apenas tres años, sufrió un accidente que lo dejó afectó su columna y lo dejó lisiado para toda la vida.Obtuvo una beca para estudia filosofía y letras en Turín. Ya por entonces (1911) mostraba simpatía hacia el socialismo, terminando por afiliarse al partido en 1913. Pronto trabará amistad con Palmiro Togliatti y juntos defenderán en el PSI la neutralidad de Italia al estallar la Primera Guerra Mundial. Su primer artículo en el diario socialista turinés, se titulará Neutralidad activa y operante y era una respuesta a un artículo “intervencionista” escrito por otro compañero de partido: Benito Mussolini.A partir de ese momento y en los diez años siguientes se convertirá en un articulista habitual en las publicaciones socialistas. Así mismo, multiplicó sus conferencias.

En ese período, Gramsci se ubicaba en el ala izquierda del PSI que miró con esperanza las noticias que estaban ocurriendo en Rusia en 1917. En el verano de aquel año, se produjeron gravísimos incidentes en Turín a causa de las manifestaciones antibelicistas, con el resultado de medio centenar de muertos. La detención de los dirigentes socialistas de la federación turinesa, obligó a crear un nuevo comité de dirección en el que figuraba Gramsci. El triunfo de la revolución rusa, generó que los nuevos dirigentes socialistas turineses se solidarizaran con ella abriéndose una brecha con la dirección central del partido. Para exponer sus puntos de vista, Gramsci, Togliatti, Angelo Tasca y Umberto Terracini fundador en 1919 el periódico L’Ordine Nuovo que, inicialmente, se dedicaría a temática cultural, pero que terminaría adoptando posturas políticas radicalizadas apoyando las ocupaciones de fábricas que tuvieron lugar en 1919-20, polemizó con la dirección del PSI y, finalmente, siguió el llamamiento realizado por Lenin en el II Congreso del Komintern pidiendo la expulsión del PSI del ala reformista, algo a lo que, por supuesto, se negó la dirección del partido (a pesar de haber pedido su adhesión a la nueva Internacional). Lenin optó por apoyar al grupo de L’Ordine Nuovo que quedó reforzado por la sensación de frustración y fracaso que produjo el final de las huelgas de abril de 1920, la ocupación de las fábricas en septiembre y la frustrada huelga general de abril de 1921. Finalmente, en enero de 1921 se produjo la ruptura y la constitución en Livorno del Partido Comunista de Italia, afiliado al Komintern. Sin embargo, no será ni Gramsci, ni ninguno de los miembros de L’Ordine Nuovo, quien dirija el Comité Ejecutivo y, por tanto, dicte la línea del partido, sino Amadeo Bordiga. Gramsci no es un hombre con capacidad para comunicar con las masas, carece de capacidad oratoria y, además, su físico, no le ayuda; consciente de todo esto, no se enfrenta a Bordiga (partidario de actuar en solitario y no participar en los procesos electorales). Sin embargo, Gramsci tiene otro carácter: ve con complacencia la aparición de una corriente católica de izquierdas en el seno del Partido Popular Italiano de Dom Sturzo y, más tarde, especialmente, cuando se percibe que las iniciativas revolucionarias de 1919-1921, han dejado agotado al proletariado italiano, Gramsci propondrá una colaboración entre comunistas y socialistas a lo que se opone Bordiga.

En 1923, Mussolini llega al poder después de la Marcha sobre Roma. Gramsci revalida su posición de un frente común con los socialistas y consigue situar en minoría a Amadeo Bordiga que resultaría detenido junto con buena parte del Comité Central. Esto favorecería el que Gramsci pasara a ser el nuevo secretario general del partido, estableciéndose en Viena. En las elecciones de abril de 1924, fue elegido diputado y regresó a Italia acogiéndose a la inmunidad parlamentaria. Sin embargo, en el congreso comunista que tendrá lugar en mayo de 1924, Gramsci no logra que se acepten sus tesis.

Cuando al año siguiente tiene lugar el asesinato del líder socialista Matteotti, Gramsci se equivoca al pensar que al fin del fascismo está próximo, sin embargo, en sus escritos de esa época demuestra que, de todos los doctrinarios de izquierda europeos, es el que ha entendido mejor y más rápidamente, la esencia del fascismo. Escribe: “el fascismo ha logrado constituir una organización de masas de la pequeña burguesía. Es la primera vez en la historia que esto se verifica”. Aquí termina su análisis lúcido sobre el fascismo: evita explicar cómo es posible que se hayan unido campesinos de toda Italia, o cómo están presentes también miembros de otras clases sociales. En realidad, Gramsci, parece no querer entender que, si bien el núcleo central del fascismo son las clases medias, éstas han pasado a ser la columna vertebral de todos aquellos ciudadanos, al margen de su clase social, que querían orden, progreso, dignidad nacional, seguridad y justicia social. Quería ver en el fascismo solamente una forma de “escuadrismo” violento, pero era mucho más que ese: se trataba de un movimiento de reconstrucción nacional compuesto por todos aquellos que habían dicho basta a cuatro años de inestabilidad, desórdenes continuos, inseguridad y miseria. Gramsci, en ese momento, ni siquiera era capaz de controlar a los miembros de su partido: Cuando Giovanni Corvi, miembro del PCI asesinó al diputado fascista Armando Casalini. El 16 de mayo de 1925, tomará la palabra por primera y única vez en el parlamento. El gobierno de Mussolini ha preparado un decreto para prohibir a la masonería y a las organizaciones secretas. Gramsci se opone a esta medida con un discurso excesivamente doctrinario: “… no podrán prevalecer sobre las condiciones objetivas con que están forzados a moverse”.

En el congreso de Lyon del PCI, desarrollado en 1926, Gramsci ya tiene la mayoría en el comité central. Su tesis se reafirma en la interpretación marxista ortodoxa: industriales del norte y latifundistas del sur son las fuerzas que han estabilizado el fascismo. El proletariado, única fuerza con intereses diferenciados, es el elemento unificador de la sociedad en la lucha contra el fascismo. ¿La solución? Bolchevizar el partido, organizarse en células, aumentar la disciplina interior…

En octubre de 1926, Mussolini es objeto de un atentado que desencadena una oleada represiva contra la izquierda y la extrema-izquierda. Quedan disueltos los partidos políticos y el 8 de noviembre Gramsci resulta detenido y encarcelado. Será acusado, junto a toda la dirección del PCI, se actividad conspirativa para derribar el Estado, incitación al odio de clase e instigación a la guerra civil. Resulta condenado a 20 años de prisión. A partir de febrero de 1929, iniciará la escritura de sus Cuadernos de Prisión. A causa de sucesivas recaídas y de la aparición de nuevas enfermedades, fallecerá en 1937, después de obtener la libertad condicional.

En aquellos Cuadernos de Prisión (escritos en una treintena de libretas que luego fueron reunidos en seis volúmenes) Gramsci aborda temas muy diversos, análisis del fascismo, episodios concretos de la historia, educación, arte, todo ello interpretado desde la ortodoxia marxista. Sus tesis son suficientemente conocidas así que vamos a limitarnos a resumir solamente aquellos elementos que tuvieron mayor relación con el desarrollo de las ideas del a Escuela de Frankfurt. Se trata de punto de vista, relativamente coincidentes. Gramsci, con estas ideas, se sitúa en una especie de bisagra entre el “marxismo oriental” (el defendido por la Internacional y por los Partidos Comunistas Ortodoxos) y el “marxismo occidental” (que encuentra en la Escuela de Frankfurt a su núcleo central).

El “gramscismo” es una interpretación autónoma y libre del marxismo que se desvía de Marx en varios aspectos, lo rectifica en otros, lo completa en algunos y, finalmente, elabora una teoría completamente opuesta al leninismo. Lo esencial del “gramscismo” se encuentra concentrado en los Cuadernos de Prisión. Se limitó a observar los fracasos del movimiento comunista internacional en el período 1919-1933 y establecer algunas conclusiones.

Hasta llegar a Gramsci, nadie en las filas marxistas había dudado de la inexorabilidad de las leyes económicas tal como habían sido enunciadas por Marx. Para el doctrinario alemán, estas leyes económicas constituían la “infraestructura” de todo sistema social. Para cambiar una sociedad, por tanto, en la estricta ortodoxia marxista, había que operar sobre la “infraestructura”, desarticular el funcionamiento del capitalismo y así se obtendría un cambio en la “superestructura”, concepto marxista que hace referencia a los elementos jurídicos, políticos, culturales e ideológicos, vinculados a ese mismo sistema. La “superestructura” está formada por dos componentes: de un lado, la “superestructura ideológica”, compuesta por las distintas formas de conciencia social, y, de otro, la “estructura jurídico-política”, formada por el Estado, el Derecho. Marx no desarrolló mucho estos conceptos que quedaron al albur de sus intérpretes posteriores. Todos ellos, Gramsci incluido, aceptaban que existía un vínculo entre infraestructura y superestructura, pero, mientras Marx, en esto se mostraba excepcionalmente radical y tajante (para él, la infraestructura condicionaba absolutamente la superestructura), Gramsci se mostraba mucho más realista. Aceptaba como otros marxistas “revisionistas” y como los antimarxistas en general, que existían partes de la sociedad que no podían reducirse a este esquema y que, en cualquier caso, quedaban fuera de la influencia de la infraestructura económica. Por ejemplo, el desarrollo de la ciencia, no tenía nada que ver con el sistema económico. El lenguaje y buena parte de las formas culturales que se desarrollaban en el interior de la sociedad, también parecían verse libres de este condicionamiento económico (luego Marcuse, dentro de la Escuela de Frankfurt desmentirá este planteamiento).

Así pues, no solamente la “infraestructura” no determina ni está en condiciones de presionar sobre la “superestructura”, sino, lo que es peor para el planteamiento marxista: resulta altamente impenetrable a los ataques del “proletariado”. Es cierto que el mito de la “huelga general”, en aquellos años, todavía ejercía una gran influencia psicológica, pero Gramsci, que había visto los resultados de la huelga general y de las ocupaciones de fábricas en el período anterior al ascenso del fascismo, era mucho más realista: el capitalismo, sobre todo, estaba empeñado y obligado a defenderse de los ataques directos que le amenazaban. La libre competencia, el mercado, la plusvalía, la propiedad de los medios de producción, etc. Resultaba muy difícil para un movimiento revolucionario operar sobre la infraestructura económica. Las “clases dominantes” siempre estaban muy atentas a los ataques frontales y se mostraban dispuestos a defenderse con uñas, dientes y, por supuesto, utilizando los aparatos de seguridad del Estado que controlaban.

Ahora bien, siempre existía la posibilidad no contemplada por Marx, ni por Lenin, de actuar sobre aspectos de la superestructura para conseguir un cambio social. Esto tenía la ventaja añadida de que la burguesía capitalista, no estaba tan atenta a lo que ocurría en la superestructura. Tenía la sensación de que los cambios que se producían allí no eran tomados en serio, ni siquiera considerados como importantes: el hecho, por ejemplo, de que en las escuelas se enseñara la historia con algunos contenidos marxistas, no parecía importar a la burguesía, a pesar de que, con el tiempo, los alumnos formados en esa óptica asumirían, presumiblemente, estarían condicionados para asumir de buen grado determinadas opciones ideológicas. Así mismo, era posible presentarse a las elecciones generales o sindicales para obtener puestos representativos e ir debilitando la posición de la burguesía capitalista, mientras mejoraban las expectativas del proletariado revolucionario.

Lo que Gramsci estaba planteando era actuar a través de tres canales: la educación, la religión y la comunicación para debilitar la ideología de las clases dominantes. En otras palabras: contrariamente a lo que opinaba Marx y a la práctica leninista, si era posible operar sobre la superestructura disputando a las clases dominantes la “hegemonía cultural”. Todo induce a pensar que Gramsci había perdido la confianza en la conciencia de clase desde el fracaso de los movimientos insurreccionales de la postguerra: ni creía que el proletariado bastase para realizar una tarea revolucionaria, ni siquiera que, aun teniéndola, estuviera dispuesta a utilizarla. Por tanto, precisaba encontrar otros estratégicos para que el proceso dialéctico burguesía-proletariado llegara a un final que no desmintiera al mecanicismo marxista.

Gramsci terminó considerando que el fascismo era solamente la “dictadura del capital”, forma a la que se había visto obligada la burguesía a descender para garantizar la defensa de sus intereses. Sostenía, con mucho optimismo por su parte, que al haberse escapado la “superestructura” de las manos del capitalismo y haber perdido, por tanto, la “hegemonía cultural”, se había visto obligado a recuperarla mediante una iniciativa “brutal y represora”. El concepto de “hegemonía cultural” es fundamental en el “gramscismo”.

Tal hegemonía es siempre impuesta a la sociedad por la clase dominante en cada momento. Los principios y, en general, la concepción del mundo de ese grupo social, se convierten en el dominante para todos los demás, a pesar de que solamente beneficien a quienes lo promueven. Gramsci, sobre todo, aludió a la “hegemonía cultural” presente en la “superestructura” y que, según él podía alterarse cuando el proletariado y sus aliados objetivos, los intelectuales con conciencia social, trata de imponer su propia “cultura de clase”.

La Escuela de Frankfurt recuperará en parte esta teoría que le permitía situar sus propias especulaciones dentro de un contexto más amplio: al completar el patrimonio cultural y filosófico del marxismo, aún rectificándolo, trabajaban para facilitar el proceso dialéctico que conducirá al “final hegeliano” de la historia.

 ANTIFASCISTAS SOBRE TODO - ANTIFASCISTAS FREUDIANOS POR ENCIMA DE TODO (1ª PARTE)

LOS CONTENIDOS DE LA ESCUELA DE FRANKFURT

A la hora de abordar las aportaciones específicas del grupo “frankfurtiano” al pensamiento resulta necesario establecer tres influencias que resultaron determinantes en sus divagaciones: por una parte, el pensamiento marxista del que todos ellos se sentían hijos y continuadores; consideraban que el legado marxista, sin embargo, debía de ser rectificado, completado y convertido en una totalidad orgánica que superase la dimensión economicista en la que había quedado encasillado. De otra parte, al buscar una metodología sociológica para realizar esta tarea se vieron obligados a recurrir a Max Weber, fundador de la sociología científica. Y, finalmente, para explicar aquello que no podía explicarse mediante el simple economicismo y el mecanicismo marxista, optaron por extraer de otro pensador de moda en la época, Sigmund Freud, algunas constantes, especialmente cuando tratan de comprender la realidad a través del psicoanálisis y del recurso al inconsciente.

En resumen, de Marx aprovechan el método dialéctico, el materialismo histórico, la lucha de clases y la alienación del trabajador. De Freud retienen que las patologías psicológicas están determinadas por el entorno social. Esto les permitirá afirmar que el objetivo del ser humano es “la felicidad” y que si no es feliz se debe a la existencia del capitalismo y a la cultura que éste ha generado. Aprovecharán de Freud el descubrimiento del subconsciente, su versión del “complejo de Edipo”, el análisis de las pulsiones autoritarias y de los comportamientos irracionales. Finalmente, de Max Weber utilizarán su sistema sociológico basado en estudios estadísticos, el análisis de la formación de los Estados modernos y el análisis de la racionalidad científica, de la cultura y de la religión.

Todo esto conformará su idea central, a saber, que la historia de occidente es una forma repetida y continuada de “represión” y que el racionalismo y el progreso “ilustrado” han terminado generando “la barbarie”, entendiendo por tal, la aparición del fascismo. Así pues, para “liberar” a los pueblos de Occidente de esta “represión” habrá que identificar y destruir a los elementos que la han generado. Básicamente, la “personalidad autoritaria”, que ha cristalizado socialmente a través de la religión, a la familia y a la educación.

Vamos a analizar rápidamente, los seis vectores principales de la Escuela de Frankfurt.

1. El antifascismo como temática estrella

Uno de los factores que unió a los miembros de la Escuela de Frankfurt fue el antifascismo: fueron antifascistas en los momentos previos a la fundación del Instituto de Investigaciones Sociales; el antifascismo siguió siendo una de sus motivaciones cuando fundan la entidad, en el momento en que el fascismo estaba prácticamente reducido al NSDAP disuelto tras el golpe de Munich. Sufren un sobresalto digno de película de terror cuando en 1928 el NSDAP obtiene 800.000 votos en las elecciones. Se horrorizan en 1930 cuando el NSDAP obtiene 18.000.000 millones de votos y, a partir de ese momento, se obstinan en intentar “comprender” el fenómeno. Elaboran su versión interpretativa y, en el momento en que el NSDAP sube al poder abandonan Alemania, a pesar de que no existía ningún elemento objetivo como para pensar que iban a terminar en algún “lager”: no militaban en ningún partido de extrema izquierda, no se dedicaban a actividades terroristas, su trabajo era simplemente intelectual en una universidad cuyos estudiantes mayoritariamente militaban en las filas del NSDAP. Y, si bien es cierto que, en los primeros momentos, especialmente tras el incendio del Reichstag -cometido por un miembro de la extrema-izquierda ajeno al Komintern- se produjeron detenciones de militantes y cuadros comunistas, en 1936 el Partido Comunista Alemán a la desbandada era solamente un recuerdo weimariano y los pocos cuadros que seguían activos se encontraban en el exilio, mientras que, buena parte de la militancia del KPD se integraría, especialmente a partir de 1935 en las estructuras del Estado ocupando puestos de responsabilidad en materias sociales y sindicales.

Los “frankfurtianos” nunca fueron, a fin de cuentas, militantes comunistas a los que les interesaba el bienestar propio y el de sus familias y compañeros y tajo y se sentían cómodos con un régimen que había cumplido todas sus promesas: trabajo, pan y unidad. Los miembros de la Escuela tenían otro punto de vista: eran, ante todo, antifascistas. Ni siquiera puede hablarse de ellos como “militantes comunistas”. Eran “intelectuales antifascistas”. Judíos e hijos de familias acaudaladas. Podían permitirse examinar las cosas solamente desde el prisma de las “ideas” (“ideas marxistas”, especialmente). Más aun, como ya hemos apuntado, cuando llegaron a Estados Unidos, varios de ellos empezaron a trabajar para la inteligencia del país anfitrión y a seguir ejerciendo como “antifascistas”, pero cobrando del “Tío Sam”. Marcuse y Adorno participaron en la campaña de agitación psicológica iniciada por cuenta de la Administración Roosevelt para hacer que el pueblo norteamericano dejara de ser crítico con el “new deal” e hiciera causa común con la Organización Mundial Judía mostrándose beligerante contra el Tercer Reich. La notoriedad alcanzada por Marcuse en los años 60, hizo que este tema saliera a la luz pública y el propio interesado, en conversación con Habermas, se viera obligado a reconocerlo, aunque restó importancia limitando los contactos con las distintas organizaciones de inteligencia norteamericanas hasta 1952.

Sea como fuere, el antifascismo es uno de los pocos denominadores comunes, tanto de los distintos miembros de la escuela como de sus distintas épocas de actividad. Veamos como “resolvieron” el problema.

En primer lugar, no interpretaron el fenómeno de los fascismos como un movimiento nuevo aparecido después del trauma generado por la Primera Guerra Mundial y las revoluciones rusa, húngara y alemana entre 1919 y 1921 que unía una doble intencionalidad de liberación nacional y social, sino como una “patología social”. Ellos, los “frankfurtianos”, seguían la única doctrina “científica”, “crítica” y “objetiva”, por tanto, no podían estar equivocados. Si acaso, quien estaba equivocado era la realidad, así que eso solamente podía deberse a la aparición en el organismo social de una patología. Pero les cuesta explicar su origen. Es entonces, cuando recurren a Freud. No son originales. Wilhelm Reich, alemán como ellos, de origen judío como ellos, pero más freudiano que marxista (a diferencia de ellos), les había marcado la pauta en su Psicología de Masas del Fascismo. Y luego estaban los escritos de Gramsci sugiriendo que las “condiciones subjetivas” impactan e influyen sobre las “condiciones objetivas”: no todo es economía, en definitiva.

La pregunta que se plantean es: “¿por qué los trabajadores están ingresando en el NSDAP? ¿por qué en los barrios obreros de Berlín, los miembros de este partido conviven con los del KPD y se han visto muchos casos de respeto mutuo? ¿Por qué los sindicatos nacionalsocialistas y los comunistas han declarado huelgas conjuntas de alquileres y de transportes en Berlín? ¿qué han hecho con su “conciencia de clase”? ¿Y los “empleados”? ¿Cómo explicar que no haya prácticamente comunistas entre los empleados y sí, en cambio, mayoritariamente se hayan decantado hacia el NSDAP? Para responder a estas cuestiones el Instituto de Investigaciones sociales, haciendo honor a su nombre habilita un cuestionario de 272 preguntas que responden 3.700 asalariados. Es un cuestionario largo y repleto de “preguntas – trampa”. Por ejemplo, se pregunta: “¿Cuáles son los tres personajes más grandes de la Historia?”. Y varios responden: “Marx, Lenin y Thälman”, “correcta” respuesta correspondiente a un “obrero de izquierdas”. Pero la pregunta siguiente es capciosa: “¿Cree que es necesario utilizar castigos corporales en la educación?” Y la respuesta de muchos de ellos es afirmativa… una actitud que, desde el punto de vista de los “frankfurtianos” evidencia una “personalidad autoritaria” y, por tanto, “de derechas”, esto es “fascista”. Las respuestas, les demuestran que los trabajadores pasaban con facilidad de actitudes de derechas a actitudes de izquierdas y viceversa. Así pues, uno de los síntomas de esa “patología” que sufrían los obreros era disminuir sus defensas ante el “autoritarismo” y ¡por eso perdían su “conciencia de clase”!

Hubiera sido mucho más fácil realizar un análisis sobre los contenidos reales de la “conciencia de clase” para percibir con facilidad que lo más aproximado a una “conciencia común de la clase trabajadora” era el deseo de vivir como un burgués y dejar atrás la condición de proletario. Sin embargo, las respuestas que reciben los “frankfurtianos” los llevan a enunciar su “gran hallazgo”: existen “personalidades autoritarias”. Una personalidad autoritaria es aquella que resulta proclive al fascismo. Cuando uno se encuentra ante una personalidad de este tipo, lo más probable es que, antes o después se decante hacia el fascismo. No importa si se trata de militantes comunistas o libertarios: si viven en sí mismo el principio de autoridad, si buscan imponer su ascendiente a otros, si en su hogar se comportan como padres de familia imponiendo criterios de educación a sus hijos y de convivencia a su esposa, no importa donde militantes. En ellos late el germen del fascismo.

¿Cómo es que la “personalidad autoritaria” ha aparecido entre los obreros, pervirtiéndolos y disolviendo su “conciencia de clase”? Respuesta: gracias a las viejas estructuras autoritarias que se reproducen en cada escalón de la sociedad. La familia, la primera de todas: el “pater familias” es asimilado al “líder máximo”, “al gran timonel”, al “ayatolah”. El futuro obrero, desde la cuna, aprende a subordinarse a la “personalidad autoritaria” del padre y luego, de motu propio reproducirá este esquema allí donde vaya: buscará ser él también una autoridad para la familia que él mismo forme, buscará un movimiento de masas en el que exista un líder autoritario cuya figura equivalga a la del “padre” y en el que pueda reconocer al “padre”.

Y luego está la religión que exige sumisión total a “Dios Padre”… La religión parte de la existencia de una autoridad superior al individuo, indiscutible, intangible, canalizada mediante el sacerdocio y la jerarquía de la Iglesia, detentadora del dogma que está al servicio de los poderosos para convencer a los “parias de la tierra” de que tengan paciencia, aguantes a la espera de una vida mejor en el más allá. Y ellos le creen porque es palabra de Dios, esto es “del Padre”. Y el padre siempre mira por el bien de los hijos. O al menos, eso proclama. Pero, en realidad, no es así: la religión es un instrumento de control social creado por las clases poderosas para someter a los débiles. El “opio del pueblo”. Un recurso autoritario para la manipulación y la alienación de las masas.

Así que, lo que ha bajado las defensas de la sociedad, lo que ha posibilitado la aparición de los fascismos, lo que ha pervertido a la clase obrera, no es nada más que dos estructuras tradicionales que siempre habían existido: la familia y la religión. Destruir su influencia en la sociedad será, a partir de entonces, uno de los objetivos de la Escuela, uno de los temas que han sido heredados por el mundialismo del siglo XXI.

Pero ninguno de los dos “enemigos” de la “conciencia de clase” son hallazgos de la camarilla “frankfurtiana”. Marx ya había cargado contra ambos y Engels en El origen de la familia, la propiedad y el Estado, había hecho otro tanto. El Instituto de Investigaciones Sociales, recupera esta temática y la pondrá en el candelero en los años del exilio y cuando trabajen la para inteligencia de los EEUU.

En realidad, durante mucho tiempo, el único hallazgo importante de esta “investigación” es el reconocimiento de que las “condiciones objetivas”, esto es, las que dependen de la situación económica, no bastan para explicar el nacimiento del fascismo. Está claro que la economía sirve para explicar el crack de 1929 y la crisis que se prolongaría en los años siguientes. Pero la economía, por sí misma, no explicaba los 19.000.000 de votos del NSDAP en 1932 y los 20.000.000 que obtuvo al año siguiente, ni cómo era posible que entre 1928 y 1932, en apenas cinco años, hubiera pasado de 800.000 votos a esos resultados espectaculares. Tampoco explica por qué en el momento en el que se desencadenó la crisis, las masas obreras, dirigidas por el Komintern, no habían tomado la iniciativa, justo cuando las “condiciones objetivas” eran más favorables.

Hay que repetir que la constatación de todo esto -que antes ya habían realizado Wilhelm Reich y Antonio Gramsci- es, hasta ese momento lo único que puede considerarse como “realista” en la obra de los “frankfurtianos”. Ellos lo explican en su jerga particular: “la personalidad autoritaria exige sumisión absoluta”, esto es un proceso “estandarización” de las personalidades que implica “la muerte del invididuo”. Horkheimer buscará ejemplos históricos para tratar de encontrar una constante que lo explique. Y lo hará en el Renacimiento en la figura de Lutero y de Savonarola. En ambos verá “racionalidad” e “irracionalidad”, rasgos que identificará también en el NSDAP y en Hitler.

Una de las inclinaciones de esta “patología” que conduce a la fiebre fascista, como hemos dicho, es la pérdida de la “conciencia de clase”. El “caudillo autoritario”, aprovechando que las masas están en la ignorancia y han perdido de vista sus propios intereses, puede imponer su autoridad. Si las masas fueran conscientes de quienes son, si controlaran conscientemente su vida, si no estuvieran “alienadas”, no aceptarían ninguna autoridad superior a su propio criterio. Dicho de otra manera: un obrero está alienado siempre que no reconoce su “conciencia de clase”; por ejemplo, cuando se convocan las Olimpiadas de 1936 en Berlín y todo el mundo puede ver el escaparate de las realizaciones del Tercer Reich en apenas tres años, encontrándose Alemania en situación de pleno empleo, los “frankfurtianos” juzgan que la clase obrera que, en ese momento, agradecía al régimen haber conseguido “pan y trabajo” (e incluso dignidad nacional tras la vergüenza del diktat de Versalles, porque se obrero y ser patriota nunca han estado reñidos) estaba “alienada”. ¿La prueba? Que sólo en el momento en el que deje de estarlo será capaz de modificar la realidad sin necesidad de caudillos ni figuras autoritarias. Mientras existan caudillos, por grandes que sean los logros, por muchas que sean las mejoras en las condiciones de vida de los trabajadores, no a lugar a una situación aceptable. Al no reconocer la “conciencia de clase”, y por tanto, ignorar sus intereses, las masas trabajadoras, seguían en la inopia… alienadas y manipuladas.

Todo esto, parece muy poco convincente. La Escuela de Frankfurt advirtió que en los miles de páginas escritas por Marx no había nada en donde pudiera asentarse una crítica al fascismo. Por tanto, les será necesario incorporar los trabajos de otro pensador de moda en la época: Sigmund Freud.

En 1921 apareció Psicología de las Masas de Freud, quizás uno de los libros más controvertidos de su obra y que, trataba de construir una teoría propia a algo que Gustav Le Bon ya había resuelto veinte años antes con su Psicología de las Muchedumbres, mucho más convincente, directa, sin pretensiones de verdad absoluta y mucho menos especulativa. Freud sostiene que en las masas existe un instinto gregario que hace que tiendan a converger (algo que Le Bon ya había dicho). Las masas se juntan “por instinto” (sobre la importancia de los instintos, los “frankfurtianos” nunca se pusieron de acuerdo del todo: para Marcuse, los instintos podían modificar también las condiciones objetivas, mientras que Adorno lo niega, reconociendo solamente que “el capitalismo va contra los instintos”). Para unirse y hacer posible la cristalización de su gregarismo, las masas humanas precisan de la figura magnética del líder que asume la función de “padre”. Ahora bien, dado que el complejo de Edipo hace que las masas (los hijos) odien el “padre” y deseen su muerte, en la contradicción entre el instinto natural y el subconsciente, se afirma lo que los “frankfurtianos” reconocen como “patología social”: el fascismo.

Ellos mismos eran conscientes de que les iba a ser muy difícil sostener una teoría así, especialmente porque en los países democráticos y socialistas también existían “líderes” que nada impedía que pudieran ser equivalente a la figura paterna. Así que buscaron algún otro elemento para reforzarse orden de ideas y lo encontraron, nuevamente, en Freud y en un texto anterior, fechado en 1908: Carácter y erotismo anal. Al introducir estos elementos, el antifascismo y la “dialéctica” de la Escuela de Frankfurt, se convierten en bromas de mal gusto.

Freud sostenía en esa época que existían dos tipos de personalidades: “anales” y “genitales”. Al parecer, había encontrado en varios pacientes “resistencias de carácter” a su tratamiento y esto le llevó a estudiar las personalidades de los sujetos que manifestaban esta traba para la tarea del psicoanalista. Llegó a la conclusión de que existen dos tipos de personalidades que definió, una como admiradora del orden, tenaz, pulcra y avariciosa. Llamó a esta personalidad “anal”, mientras que la personalidad alternativa era la que caracterizaba a personas adornadas por la generosidad, el desinterés y las virtudes sociales, que constituían la personalidad “genital”. Este planteamiento -tan simple como falso- fue rescatado por la Escuela de Frankfurt y trasladado a su esquema marxista de lucha de clases. Obviamente, las características “anales” serían las de la burguesía, mientras la personalidad “genital”, que salía muy favorecida, sería la propia de la clase obrera. A partir de este momento, el concepto “carácter” ya podía vincularse a clase social y a aspectos de la lívido.

¿De dónde había salido todo esto? Cuando Freud comenzó a atender pacientes, se encontró con algunos cuya patología no se manifestaba en síntomas sino en su forma de ser, es decir, en lo que llamó rasgos de carácter. Las pacientes con estos rasgos de carácter no tienen conciencia de su perturbación, viven normalmente, incluso con la conciencia de ser felices, sin embargo, quienes conviven con ellos son los que advierten sus problemas de carácter (familia, compañeros de trabajo, amigos). Llamó a estos rasgos “caracteropatías”. En la obra de 1908, Freud observó que las características comunes de estos pacientes eran la terquedad, la obstinación, el ser metódicos y escrupulosos, ahorrativos hasta la avaricia, puntuales, corteses, formalistas... Los afectados por esta “caracteropatía”, no la consideran como tal, son capaces de explicarla y de razonar su comportamiento. Freud, añade que, estas personas no son conscientes de su dolencia (son, por tanto “egosintónicos”, es decir que estos rasgos están en sintonía con su “yo”, a diferencia de los “egodistónicos” que serían aquellos rasgos que generan rechazo en el sujeto que los posee), sin embargo, de cómo se ven afectadas sus relaciones con los demás, a causa de estos rasgos. El término “carácter” deriva del griego characterem (“grabador”), y este del griego antiguo χαρακτήρ (charaktér). El carácter es, por tanto, algo que está grabado en la personalidad y que, por tanto, tiene un peso indeleble en la misma.

El carácter surge de la combinación de distintos rasgos, algunos de los cuales predominan sobre otros. Freud propuso diversas interpretaciones a la aparición de los síntomas y los rasgos del carácter. Como siempre, se remontó al proceso de la infancia. En algunos casos, el carácter dependerá de personas que convivan con el sujeto en la infancia y que él tome como referentes. En otros surgirá como resultado de los deseos sexuales infantiles inconscientes. El ambiente puede tener su parte de importancia en el proceso de formación del carácter. Vale la pena constatar que, a pesar de haber sido escrito en 1908, los temas de Carácter y erotismo anal, fueron desarrollados por Freud en los años 20, es decir, de manera paralela al Escuela de Frankfurt. A lo largo de aquella década, Freud delimitó tres tipos de carácter según la etapa de desarrollo de la lívido: oral, anal y genital o fálica.

Los caracteres “orales”, son personas dependientes, con necesidad de ser queridos y aceptados por los demás, voraces y ávidos, les interesa la investigación científica y poseen notables capacidades de comunicación. Las personalidades anales, son rebeldes, se sitúan siempre en actitudes de rechazo y oposición, son estrictos, inflexibles, les gusta cumplir las normas, tienen capacidad de organización y capacidad para las matemáticas. Finalmente, la personalidad genital o fálica, es exhibicionista, compite por atributos físicos, siente la necesidad de sentirse y mostrarse como seductores, únicos, está presente en aquellos hombres deseosos de mostrar su masculinidad y en aquellas mujeres que quieren hacer gala de feminidad.

Freud, además, reconoció otros rasgos de la personalidad que modelaban distintos caracteres particulares y que, estaban en mayor o menor medida, incluidos en los tres tipos anteriores. El carácter impulsivo, por ejemplo, anidaba en personalidades con dificultades para controlar sus impulsos sexuales, son pendenciaros; lo opuesto sería el “carácter conciliatorio”, propio de personas pacíficas que evitan conflictos y tratan de amortiguar posiciones conflictivas. Y, por supuesto, la personalidad narcisista, arrogante, soberbia y autosuficiente, independiente y que se cree por encima de todos los demás. Los masoquistas que gustan ser maltratados por los demás y que buscan serlo. Los paranoides, que creen que todos los demás tratan de hacerles daño, o que están pendientes de ellos. Y así sucesivamente…

A Freud no se le ocurrió ni nunca estuvo en su intención vincular estos “caracteres” a grupos sociales. Simplemente, enunció estos rasgos como propios de determinados individuos que habían llegado a su consulta. La traslación al plano social corrió a cargo de la Escuela de Frankfurt. En efecto, se limitaron a modificar algunos de estos rasgos y concluir que la personalidad “anal” correspondería a la burguesía, mientras que agruparon otros rasgos opuestos en la categoría “genital” que definirían al carácter proletario. Así se incorporaban elementos psicológicos de moda en la época -es importante señalar que en los años 20 la discusión sobre esta temática estaba de moda- a la temática de la “lucha de clases”.

La “investigación” no es, desde luego, concluyente, ni siquiera para los más condescendientes partidarios de la Escuela de Frankfurt. Pero siempre hay una excusa utilizable cuando un argumento es débil: el problema, nos dicen, fue que la investigación no pudo terminarse por la llegada del fascismo, quedó incompleta y perdió la coherencia que hubiera tenido si el fascismo no hubiera llegado al poder en Alemania desperdigando a los miembros de la Escuela. Y, al perderse las encuestas realizadas, la investigación quedó inconclusa. En realidad, lo que pasó fue que Erich Fromm se quedó con las encuestas y, dado que, poco después de llegar a Estados Unidos terminó siendo despedido e indemnizado por Horkheimer, permanecieron en su poder durante treinta años, sin que nadie se preocupara por ellas. Hay que pensar, sin embargo, que, a partir de su establecimiento en los EEUU, las perspectivas de los miembros de la Escuela cambiaron radicalmente, como veremos más adelante. Seguirían haciendo antifascismo, pero ahora pagado por la Fundación Rockefeller y por el gobierno de los Estados Unidos.

 ANTIFASCISTAS POR ENCIMA DE TODO (2ª parte) - CLASES MEDIAS Y FASCISMO -

A medida que fueron discurriendo los años 30 y 40, quedó claro que, los fascismos eran movimientos dirigidos por las “clases medias” en los que participaron miembros de todos los grupos sociales: desde aristócratas hasta proletarios. Este planteamiento, que podía ser aceptado por quien tuviera ojos y viera, era rechazado de plano por marxistas como los miembros de la Escuela de Frankfurt. En su catecismo no era de recibo que burgueses y proletarios, aristócratas y campesinos, militaran en el mismo partido, ni tuvieran los mismos intereses por mucho que pertenecieran a la misma nación.

La principal dificultad surgía del propio Marx que consideraba al “proletario” solamente como aquel que trabajaba en una fábrica o que vendía su fuerza de trabajo a un capitalista. Para Marx, el proletario era el “sujeto histórico” destinado a luchar e imponerse a la “burguesía”. Pero ¿qué era “la burguesía”? En principio, tal como lo entendía Marx, los capitalistas… Pero, si tenemos en cuenta que Marx solamente conoció una breve etapa en la historia del capitalismo industrial y solamente en el Reino Unido, uno se explica de donde surgieron todas las limitaciones, los errores de percepción y las inadecuaciones tempranas que manifestaba la ideología marxista desde finales del siglo XIX.

El “capitalismo” que conoció Marx fue el “capitalismo industrial” en su primera fase de desarrollo. Para Marx, un “capitalista” era el propietario de una fábrica en la que trabajaban cientos de empleados. Pero, inmediatamente después, apareció el “capitalismo popular”: por una parte, en forma de sociedades anónimas y de sociedades limitadas, de pequeñas empresas y de autónomos en las que sus miembros trataban de hacerse un lugar bajo el sol de los negocios y de la producción de manufacturas. Eran “capitalistas”, pero en un sentido muy diferente al de los “grandes magnates” de la industria. Marx sugirió que este “capitalismo popular” siempre se alinearía con el “gran capital”. Acertó, pero otro factor entró en juego y terminó por desequilibrar toda la arquitectura ideológica marxista.

En efecto, en el último cuarto del siglo XIX, especialmente en Alemania, apareció un nuevo tipo de “trabajador”: el “empleado” (esto es, la persona que realiza una función dentro del proceso de producción, pero al que no se le puede considerar un proletario, aunque su puesto de trabajo esté próximo al de éstos o comparta volúmenes salarios similares a ellos). Se trataba de los “empleados”, los famosos “cuellos blancos” en contraposición a los “cuellos azules”, proletarios con mono de faena. Los “cuellos blancos” desempeñaban su trabajo en oficinas, realizaban trabajos de gestión y administración, siempre vinculados a las tareas burocráticas de las fábricas o a sus redes de comercialización. Cuando este grupo de trabajadores realizaba tareas para el Estado, se les llamaba “funcionarios”, pero su papel era similar. Unos y otros respondían a características parecidas y tenían idénticas aspiraciones.

En 1925, Wilhelm Reich estimaba que en Alemania existían 40.000.000 de proletarios por 20.000.000 de empleados. Este grupo social carecía de tradiciones, realizaban tareas estandarizadas y, según las previsiones de Marx, se esperaba que este grupo se inclinaría a defender sus intereses uniéndolos a los del proletariado en el momento en el que se hubiera desencadenado una crisis económica. No solamente, no fue así, sino que todo ocurrió de manera inversa a estas previsiones.

Wilhelm Reich se dio cuenta de que las clases sociales no pueden examinarse solamente en función de los parámetros económicos, esto es, por su “objetividad”, sino también por elementos vinculados a la “subjetividad psicológica”. Los “cuellos blancos”, no solamente no querían ser considerados como proletarios, sino que se sentían diametralmente opuestos al proletariado e, incluso, su principal temor era “proletarizarse”. Como cualquier persona normal, querían ir hacia arriba en la escala social, no descender. Eso -que era precisamente lo mismo que lo que deseaba el proletariado y lo único que podía ser razonablemente considerado como “conciencia de clase”- fue retratado de manera irónica por el socialdemócrata Theodor Geiger en su ensayo El pánico de la clase media (1930).

Geiger empieza reconociendo algo que ya resultaba evidente desde hacía mucho: “En el intento de concebir la población –aunque muy burdamente– según condiciones de clase objetivas no basta la dualidad «capitalistas – proletarios». Existen condiciones medias a las que ambos conceptos no se adaptan”. Salva en cierto sentido al marxismo: “Una clase es entonces un colectivo que representa solidariamente una determinada voluntad social y económica”, por tanto, no existe nada superior, ni diferente a las clases sociales, al menos a la hora de analizar las sociedades de “capitalismo avanzado”. Percibe un grupo que “no son «ni capitalistas ni proletarios» son entonces sólo un estrato intermedio sin función propia fundada en el tipo de la sociedad de clases”. No le parece aceptable considerar que la clase media tenga una función de tránsito en el ascenso y descenso social, en la que los contrastes de intereses de las alas extremas experimentan una compensación mediadora. Ni tampoco acepta que la clase media fuera portadora de una especial voluntad de reforma social. Ve que “un número considerable de individuos permanece aún en condición de clase no inequívocamente proletaria: el oficio, el comercio al por menor, el campesino tiene, con todo, una parte modesta en los bienes de producción; en otros casos, encubren la condición de clase proletaria (funcionarios, profesiones libres) especiales cualificaciones de rendimiento o buenos ingresos. Por otro lado, muchos sujetos económicos en condición de clase proletaria objetivamente pronunciada, se oponen a solidarizarse con la clase proletaria por motivos ideológicos: una gran parte de los trabajadores agrícolas y de los empleados”. Geiger considera que todos estos grupos no tienden a ser un “poder nivelatorio” de la sociedad que amortigüe choques entre extremos, sino más bien un “factor retardatorio” en la lucha de clases: “No hay en la sociedad de clases ninguna clase media como tercer frente; en ella sólo hay un bloque de los no solidarizados en términos de clase, o sea, una zona que aún no está impregnada por el principio de la estratificación de clase”.

Es particularmente interesante lo que dice en torno al nacionalsocialismo:

“Nadie duda de que el nacionalsocialismo (NS) debe su éxito electoral esencialmente a la Vieja y Nueva clase media. Aun cuando la mitad de la juventud que, por primera vez desde 1928 tenía derecho al voto, hubiera votado por los nacionalsocialistas, hubieran resultado sólo alrededor de un millón de votos. Por lo tanto, la nueva generación puede explicar sólo en muy pequeña medida el ensanchamiento de los nacionalsocialistas. Neisser estima el contingente de clase media de los nacionalsocialistas, en alrededor del 50%. (Me remito aquí y en lo que sigue a las estimaciones de Neisser, de las que pongo en duda un solo punto: 15 a 20% de trabajadores como electores del NS, me parece exagerado). El solo predominio del contingente de clase media en el NS explica una serie de fenómenos llamativos. El NS ha crecido en casi en todos los distritos electorales, independientemente de la estructura local de población, más o menos con la misma fuerza (alrededor de 1 a 7 – 1 a 9). Las excepciones las forman sólo los distritos electorales ya desde antes fuertemente penetrados por el nacionalsocialismo, por ej., el Palatinado y la Baja Franconia, o aquéllos en que la afluencia hacia el NS está reducida por fuertes motivaciones electorales tradicionales (el Centro en la Baja Baviera). El crecimiento, en general igual, sólo es posible apoyándose en ambas clases medias, cuyos elementos en particular son tan diversos, que en cada distrito, estructurado económicamente como esté, la falta de un elemento resulta compensada por un predominio de otros. En el campo son los campesinos; en la ciudad mediana, el comercio, el oficio, los funcionarios; en la gran ciudad, el comercio, los empleados, los funcionarios. Además: en ningún partido es tan grande la diferencia de magnitud entre el núcleo organizado y el electorado como en el NS; a medio millón de adherentes al partido corresponden 6 millones y medio de electores. El éxito se debe, por lo tanto, a votos fluctuantes no organizados. Éstos no podrían ser en ninguna parte tan numerosos como en las clases medias, que se orientan, de elección a elección, como eternamente acosadas por ambos lados y, más precisamente, en gran medida no según puntos de vista positivos: ¿qué nos ofrece este partido?, sino, comprensiblemente, negativos: ¿qué no nos ha ofrecido aquel partido? Aparte de eso: la participación electoral fue esta vez del 85%, frente al 76% en mayo de 1928. Cuatro millones de electores (o el 9% de las personas con derecho a voto) abandonaron su abstinencia política. En su mayor parte, acudieron en masa al NS. Sin embargo, la abstinencia ciudadana, a su vez, ha de buscarse sobre todo en las clases medias. Cinco millones y medio de votos ha ganado el NS; si se le agregan los cuatro millones de participación adicional, queda un millón y medio de votos fluctuantes, sacados de los partidos del centro burgués y de los nacional-alemanes. Esto coincide exactamente con la pérdida total de los partidos burgueses. El NS se adula a sí mismo por haber despertado, mediante el lema nacionalista «al pueblo entre financistas judíos y marxistas». Puede verse con facilidad que se equivoca en eso. Así, como es sabido, del campesinado está hasta hoy más cerca el concepto concreto y más estrecho de tierra natal que el abstracto y más amplio de nación; y, no obstante, procede del campesinado cerca del 25% de los votantes del NS. Además: si oficio y pequeño comercio han de sopesarse comparativamente según sus convicciones nacionalistas, vence con seguridad el oficio; (…) Del «Völkischer Beobachter» extraigo que, de los 107 diputados de los NS, 17 pertenecen al campesinado, 18 a los oficios (y a los obreros), 19 son pequeños comerciantes y empleados, 14 maestros, 13 pertenecientes a la profesiones libres y escritores, 12 medios y bajos funcionarios, 8 juristas, 6 oficiales del viejo ejército” (el texto está escrito en 1930 y, por tanto, solamente puede comparar los resultados de las elecciones de 1928 y de las de 1930).

A Geiger le costaba entender el “desenganche” que la clase media estaba realizando y optó por explicarlo mediante las banalidades más asombrosas. Decía, por ejemplo, que, a pesar de que empleados y proletarios compartieran mismos sueldos, lugares de trabajo próximos, lo que les diferenciaba es que unos trabajaban sentados y otros de pie, unos utilizaban papel y lápiz y otros grasas y materiales engorrosos… Según Geiger estos serían los elementos que darían a los “empleados” una sensación de superioridad sobre el proletariado.

A pesar de que el ensayo de Geiger sigue todavía disfrutando de cierto prestigio intelectual, lo cierto es que, además de estar plagado de errores de apreciación, el autor -que una vez autoexiliado en EEUU trabajo como otros antifascistas, para la Fundación Rockefeller (ganando una beca mientras se encontraba “exiliado” en Dinamarca (en donde, permaneció ¡dos años después de la ocupación alemana del país!)- se muestra como un profeta lamentable: considera que el NSDAP no llegará al  poder y que el “despertar de Alemania” ha sido un fracaso. Es más, incluso considera que las perspectivas de una respuesta de la izquierda son muy buenas, porque al aumentar el número y el porcentaje de votantes, se ha producido una “democratización” que puede considerarse como un “éxito de la democracia”. Se pregunta: “¿Amenaza la contrarrevolución?” y él mismo responde:

“Según todas las apariencias: no”, añadiendo “El Tercer Reich no es ninguna idea, sino un cliché vacío (…) Por lo demás: si el NS tuvo alguna vez posibilidades de rebelarse exitosamente con violencia, las ha perdido en estas elecciones; se echó a la espalda un lastre demasiado grande de elementos que son todo menos sanguinarios y violentos. Es una bonita ilustración del cambio que ha experimentado el NS, que disputó con los nacional-alemanes, cuál de los dos estaba más a la derecha y dónde debían sentarse sus diputados en el Reichstag,”.

Dos años después de escribir estas líneas, Hitler juraba su cargo de canciller del Reich. Y cinco años después la situación económica había remontado y las clases medias (antiguas y nuevas), tanto como los campesinos y los trabajadores, se habían visto favorecidos por una mejora en sus condiciones de vida. Todas las previsiones de Geiger, sin excepción, se evaporaron.

En general, el problema era tan simple de ver que ni siquiera la hojarasca filosófica, sociológica y marxista, podía cubrirlo. Ellos, los miembros de la Escuela de Frankfurt no lo vieron o no lo quisieron ver: el pueblo alemán, en cambio, si lo percibió. La propaganda de derechas e izquierdas presentaba a Adolfo Hitler como “el cabo”, es decir, el pobre diablo, la carne de cañón, como había millones entre los reclutas incorporados del pueblo, el tipo irrelevante que había hecho acciones irrelevantes en la guerra (que le valieron dos Cruces de Hierro y varias menciones al mérito), habituado a obedecer las órdenes dadas por otros… un donnadie, en definitiva. Pero, a principios de los años 30, los medios presentaban al “cabo” fotografiado y entrevistándose con los magnates de la industria, saludando al Gran Mariscal Hindenburg, compitiendo con él en las elecciones presidenciales, seguido por las masas. El pueblo alemán vio en el “cabo” Hitler, a alguien que se había elevado sobre su clase social originaria, había prosperado hasta codearse con mariscales y ser oído y respetado por los poderosos… ¡Justo lo que cada uno de los “cuellos blancos” aspiraba: mejorar su situación social!

El gran “secreto” de Hitler es que se veía reforzado por los ataques que se realizaban contra él, encarnaba las esperanzas de ascenso social de la mayor parte de la población. Había cumplido con su deber en la guerra, había conocido el hambre y las privaciones antes del conflicto, sintió -como todos los alemanes- dolor por la derrota de la patria y se había propuesto mejorar su situación y la de toda la sociedad alemana. Los medios de comunicación marxistas achacaban a Hitler que se había comprado un Mercedes Compresor, último modelo, en 1922, pero no pudieron demostrar que los fondos con que lo adquirió procedieron de otra actividad que no fuera su propio trabajo como articulista, editor y de sus honorarios como conferenciante. ¡Era justo lo que quería la clase media! Prosperar mediante el trabajo. Fue así como los ataques antifascistas contra Hitler, terminaron realzando involuntariamente su figura, no solamente sobre las clases medias, sino incluso sobre el proletariado.

Poco a poco, los “frankfurtianos” se fueron dando cuenta del problema y aceptaron abandonar el planteamiento marxista convencional analizando las clases solamente desde el punto de vista económico. Se vieron obligados a “abrirse” a otros planteamientos. Y ahí estaba el maestro Max Weber para aportar lo que el marxismo -ni la Escuela de Frankfurt- tenían: la posibilidad de realizar un análisis sociológico utilizando sistemáticamente estadísticas, encuestas y sondeos. Weber -que había sido profesor de algunos “frankfurtianos”- sostenía que, para analizar las clases sociales, había que atender a su estatus y, sobre todo, a cómo se ven a sí mismas, las perspectivas que tienen para sus hijos, sus modelos de vida, sus objetivos, etc. Marx, por su parte, apenas había dicho nada sobre las clases medias -prácticamente inexistentes en el momento en el que escribió sus obras-, profetizó erróneamente que los “empleados”, en períodos de prosperidad se sentían más próximas a la burguesía, pero que, al desencadenarse las crisis económicas terminales del capitalismo, optarían por el proletariado. La hipótesis quedó desmentida, tanto en 1923 con la “hiperinflación” como en 1929 con el crack económico que abrió el tiempo de la “gran depresión”.

Los “frankfurtianos” interpretaron que al llegar la “gran depresión” no se produjera el enfrentamiento final que deberían de haber iniciado el proceso de la revolución proletaria, a causa de la actitud de los “empleados”, cuya actitud, contribuía al retraso del choque. Así la ideología quedaba “salvada”: era, una vez más, la sociedad -en este caso, “los empleados”- eran quienes se habían equivocado al adoptar una posición contraria a las previsiones de Marx.

 EL RELATIVISMO DE LOS QUE NO TIENEN TRADICIÓN

La Escuela de Frankfurt, en cierta medida, corrigió a Freud. El psiquiatra vienés consideraba que las personas son similares entre sí porque en todos los marcos geográficos se dan los mismos impulsos y las estructuras sociales (especialmente la familia) diferían muy poco. Pero los “frankfurtianos” alegaron que cada cultura presentaba rasgos psicológicos diferentes que derivaban de que la autoridad y la moral se entiende de maneras diversas, a pesar de ser transmitidas por la misma entidad familiar. Así pues, todo los llevó a situar a las familias en el centro de la transmisión cultural. No era la genética, la que determinaba las diferencias entre culturas, sino la transmisión de los valores culturales de cada grupo étnico a través de la institución familiar. Y esto les llevó a sentenciar que todos los valores son relativos. Si lo son, entonces cualquier valor absoluto desaparece y, con él, la posibilidad de estructurar las sociedades. En “gran hallazgo” antropológico de la Escuela de Frankfurt puso la piqueta de demolición en el edificio de la modernidad y mucho más en unos momentos en los que distintos pueblos, surgidos de las más diversas razas y, por tanto, de tradiciones culturales diferentes, se dan cita y se asientan en Europa haciendo imposible la transmisión de un saber, de un conocimiento y de una tradición únicas. Todo vale, nada puede imponerse a otro, porque, en definitiva, todo es relativo.

Es posible que, en toda esta demolición del edificio de la moral absoluta, esté reflejado algo del odio del judío separado de la sinagoga que, al haber renunciado a su tradición, adopta ante todo una posición extremadamente crítica, ácida, demoledora: “si yo no tengo tradición, que nadie la tenga”. A esto se suma la circunstancia de que este odio hacia el entorno, se sume el eco de la tradición judía del “pueblo elegido” por Yavhé. Los miembros de la Escuela de Frankfurt, en su laicismo, se sintieron genéticamente identificados con este “mesianismo” que ya había enunciado Marx, y lo trasladaron de su propio marco étnico-religioso, al marco social, viendo en el proletariado al “nuevo Mesías” que iba a redimir a la humanidad luchando e imponiéndose dialéctica e inevitablemente sobre la burguesía.

Pero el problema para los miembros de la Escuela de Frankfurt fue doble: por una parte, ellos, todos hijos de magnates de la industria y de la banca, hijos de familias acaudaladas, no eran, ni de lejos, proletarios, ni lo que era peor aún, no estaban dispuestos a proletarizarse. El nuevo mesianismo marxista no pasaba por ellos. La historia se desarrollaría independientemente de su quehacer y, seguramente, contra sus propios intereses personales y familiares. Y luego estaba el segundo problema: no creían en la posibilidad mesiánica de redención por parte del proletariado. El período 1919-1923 fue un tiempo de decepciones constantes. No fueron los únicos marxistas que vieron desmentido su mecanicismo histórico por la realidad. Como Lukács, como Gramsci, ellos dudaron de que el proletariado pudiera sumir la tarea que Marx le había asignado.

El marco psicológico de todos los miembros de la Escuela de Frankfurt está dominado por las pautas que hemos definido en los tres párrafos anteriores:

  • Judíos alejados de la sinagoga que han renunciado a su propia tradición y sienten la necesidad de emprender una tarea de demolición contra cualquier institución religiosa o familiar. Es un mecanismo de reacción psicológico que ha estado presente durante generaciones e el pueblo judío y que ha dado lugar a los críticos más radicales e, incluso, a los humoristas y monologuistas más ácidos del siglo XX. 
  • Judíos que debieron afrontar la oleada de antisemitismo que se propagó en Alemania después de la Primera Guerra Mundial, y que, por todos los medios querían encontrar una explicación, no en la realidad objetiva, sino en los artificios freudianos. Esa oleada se inició cuando los EEUU no había entrado todavía en la guerra y los medios de comunicación norteamericanos iniciaron una oleada de ataques contra Alemania obligando a los ingleses a firmar la Declaración Balfour para fundar un Estado Judío en Palestina. Si a eso se añade, la extraordinariamente alta presencia de judíos entre los agitadores bolcheviques del período 1917-1923, se entiende perfectamente porque durante la República de Weimar el antisemitismo estuvo más extendido que nunca en el Reich. Ese antisemitismo latente actuaba, inevitablemente, sobre la psicología de los miembros de la Escuela de Frankfurt. 
  • Judíos que creían en el proletariado como sujeto histórico que llevara a un mundo más justo y mejor, cuando ellos eran hijos de la clase capitalista y cualquier iniciativa que emprendieran contra las empresas del “padre”, repercutiría en una merma de su propia posición. 
  • Judíos que confiaban, inicialmente, a la luz de Marx, que el proletariado sería el motor de la historia para derribar a la burguesía capitalista y que, bruscamente, advierten que esta creencia es errónea, que el presunto “sujeto histórico”, no basta para afrontar la destrucción de la infraestructura económica, sino que es necesario actuar también sobre la superestructura.

Estos cuatro vectores, actuando al unísono sobre las mentes de los miembros de la Escuela de Frankfurt redobló sus defensas psicológicas y está en el origen de la tarea de demolición de los fundamentos en los que se basaba la cultura occidental. Y a ello se empeñaron utilizando la jerga y las abstracciones filosóficas. Examinemos cada uno de los cuatro elementos y apliquemos el esquema freudiano: encontraremos pulsiones edípicas no superadas, rechazo puro y simple encontrado en la sociedad weimariana, contradicciones entre el pensamiento anticapitalista y el contenido de clase heredado (y disfrutado) y, finalmente, decepción por un pensamiento marxista con un vector económico determinante a partir de 1948 del que ellos querían alejarse, no solamente al no ser proletarios, sino que su origen económico constituía la negación del proletariado y, para colmo, era ideología había demostrado ser errónea, por muy “científica” que se autoproclamase. Errores, decepciones, lastres y presiones psicológicos, todas estas “subjetividades” de carácter personal son lo que acompañan la teorización de la Escuela de Frankfurt y las que, en el fondo, restan valor a sus teorizaciones.

El cierto que el carácter científico del psicoanálisis puede cuestionarse: no existen pruebas “positivas” de la existencia del concepto de Edipo, ni tampoco del “Ello” o del “superyo”, ni siquiera del subconsciente. Son los dogmas de una religión en la que hay creer con la fuerza de la fe. Pretender encajar una “doctrina científica” (como el marxismo), con una creencia casi religiosa (el psicoanálisis) es un trabajo imposible de realizar, salvo que alguien sienta se empeñe en realizar la pirueta intelectual. A fin de cuentas, ni el marxismo era “ciencia”, ni el freudismo era (como indicaba su propio fundador) una “religión”.

Pero si se aplicaran los principios freudianos a los miembros de la Escuela de Frankfurt tendríamos el cuadro psicológico y entenderíamos mucho mejor el carácter relativista de su pensamiento. Odiaban a todas las figuras paternas: a su propio padre multimillonario, hasta el extremo de renunciar a sus apellidos (caso de Adorno); odiaban al proletariado que no había estado a la altura de su misión histórica y con el que se habían identificado; odiaban a Marx en quien creyeron pero que no había acertado en la mayor parte de sus predicciones; odiaban a la República de Weimar en la que habían depositado todas las esperanzas; odiaban aquello que eran (que no coincidía ni con sus aspiraciones ideológicas ni con su modelo ideal de ser humano, hecho de teoría y acción); odiaban toda tradición porque ellos habían renunciado a la propia. Podemos imaginar el caos, la desesperación y la confusión que bullían en el interior de cada uno de ellos.

Los dos valores absolutos contra los que se encaran son: la idea de Dios y la idea de la Autoridad. Pero puede concretarse más aún: en sus textos, especialmente en la primera época, demuestran una hostilidad no hacia las creencias religiosas en general, sino contra la que ha estado presente durante dos mil años en Occidente, el cristianismo. En realidad, al decretar “la muerte Dios”, se rompió el vínculo con cualquier forma de autoridad superior e indiscutible, en tanto que mítica. A partir de ese momento, toda autoridad, privada de un soporte “superior”, se convirtió en discutible, cuestionable y son una fundación escasa y, por tanto, relativa. No se ha encontrado, desde entonces, un sustitutivo “superior” sobre el que basar el principio de autoridad. Cuando Dostoyevsky hace decir a uno de los hermanos Karamazov, la famosa frase “Si Dios ha muerto, todo está permitido”, no hace sino constatar una obviedad. Pero, a decir verdad, era solamente la última consecuencia de la ruptura inicial, presente ya en el texto bíblico: “Dad al César lo que es del César y a Dios lo que es de Dios” (Mateo 22, 15-21) en el que se reconocen dos planos: el de las leyes humanas y el de la ley divina. Sólo que, hasta ese momento, ambas caminaban juntas y, en realidad, en la síntesis formada en el Medievo, volvieron a converger. En el momento en el que lo divino y lo humano quedan separados como dos esferas diferentes, se produce la ruptura en la fundamentación de cualquier autoridad y se tiende a la relativización de las relaciones humanas. 


Se recurre entonces a la ley del número según la cual, la autoridad quedaría en manos de aquella opción partidista que obtuviera más votos en unas elecciones e, incluso se recurre a explicaciones “mágicas” para hacer más digerible esta opción: cada ciudadano es dueño de un “principio de soberanía” intangible que reside en sí mismo, pero que puede exteriorizar y cristalizar en una papeleta de voto, colocada en una urna sagrada, situada sobre un altar -la mesa electoral- gestionada por los sumos sacerdotes de la democracia: el presidente y los vocales de la mesa electoral. Al igual que tras los carnavales, llega la cuaresma, tras la agitación de la campaña electoral, se llega a la “jornada de reflexión”, que situará al ciudadano en condiciones de ejercer su voto. No habrá confesionario, pero sí un espacio oscuro, privado y reservado en el que podrá colocar, al abrigo de cualquier mirada impura, su “parcela de soberanía” en un sobre. Esa parcela individual de soberanía, depositada en el interior de la urna sagrada, irá a confluir en el momento del recuento con otros miles y miles de parcelas de soberanía, que darán la mayoría a tal o cual opción. Aún hará falta una última “operación mágica”, el acto de investidura parlamentaria, mediante el cual las voluntades individuales, hipostatizadas sobre el candidato, le otorgarán ese poder superior que le permitirá gobernar y, de paso, ser prácticamente invulnerable a las leyes humanas. 

La fundamentación de la democracia no es muy diferente, por tanto, del pensamiento mágico-religioso, solo que, en la actualidad, ha caído víctima de sus propios errores, de sus deficiencias y del propio principio “relativista” presente en todos los escalones de la sociedad. Porque, a fin de cuentas, cualquier sociedad, para existir, necesariamente tiene que compartir principios absolutos, incuestionables, aceptados por todos y que ejerzan a modo de mito colectivo.

 DIALÉCTICA DE LA ILUSTRACIÓN (PROPAGANDA ANTIFA)

Publicada inicialmente en 1944, luego rectificada en 1947, titulada Dialéctica de la Ilustración, es otro de los trabajos de referencia de la Escuela de Frankfurt que suelen citarse como escalón obligado de su Teoría Crítica. Por las fechas en las que fue elaborado, puede incluirse también dentro de lo que, podemos llamar “propaganda de guerra para intelectuales”. Se trata de lo que algún marxista ha descrito como el “grito del judío exiliado”. Es, en definitiva, un libro que entra dentro del ajuste de cuentas personal de Adorno y Horkheimer contra el fascismo. Casi podríamos definirlo como “un panfleto de pretensiones filosóficas”.

En la elaboración de la obra participó también Gretel Adorno, esposa del co-autor. La base del trabajo fue un memorándum elaborado por Horkheimer en 1939 en el que pretendía trazar un plan de trabajo sobre la “lógica dialéctica”. Pidió ayuda a Felix Weil y a Pollock. Pero, el primero ya había vuelto a Argentina para hacerse cargo de los negocios de su padre y consideraba que hacía mucho financiando la institución en el autoexilio. Pollock, por su parte, si dio algunas ideas que los dos autores agradecieron, dedicándole el libro. Los capítulos escritos por uno fueron revisados por el otro. Horkheimer declaró que, para aliviar financieramente las cuentas y los sueldos que pagaba el Instituto, buscó financiación para el trabajo en el Comité Judío Norteamericano, alegando que iban a realizar un “trabajo sobre el antisemitismo” (y, en efecto, uno de los capítulos, el quinto, trata, específicamente del tema). Al parecer, Adorno, aprovechó parte del material reunido sobre el antisemitismo, para darle salida en el estudio que estaba preparando por cuenta del Grupo de Estudio de la Opinión Pública de Berkeley y que terminaría siendo el libro La personalidad autoritaria.


La obra fue publicada originariamente con el título de Fragmentos filosóficos en 1944, con una tirada de apenas 500 ejemplares mimeografiados. No tuvo éxito y a finales de los 50 todavía seguían existiendo ejemplares no vendidos. La segunda edición, publicada en Italia en 1966 tampoco tuvo ninguna resonancia; el mismo destino tuvo la edición alemana (publicada después de que circularan varias versiones piratas no autorizadas por sus autores), pero cuando se publicó la edición inglesa de 1972, algo había ocurrido: la “contestación estudiantil”, se fijó en este trabajo, no se sabe bien por qué. En el prólogo de la edición en lengua castellana, se afirma que el propósito del libro es “ilustrar a la ilustración” y “salvar a la ilustración”. El libro está dedicado a Friedrich Pollock en “su quincuagésimo cumpleaños el 22 de mayo de 1944”.

La idea de este trabajo es que, durante el “Siglo de las Luces”, el iluminismo trajo la fe ciega en la razón. Apelando a la razón se podía dialogar y razonar, esperando que, a partir de ese contraste de ideas se realizara el objetivo del “progreso indefinido”. Porque, el eje del discurso ilustrado es que todos tenemos derecho a la “felicidad”. Esta idea será recuperada también por la Escuela de Frankfurt y situada como el único objetivo importante para el género humano: el tiempo que disfrutemos de vida, debe ser un tiempo en el que seamos y nos sintamos “felices”. Se es feliz cuando se hace lo que uno quiere y se busca el placer de la manera individualizada. Puede entenderse así la relación directa que existe, a través de este texto, entre la Escuela de Frankfurt y la “contestación estudiantil” de los 60: felicidad, versus placer, versus hedonismo, crítica antiautoritaria y relativismo, son los valores contenidos en la concepción del mundo de los protagonistas del movimiento del 68 que se ha ido prolongando y universalizando hasta nuestros días.

Pero, en 1944, ni a Adorno, ni a Horkheimer, autores de la obra, les interesaba excesivamente el placer lúdico. Estaban embarcados en la tarea de formular textos que dieran un contenido aceptable para intelectuales que completara el antifascismo pedestre difundido por la propaganda de guerra norteamericana. Así pues, de lo que se trataba en la obra, era de ligar la cuestión de la Ilustración con el antifascismo. Y el planteamiento que realizan es el siguiente: la ilustración nos ha hecho avanzar durante tres siglos de “luces” y de uso de la razón, pero no siempre lo ha hecho “hacia adelante”, sino que, en ocasiones, se han producido retrocesos y se ha observado la irrupción de lo irracional, especialmente en la aparición del fascismo, definido aquí como “nuevo género de barbarie”. Y lo que se propone la pareja de autores, es entender cómo eso ha sido posible y como el fascismo ha puesto en riesgo de desaparición a las ideas de la Ilustración. Encuentran la respuesta en la naturaleza misma de la Ilustración: “El mito es ya la Ilustración; la Ilustración recae en mitología”. Este tema, desarrollado en los primeros capítulos, será el leit-motiv de la obra. ¿Cuál es el problema de la Ilustración que les permite realizar una afirmación tan extrema? Responden: “La enfermedad de la razón radica en su propio origen, en el afán del hombre de dominar a la naturaleza”. De ahí deducen que la idea de “dominio” es negativa, en tanto que presupone la presencia de autoritarismo. El error de la Ilustración, por tanto, es tratar de “dominar a la naturaleza desencantada” en lugar de aspirar a “la felicidad del conocimiento”. Esto conduce directamente a que se reproduzca un mecanismo de dominio y de explotación que terminará alcanzando a los propios seres humanos, en tanto que ellos forman parte también de la naturaleza. A la Ilustración, le interesa, sobre todo, dominar, someter y manipular a la naturaleza. Aquello sobre lo que no puede hacerlo le resulta particularmente odioso en tanto que “diferente y desconocido”:

“La Ilustración, en efecto, se autodestruye (…) porque en su origen se configura como tal bajo el signo del dominio sobre la naturaleza. Y se autodestruye porque éste, el dominio sobre la naturaleza, sigue, como la Ilustración misma, una lógica implacable que termina volviéndose contra el sujeto dominante, reduciendo su propia naturaleza interior y, finalmente, su mismo yo, a mero sustrato de dominio. El proceso de su emancipación frente a la naturaleza externa se revela, de ese modo, al mismo tiempo como proceso de sometimiento de la propia naturaleza interna y, finalmente, como proceso de regresión a la antigua servidumbre bajo la naturaleza. El dominio del hombre sobre la naturaleza lleva consigo, paradójicamente, el dominio de la naturaleza sobre los hombres”.


Este proceso hace que aparezca la “enfermedad de la razón” presente en la civilización europea desde sus orígenes, cuyas bases milenarias, siguen condicionando el proceso discursivo de la razón. De ahí que el proceso de “desencantamiento del mundo” (la idea no es de ellos, sino que se encuentra en Max Weber), se realice bajo el signo del “poder” y lo que, en principio debería haber sido un “proceso liberador”, se convierta, finalmente en un proceso marcado por una alienación y una cosificación extrema.

Ante las posiciones de la Ilustración, la naturaleza termina vengándose de los intentos de dominación. La radicalidad demostrada por la Ilustración en su época, ha generado el que no solamente desaparecieran los intentos de interpretación de la naturaleza mediante el mito y la religión, sino que, además, ha terminado por eliminar todo sentido que trascienda a los meros hechos considerados en sí mismos. Se ha convertido en algo parecido a una mitología invertida, en la que los nuevos dogmas han sustituido a los viejos mitos religiosos, y, finalmente, han terminado pasando al nivel de mitos de sustitución. ¿Cómo puede interpretarse, sino como mito, el proceso mediante el cual la parcela de soberanía nacional inherente a cada ciudadano, se convierte en “voluntad nacional” gracias a la convocatoria de unas elecciones? Este proceso tiene algo de “animismo” y de “pensamiento mágico” y no está muy alejado de la interpretación tradicional de que “todo el poder viene de Dios”. O la locura consumista o la posibilidad de manipular a las masas aplicando principios de psicología social… En cada aspecto de la modernidad, Horkheimer y Adorno, ven la recaída de los ideales de la Ilustración al nivel de nueva mitología: la naturaleza que iba a ser dominada por los “ilustrados”, finalmente se venga y esa venganza es posible porque no tuvieron presente las enseñanzas históricas (lo que los autores del libro llaman “una pérdida del recuerdo”.

¿Y el fascismo? Sería un resultado extremo de esta alternancia dialéctica de razón e irracionalismo, de intento de dominar a la naturaleza y de la afloración de los nuevos mitos generados por esa misma naturaleza. Si la Ilustración conduce a Auswitch y Auswitch es el símbolo del “mal absoluto” representado por el fascismo, habrá que concluir que el germen de Auswitch está implícito en los principios de la Ilustración y será ese afán de dominio sobre la naturaleza. Por eso se trataba de “ilustrar a la Ilustración”, evitar que la Ilustración se autodestruyera, reconocerla como “progreso” y podarla de sus aspectos problemáticos y encontrar la raíz última de su perversión: la idea de “dominio sobre la naturaleza”.

¿Y, como encaran el problema capital del antisemitismo? Lo hacen en el capítulo titulado “Elementos del antisemitismo – Límites de la Ilustración”. Las frases iniciales del capítulo no tienen mucho de filosófico y nos dan la razón sobre la inclusión del “espíritu” del libro como “propaganda de guerra antifascista”: “Para los fascistas, los judíos no son una minoría, sino una raza distinta, contraria: el principio negativo en cuanto tal; de su eliminación depende la felicidad del mundo entero (…) Los judíos son marcados por el mal absoluto como el mal absoluto (…) en el corazón de todos los potenciales fascistas de todos los países halla eco la llamada a eliminarlos como moscas”.

Reconocen los autores que “El antisemitismo fascista quiere prescindir de la religión. Afirma que se trata sólo de la pureza de la raza y de la nación” porque la preocupación por la “salvación eterna” ha dejado de interesar. Los autores prefieren ignorar que el antisemitismo alemán nunca había estado ligado a la religión, sino a cuestiones sociales y a la percepción de que el pueblo judío era un elemento inintegrable insertado en el corazón de la nación que gozaba de todos los derechos nacionales sin considerarse como tal, sino manteniendo su identidad. El hecho de que, en ningún momento la propaganda del Tercer Reich acusara a los judíos de ser “el pueblo deicida”, confirma lo que decimos. En cuanto al interés por la destrucción total del pueblo judío, es algo que solamente aparece en el contexto de la propaganda de guerra y, posteriormente, del concepto de “holocausto” y en el drama de los campos de concentración en la Alemania bombardeada y rota de finales de la guerra.


Son muchas las fuentes que indican que el régimen nacionalsocialista no tenía un criterio unificado sobre cómo resolver la cuestión judía, pero que las actitudes oscilaban entre la expulsión (y, por eso mismo, hasta septiembre de 1939, existió un canal de cooperación entre las SS y la Organización Mundial Sionista para expatriar a los judíos alemanes a Palestina) y su alejamiento de determinadas áreas de la vida alemana. Incluso había algunos miembros del NSDAP que no daban la más mínima importancia a la “cuestión judía”. Göring, por ejemplo, declaraba que podía confiarse en ellos para integrarlos en las cuestiones económicas del Reich; Göbbels, examinaba la cuestión solamente desde el punto de vista de la propaganda; Julius Streicher respondía al esquema propio del antisemita de manual, y para Hitler, la cuestión era sobre todo estética: el judío, por su aspecto, por sus tradiciones, por su herencia cultural, no tenÍa nada que ver con el edificio unitario alemán que quería construir por tanto había que integrarlo o debía abandonar Alemania, opinión que también compartía Himmler. Fue, a partir de la Operación Barbarroja, cuando las tropas alemanas se vieron atacadas en la retaguardia por partidas guerrilleras compuestas por judíos ucranianos, cuando se adoptó la decisión de recluir a los judíos de las zonas ocupadas en campos de concentración, para evitar estos hostigamientos. La lectura de todo el capítulo sobre el antisemitismo, de sus siete parágrafos y de sus treinta y siete páginas, deja una sensación bastante desoladora: los miembros de la Escuela de Frankfurt que elaboraron esta obra, tenían una opinión estereotipada sobre el fascismo que coincidía exactamente en todo con la mostrada por la propaganda de guerra aliada y que, en el fondo, no era nada más que su traslación a un nivel “filosófico” y “culto”. Es, además, uno de los capítulos que ha registrado más modificaciones en las distintas ediciones, especialmente para despojarlo de la jerga marxista, y convertirlo en “políticamente aséptico”. Es probable que quienes financiaron el estudio, no estuvieran muy conformes con los ataques iniciales al “capitalismo”, las referencias a la “sociedad sin clases”, la exaltación del “proletariado” o las alusiones a que el “racket” capitalista ha “financiado al fascismo”…

Horkheimer y, sobre todo Adorno, pertenecían a una élite económica y cultural. Adorno denostaba el jazz y se deleitaba con el dodecafonismo de Schömberg; no solamente se sabían miembros de una élite cultivada, sino que, hasta su muerte, se mantuvieron distantes de los “movimientos populares”, incluso en su período marxista, nunca descendieron a colaborar con los “militantes obreros” de alguna de las organizaciones de extrema-izquierda. Se contentaron con saludar a Trotsky y fotografiarse con él. Tampoco hay rastros de que se aproximaran a los judíos de “a pie”, cuya realidad social ignoraban por completo. Todas sus relaciones sociales se circunscribían de la clase media acomodada hacia arriba. Eran conscientes de que el judío azkenazíe de origen jázaro, tenía poco que ver con ellos, es, incluso, probable que. como otros judíos alemanes, abominaran de ellos, fácilmente reconocibles por sus caftanes, sus sobreros negros y sus barbas; y da la sensación de que cuando hablan de antisemitismo, ni siquiera toman en consideración a los "ostjüden" (judíos procedentes del Este y llegados a Alemania en las primeras décadas del siglo XX). Aluden al antisemitismo tal como lo sentían ellos, los propios miembros de la Escuela de Frankfurt, que se tenían como suficientemente integrados en la sociedad alemana y que apenas habían tenido vínculos con la sinagoga. El resto de grupos étnicos judíos parecen no existir para ellos. Si los hubieran tomado en consideración, hubieran percibido que entre estos grupos judíos y la sociedad alemana existían brechas antropológicas y culturales que explicaban suficientemente el antisemitismo. Por lo demás, los porcentajes de judíos que desempeñaban determinadas profesiones en Berlín (médicos, abogados, en concreto) era desmesurada y podía explicar la aparición de rivalidades y resquemores con los no-judíos que ejercían las mismas profesiones. Y, finalmente, puestos a hablar de "judíos alemanes" hubiera podido aludir a los 150.000 "judíos mestizos" que estaban alistados en el ejército alemán, mientras los frankfurtianos comían de la mano de los servicios de inteligencia norteamericanos... Pero está claro que todas estas temáticas no podían ser integradas en su "antifascismo filosófico", así que mejor olvidarlo y sustituirlo por el término "barbarie". 

Hay en Adorno y Horkheimer un sentimiento indisimulado de superioridad, por ejemplo, cuando escriben: “La civilización es la victoria de la sociedad sobre la naturaleza que transforma todo en mera naturaleza. Los judíos mismos han contribuido a ello durante milenios, con ilustración no menos que con cinismo. Ellos (…) transformaron los tabúes en máximas civilizadoras cuando los demás estaban aún estancados en la magia (…) Son acusados de lo que ellos -los primeros burgueses- han vencido ante todo en sí mismos: la inclinación a dejarse seducir por lo inferior, el impulso hacia lo animal y la tierra, la idolatría. Por haber inventado el contacto de lo puro, son perseguidos como cerdos. Los antisemitas se convierten en ejecutores del Antonio Testamento: se cuidan de que los judíos, por haber comido del árbol del conocimiento, vuelvan a la tierra”.

El razonamiento que no citan, pero que grita desde cada una de esas treinta y siete páginas dedicadas a la “cuestión judía” es: “nosotros somos judíos, pero no somos diferentes de vosotros, vivimos como vosotros, pensamos como vosotros, ¿por qué, pues, sois, antisemitas y nos castigáis con vuestra hostilidad?”. Ya hemos repetido por qué existía antisemitismo en Alemania, sin embargo, ninguno de las “razones” que alegan los antisemitas son analizadas “críticamente”, ni en este, ni en ningún otro trabajo. Tampoco existe un análisis sobre la personalidad judía y sobre los rasgos que conforman en “carácter judío”. Ni ellos estaban interesados en la cuestión, ni debió existir ninguna entidad dispuesta a financiar un estudio de tal magnitud que hubiera explicado muchas cosas. Esta parte de la Dialéctica de la Ilustración resulta desoladora por su vaguedad, por los tópicos que recorren cada una de sus páginas, por su, digámoslo así, snulo “cientifismo” y por su fidelidad a las líneas maestras de la “propaganda de guerra” norteamericana. Obsérvese esta frase: “No existe un antisemitismo genuino; desde luego, no existen antisemitas de nacimiento (…) Los mandatarios supremos, que lo saben, no odian a los judíos, ni aman a sus secuaces antisemitas. Estos, en cambio, que no obtienen beneficio alguno, ni desde el punto de vista económico, ni desde el sexual, odian sin fin". No puede decirse que nada de esta frase contenga ningún elemento “filosófico” ni sociológico, es simplemente una divagación, extremadamente hostil (¿se entiende ahora, porqué algunos críticos favorables han descrito el libro como “el grito del judío exiliado”?).


Escriben igualmente en la obra: “El liberalismo había concedido la propiedad a los judíos, pero no el poder de mandar”… sin embargo, ni Adorno, ni Horkheimer, podían ignorar que su financiador, Felix Weil, “mandaba” mucho en la Alemania anterior a la Primera Guerra Mundial, conocía personalmente al Káiser, era su consejero, e incluso se ha escrito que uno de sus hijos estaba casado con una hija de Guillermo II. Sin olvidar que, tanto en la Francia del siglo XIX, con los Rotschild o en los EEUU, con los Rockefeller y otras dinastías financieras que apenas unos años antes habían creado la Reserva Federal, sí existían miembros del pueblo judío con un poder, muy superior a la mayoría de no judíos. Y, además, ellos no podían ignorarlo en tanto que “analistas” de la modernidad y las palabras que dicen sobre esto evidencia que caricaturizan al adversario, en absoluto realizan un análisis mínimamente objetivo.

Es posible, incluso, que no habiendo pasado por la sinagoga, ignorando las creencias y principios contenidos en el Talmud, no interesándose por su propia tradición, tanto Adorno como Horkheimer, pensaran que no existía ninguna base diferencial entre la religión judía y las demás religiones, olvidando que buena parte de los problemas psicológicos de la mentalidad judía es el ser considerado por sus textos sagrados como “pueblo elegido” por Yavhé, el mismo Dios que, paradójicamente, les obsequia con destrucciones del Templo, exilios, esclavitud y, finalmente, diáspora. Se entiende perfectamente, cómo Freud les llamó tanto la atención: la percepción edípica del “odio al padre” solamente podía explicarse en el contexto psicológico-religioso judío (y, algo más atenuado en el catolicismo en donde el Padre permite que el Hijo sea torturado, crucificado y muerto). Freud debió hacerse la pregunta clave de la cuestión: ¿todos los pueblos son proclives a sufrir el “complejo de Edipo” o solamente aquellos en los que la divinidad, considerada como “padre” les hace sufrir pruebas casi insuperables? Porque, Freud, al igual que los miembros de la Escuela de Frankfurt en algunos de sus trabajos, tiendan a confundir la “parte” (la psicología propia del pueblo judío), con el “todo” (la psicología de toda la humanidad, si es que pudiera hablarse de una sola psicología para toda la especie).

En nuestra opinión, cuando una creencia, como la incluida en el Antiguo Testamento, marca a un pueblo como el “elegido de Dios”, se está haciendo un flaco servicio a este pueblo. Se le está dando la posibilidad de que vea a cualquier otro pueblo como “inferior” y, por tanto, como si se tratara de animales de granja que pueden ser explotados y sacrificados. Podemos pensar lo que supuso esa concepción en la Edad Media, europea, por ejemplo, y podemos entender que los judíos -especialmente los que estaban en lugares de mayor visibilidad por su capacidad económica y su habilidad para los negocios- se sintieran “superiores” a los miembros de cualquier otra confesión religiosa. 

El término “goym” con el que conocían a los no-judíos, encerraba, indudablemente, un carácter despectivo (Maimónides: “Siempre que decimos claramente ‘goy’, nos referimos a un adorador de la idolatría”; en Wikipedia, edición inglesa, se incluye en la página sobre el vocablo “goy” el parágrafo “Goy como un insulto”, donde se recogen muchas expresiones peyorativas de la palabra “goy” en yiddish, terminando así el parágrafo: “Nahma Nadich, subdirectora de Relaciones con la Comunidad Judía del Gran Boston escribe: "Definitivamente veo a goy como un insulto, rara vez se usa como un cumplido y nunca se usa en presencia de un no judío", y agrega: “Esa es una buena prueba de fuego: si no usarías una palabra en presencia de alguien a quien estás describiendo, es muy probable que sea ofensivo"

Pues bien, ese sentimiento de “superioridad” en tanto que “pueblo elegido” respecto a los “goym” (que, inevitablemente son considerados como “inferiores”), explica por sí mismo, porqué se han producido en la historia estallidos antisemitas reiterados y porqué, con demasiada frecuencia ha aparecido discriminación contra los judíos. Sería raro que alguien se sintiera superior y no generase rechazo entre sus vecinos. ¿Por qué ese rechazo se ha focalizado en la historia en los judíos y no en otros pueblos que también se han visto obligados a practicar “diásporas”? Porque ningún otro pueblo ha sido educado en una identidad diferente e inevitablemente superior en tanto que elección realizada por Yavhé.

La Escuela de Frankfurt no estaba en condiciones de interpretar e integrar en su “teoría crítica”, los motivos que propiciaron la generalización del antisemitismo allí en donde llegaron emigrantes judíos. De ahí que se contentaran con lanzar el “grito del judío exiliado” y se limitaran a tachar al antisemitismo de patológico precisando: “Lo patológico en el antisemitismo no es el comportamiento proyectivo como tal, sino la ausencia de reflexión en el mismo”. Es el viejo “te lo digo para que no me lo digas”, el recurso que están utilizando Adorno y Horkheimer en estas páginas: lo patológico en el estudio que realizan es que, precisamente, se niegan a reflexionar sobre lo que supone haber sido criado y tener insertado en el ADN la idea de pertenecer a un “pueblo elegido”. Y mucho más, lo que supone esa sombra permanentemente proyectándose en su personalidad, para intelectos que han renunciado a su propia tradición y se han apartado de la sinagoga.


En el parágrafo más largo del ensayo, se ven obligados a insertar la jerga psicoanalítica: “La teoría psicoanalítica de la proyección patológica ha reconocido como sustancia de ésta la transferencia al objeto de impulsos socialmente prohibidos del sujeto. Bajo la presión del super-yo, el yo proyecta como intenciones malignas al mundo exterior los deseos agresivos provenientes del ello (que representan, por su ímpetu, un peligro para él mismo) y logra así liberarse de ellas como reacción a ese mismo mundo exterior, ya sea en la fantasía mediante la identificación con el presunto malvado, ya en la realidad mediante una pretendida legítima defensa. El impulso prohibido y traducido en agresión es, por lo común, de tipo homosexual". 

A partir de aquí, el tema de la homosexualidad latente en el antisemita (que parece haber pasado desapercibido para los miembros del colectivo LGTBIQ+) irrumpe brusca y toscamente: “Al no poder confesarse a sí mismo su deseo, [el antisemita] arremete contra el otro como celoso o perseguidor, lo mismo que el sodomita reprimido persigue o provoca a los animales”. Claro está que, en aquellos momentos, la Escuela de Frankfurt todavía no había caído en la cuenta -como haría Marcuse en los sesenta- que las “minorías sexuales” podían ser consideradas, junto a los estudiantes, como “grupos objetivamente revolucionarios” y, por tanto, había que asumir su defensa. En el momento en el que, escriben Dialéctica de la Ilustración, la homosexualidad está considerada como una patología social y, por tanto, solo podía ser -sólo debía ser- una muestra de fascismo...  La lectura del texto y el recurso a Freud no quitan el hecho de que la inclusión de esta temática ha sido introducida con calzador y encaja perfectamente con la “propaganda de guerra” norteamericana: el enemigo es "degenerado", "sodomita" y en sus "deseos homosexuales" demuestra su naturaleza amoral.

En esta parte del texto mencionan también y por primera vez, una temática, sobre la que luego Adorno y Marcuse, especialmente, insistirán: la “industria cultural” (aparece en el texto en 95 ocasiones). En la edición original de 1944, se alude al “monopolio económico y cultural”, pero en las siguientes, aparece como “gran industrial cultural” y luego sólo como “industria cultural”. A diferencia de la actitud que adoptarán luego Marcuse y Adorno, en esta ocasión no se muestran tan hostiles a ella: “La industria cultural ha heredado la función civilizadora de la democracia de las fronteras y de los empresarios, cuya sensibilidad para las diferencias de orden espiritual no estuvo nunca excesivamente desarrolladas”. Es de suponer que estas líneas fueron escritas por Adorno que, más adelante, trabajaría con mucha más profundidad esta temática. 

Pero en 1944, cuando aparece la primera versión de esta obra, hay algo que merece reseñarse: buena parte de los medios de comunicación norteamericanos, desde principios de siglo, tienen como propietarios a judíos de origen (aunque no de religión) y este dominio es todavía mayor en Hollywood, prácticamente desde el inicio de la concentración de productoras y estudios en esa población californiana. Los “hermanos Warner”, por ejemplo, que dieron origen a la Warner Bros, eran judíos originarios de Polonia de lengua yidish (según indica Wikipedia edición española) y lo mismo podría decirse de la mayoría de productoras de los años 30 y posteriores. Si hemos citado específicamente a la Warner es porque es citada por Adorno y Horkheimer. Ninguno de los dos autores de la obra podía permanecer ajenos al hecho de que, desde 1933, esta prensa y este cine, habían “declarado la guerra” a Alemania, actuando como lobby y tratando de condicionar a la opinión pública. 

Por supuesto, en ninguna de las 250 páginas de este libro se alude a esta acción que hizo imposible la resolución pacífica de la cuestión del “corredor de Danzig” e hizo inevitable el estallido de la Segunda Guerra Mundial. El Reino Unido creía que con la guerra seguiría manteniendo de manera inflexible la política exterior del Imperio en los últimos 200 años: evitar que ninguna potencia detentara la hegemonía en el continente europeo e impedir por todos los medios el eje París-Berlín-Moscú. Pero, en los EEUU, conscientes del declive del imperio británico visible desde principios de los años 30, se veían las cosas de otra manera: los EEUU volverían a ser los grandes beneficiarios de un conflicto en Europa. A diferencia de la URSS, los EEUU quedarían fuera de las destrucciones del conflicto y el suministro de armas, municiones y logística, por sí mismo, les bastaría para salir de la crisis de 1929, que el “new deal” rooseveltiano, no había logrado sacarlos. Los EEUU eran conscientes desde mediados de los años 30, que el mundo del futuro pertenecería a las superpotencias y ellos solamente podían ser una de ellas, poniendo pie en Europa. A eso se redujo la Segunda Guerra Mundial, si hacemos abstracción de la propaganda de guerra emitida por las dos partes en el conflicto. Alemania no precisaba una guerra, ni contra Occidente, ni contra la URSS, simplemente porque con su volumen de población, su capacidad industrial, su unidad política y su red de alianzas, en apenas 5-7 años hubiera podido erigirse en la potencia hegemónica en Europa, mientras Francia y el Reino Unido se desangraban en la batalla perdida desde el principio, de mantener sus colonias unidas a la metrópoli. 

En cuanto a la URSS, perdido el impulso revolucionario de los primeros años, Stalin no deseaba otra cosa que convertirse en una superpotencia tecnológico-militar que, por lo demás, tenía una tradición de pactos reiterados con Alemania. Los finos analistas, los “teóricos críticos” de la Escuela de Frankfurt estaban situados en la mejor atalaya para entender lo que estaba ocurriendo en la política internacional de aquellos años. Pero sus “subjetividades” pesaban mucho en su ecuación personal: judíos autoexiliados, varios de ellos al servicio de entidades del “stablishment” norteamericano, desde agencias de seguridad públicas, hasta lobbys y fundaciones vinculadas al judaísmo norteamericano, antisemitismo en su tierra natal, belicismo de la administración norteamericana. 

Adorno y Horkheimer habían recibido un encargo que cumplieron gustosos, pero que, lejos de responder a las cuestiones fundamentales, se limitaba a ser propaganda de guerra servida para intelectuales que, naturalmente, no podía recurrir a las mismas temáticas con las que la administración Roosevelt alimentaba a la población. Ellos, los miembros de la Escuela de Frankfurt, no se consideran el “pueblo elegido”, más bien, sabían que no lo eran, aunque la sombra y el peso de esta concepción pesara sobre ellos. Pero sí se consideraban miembros de una élite intelectual y social: defendían “lo suyo”, defendían el encargo que habían recibido.


Si esta es, grosso modo, la tesis presentada en un libro compuesto por distintos artículos y ensayos y escrito bajo la presión de la “lucha antifascista”, cabe recordar también algunas notas sobre el camino que siguió hasta llegar a los lectores. Como hemos dicho, la primera edición fue fotocopiada y no llegó a las librerías, ni sus autores lo pretendieron: en la introducción a la edición castellana, el prologuista Juan José Sánchez explica: “Horkheimer y Adorno entregaron su texto al público con extrema precaución. La primera edición fotocopiada no estuvo motivada, ciertamente, por razones económicas. Los quinientos ejemplares de la misma fueron cuidadosamente distribuidos. Desde luego, sus autores no pretendieron la gloria con este texto; más bien todo lo contrario: hicieron, sobre todo Horkheimer, cuanto estuvo en su mano para limitar su difusión e incidencia (…) Hasta principios de los años 60 todavía quedaban ejemplares de la edición de 1947”. Esto explica que la edición italiana, preparada para aparecer en 1955, no pudiera aparecer sino once años después. Horkheimer alegaba que se trataba de un “texto peligroso” susceptible de ser malinterpretado. Pollock, el más estrecho colaborador de Horkheimer estaba de acuerdo: “el contenido de la Dialéctica de la Ilustración no es apropiado para una difusión masiva”. 

Horkheimer hizo todo lo posible para que la reimpresión de la obra se realizara después de la aparición de su Crítica de la razón instrumental, publicado de nuevo en 1967. Incluso cuando el libro se publique en 1969, en la introducción, el propio Horkheimer confirmará sus reservas sobre el contenido al que concede, sobre todo, un carácter “documental” más que filosófico. Adorno, sin embargo, no opuso tantas resistencias a la publicación de esa edición en plena marea contestataria. 

La actitud de ambos autores de la obra, absolutamente contradictoria, se explica desde el momento en el que se reconoce que las evoluciones de ambos y sus posiciones en los años 60, eran diferentes. Horkheimer muestra mayores resistencias porque advierte la dificultad en encajar las tesis contenidas en la obra con la “Teoría Crítica”, mientras que Adorno el contenido de la obra suponía una ampliación y adaptación de esta teoría irrumpiendo en el terreno de la Filosofía de la Historia.

En 1941, Horkheimer, que se había establecido en Nueva York (donde se habían establecido inicialmente los miembros de la Escuela de Frankfurt que habían abandonado Alemania en 1933), se traslada a California. Dice sentirse “abrumado” por los “avances nazis” en Europa y por la “perversión” del estalinismo (criterio del que solamente hace gala desde el momento de la firma del Pacto Germano Soviético de agosto de 1939). Opina que todos estos factores llevan al mundo “hacia la barbarie”. Walter Benjamin, a todos esto, ya se había suicidado unos meses antes. En ese estado de pesimismo elabora su tesis de la historia como catástrofe y el progreso como regresión. Visión compartida por Adorno. Ambos asumen la tesis de Pollock sobre el fascismo como desligado de la esfera económica y, pura y simple, dictadura de la “barbarie”, forma de “estatismo integral” que consideraban como “la forma más consecuente de Estado autoritario”. Ninguno de ellos, en ese momento, dicen ver posibilidades de salida de la “barbarie”. Si no han renunciado al marxismo completamente, son consciente en los EEUU, de que esa etapa queda muy lejos y se refugian en una “filosofía negativa de la historia”, difícil de encajar con la Teoría Crítica.

La inspiración para el conjunto de artículos y ensayos contenidos en Dialéctica de la Ilustración, procedente de la lectura de Max Weber, a través de la interpretación de Lukács que introduce en la interpretación del sociólogo, la dialéctica marxista. La idea de que la modernidad es hija de la ilustración es de Weber, pero le reprochan el que la idea de que la “razón” lo domina todo, pero consideran que, además de la economía, hay otros elementos a tener en cuenta en el proceso histórico. Uno de ellos es que la razón ha terminado aplicándose también a la subjetividad: ven, por ejemplo, en los razonamientos para justificar el antisemitismo una muestra. Es comprensible que les moleste que exista antisemitismo, dado que todos ellos son de origen judío, y, por tanto, no admiten que el razonamiento lógico también puede ser aplicado por sus partidarios, incluso que éstos aporten datos objetivos para poder explicarlo de manera convincente. El antisemitismo, de partida, es “barbarie” y, por tanto, nada puede razonarse con él, salvo que se quiera perpetuar el fascismo.

Tras la aparición de la Dialéctica de la Ilustración, la obra de Horkheimer entró en punto muerto. Como si no hubiera un más allá de la crítica a la ilustración. Cuando se reabrió el Instituto de Investigaciones Sociales en 1950, el tema de la Teoría Crítica ya no volvió a tocarse. Por el contrario, la obra de Adorno se intensificó y alcanzó su punto culminante. La Escuela había llegado a un punto en el que, para Horkheimer la paradoja de la Ilustración, positiva y negativa a la vez, era irresoluble. Da la sensación de que Adorno, en cambio, se tomó la cuestión mucho más a la ligera y no le afectó especialmente, limitándose a proponer “la superación de la enfermedad de la razón a través de la enfermedad misma”, así que derivó su crítica hacia la estética del arte moderno.


Adorno y Horkheimer habían considerado que su colaboración en esta obra supondría una fusión de sus propios pensamientos y temperamentos intelectuales. No consiguieron del todo llegar a un consenso y cada capítulo, parece diferente al otro, en estilo, en intereses y en objetivos, según lo escribiera Horkheimer o Adorno. A esto se une las correcciones que realizaron en cada una de las sucesivas reediciones, que afectaron especialmente al texto original de 1944. 

Es significativo, por ejemplo, que en la primera versión aludieran a la relación entre el capitalismo monopolista, el totalitarismo y el fascismo, pero en las siguientes se modificara y dulcificara extraordinariamente la crítica al liberalismo -radical en la primera versión- y a la democracia burguesa y a sus instituciones. 

El segundo bloque de modificaciones afecta a la jerga marxista propia de la primera edición, que es eliminada en las siguientes y sustituida por terminología sociológica: el “proletario” pasa a ser llamado “obrero”, el “capitalista” dejo de serlo para encontrarnos al “empresario”, la “explotación capitalista” se convierte en “injusticia”, ya no se habla de “dominio de clase”, sino de “dominio” a secas, el término “capitalismo”, “lucha de clases” e “historia de clases”, desaparecen. 

A pesar de lo cual, los dos autores, se obstinaron en decir que “no contiene modificaciones esenciales”. Las distintas versiones de la misma obra sugieren, indubitablemente, un alejamiento creciente del marxismo que los críticos favorables, interpretan como un “alejamiento del estalinismo”.

El libro no es en absoluto unitario. Es más bien una serie de fragmentos, artículos y ensayos, más o menos homogeneizados. En esos momentos, la suya ya no es una interpretación marxista, sino, más bien, “progresista”. Esto resulta también extraordinariamente lógico y comprensible: el marxismo no era la mejor forma para hacerse oír en los EEUU de los años 30 y 40. Declararse marxistas hubiera supuesto ser alejados de la administración, enfrentarse a ella, quedar alejados de los organismos de seguridad nacional y mal vistos por las fundaciones, chocar con los organismos de la comunidad judías, y con las universidades que los apoyaron e integraron. La supervivencia exigía de ellos que relajaran su marxismo y adaptaran un nuevo rumbo, al menos mientras permanecieron en EEUU.

Su ensayo no clarificó mucho las cosas. De hecho, todavía hoy se discute lo que quisieron decir, incluso si los dos autores dijeron lo mismo. La Ilustración quedó malparada, y, lejos de aclararse, los motivos del antisemitismo, este quedó bautizado como "barbarie". El subjetivismo, visceral en algunos momentos de la obra, lo sitúa fuera de la serenidad que debería tener un estudio filosófico. Incluso Jurgen Habermas, el último representante vivo de la Escuela de Frankfurt se vio obligado a escribir:

"¿Cómo pueden los dos ilustrados, que todavía son, subestimar tanto el contenido racional de la modernidad cultural que perciben en todo solo una amalgama de razón y dominación, poder y prestigio?"

Respuesta evidente: es que se trató de un trabajo de encargo. Cumplieron como pudieron. La palabra más repetida en el texto es "barbarie". Cualquier cosa que no encaja con su criterio de racionalidad es calificado como "barbarie". Era, también, el adjetivo más utilizado por la propaganda de guerra norteamericana durante los años 1938-1945. 

LA FANTASMAL PERSONALIDAD AUTORITARIA

Penetrando en el terreno de la “personalidad autoritaria”, la Escuela de Frankfurt y, concretamente, uno de sus representantes, Theodor W. Adorno, se embarcó en un terreno particularmente vidrioso. De hecho, ha sido su tesis más contestada y, con mucho, la que ha suscitado mayores discusiones. El libro La personalidad autoritaria está prologado por Horkheimer que resume la tesis de Adorno; éste cree haber realizado el descubrimiento de “una especie antropológica que llamaremos el tipo de hombre autoritario”, cuya característica principal, a diferencia del “intolerante de viejo cuño, (…) combinar ideas y aptitudes típicas de una sociedad altamente industrial con creencias irracionales o antirracionales”. Este tipo humano sería, a la vez, “ilustrado y supersticioso, orgulloso de su individualismo y constantemente temeroso de parecerse a los demás, celoso de su independencia e inclinado a someterse ciegamente al poder y a la autoridad”…                       

Adorno parece ver claramente un tipo de personalidad que le llama la atención por sus contradicciones. Parte de una base prácticamente nihilista: la autoridad, cualquier forma de autoridad, supone una imposición para quienes no la administran. Deja claro, desde el primer momento que la “autoridad” es una forma de irracionalismo y que, a partir de Descartes y del descubrimiento de la razón, este “dogma insostenible científicamente fue eliminado”. Y, como “argumento de autoridad” cita… a Freud y el que fue seguramente uno de sus descubrimientos más discutibles: “La concienciación de la sociedad mediante la experiencia científicamente adquirida de que los sucesos de la primera infancia son de gran importancia para la felicidad y el potencial laboral del adulto”El punto de partida del libro de Adorno fue un trabajo realizado en 1939 por él mismo en el marco del Instituto de Investigación Social sobre el antisemitismo y completado luego por los doctores R. N. Sanford, Else Frenkel-Brunswik y Daniel Levinson ¡; además, participaron en la redacción final del texto, Betty Aron, Maria Levinson y William Morrow.  No es raro que el proyecto fuera financiado, por el Comité Judío Norteamericano (American Jewish Commitee), dado que tanto la doctora Frenkel-Brunswik, de origen judío-polaco, el psicólogo norteamericano Daniel Levinson, las psicólogas Betty Aron y María Levinson, eran del mismo origen étnico que el propio Adorno). Si destacamos este dato y a quien correspondió la financiación del proyecto, no, una vez más, para tratar de “descubrir” una “conspiración judeo-bolchevique”, sino para establecer el marco en el que se realizó: la campaña antifascista desencadenada desde el 31 de enero de 1933 contra el gobierno del canciller Hitler. En 1944, cuando este estudio estaba ya avanzado, Adorno debía de ser perfectamente consciente de lo que estaba realizando y para qué lo realizaba: aportar un elemento teórico al esfuerzo de la propaganda de guerra antifascista. Y eso, precisamente, es lo que explica la debilidad de todo el planteamiento y el hecho de que, de entre todas las teorías emanadas por la Escuela de Frankfurt, esta fuera la más débil. Así mismo, es interesante destacar que, al llegar al otro lado del océano, los miembros de la Escuela de Frankfurt, todos ellos de origen judío, siguieron colaborando preferentemente con personas de ese mismo origen étnico, lo que resulta extremadamente curioso de su psicología. El trabajo fue conocido como “El estudio de Berkeley”.

Ya en el primer capítulo de la obra, Adorno plantea la hipótesis principal: “las convicciones económicas, políticas y sociales de un individuo, a menudo constituyen una pauta amplia y coherente, como si estuvieran vinculadas por una “mentalidad” o “espíritu” y que esta pauta es la expresión de tendencias profundas de la personalidad”. Pero en el segundo párrafo se introduce el elemento antifascista que, en el fondo, es la motivación de la obra: “La principal preocupación era el individuo potencialmente fascista, cuya estructura es tal que lo hace particularmente susceptible a la propaganda antidemocrática”. En tanto que estudio vinculado a la propaganda de guerra norteamericana, se trataba de prever y también de impedir que, en los EEUU, las “personalidades autoritarias” se identificaran con los ideales del otro bando, los que habían triunfado en el Tercer Reich y, por tanto, restaran potencial combativo antifascista a la sociedad norteamericana. Sólo eso y nada más que eso.

De ahí que Adorno trate a la “personalidad autoritaria” como un “síndrome” que sería la exteriorización de una patología social. Estado en los años 40, en plena Segunda Guerra Mundial. A pesar de los esfuerzos del Comité Judío Norteamericano, la opinión pública de los EEUU solamente se decantó definitivamente del lado de los aliados, después del ataque japonés a Pearl Harbour, nunca antes. El día antes de aquel ataque -que constituyó una sorpresa para la opinión, pero que había sido previsto, estimulado y deseado por la administración USA- el sentir del americano medio era, simplemente, neutralista, abstencionista, consideraba que no tenía nada que ganar, ni que perder en el conflicto que se estaba dando en aquellos momentos en Europa y que tenía como foco principal, el Frente del Este. Buena parte de la opinión pública norteamericana se identificaba con la acción de las tropas alemanas y de sus aliados contra la Rusia soviética.

Dentro de ese marco belicista, Adorno realiza una curiosa toma de posición: a un lado la democracia y a otro el fascismo. En la estructura de poder democrática no percibe rasgos autoritarios, ni mucho menos una patología social (será solamente en la posguerra cuando otros miembros de la Escuela de Frankfurt, Marcuse en concreto, crea ver también rasgos autoritarios y fascistas en la “sociedad norteamericana de capitalismo avanzado”). La patología está “en el otro lado”: en el fascismo. Explica desde la introducción, que los individuos permeables a la propaganda fascista, están aquejados por una patología. ¿Qué es, para él, “fascismo” en ese momento? Muy sencillo: todo aquel que defiende ideas antidemocráticas… Y el punto de partida es el antisemitismo. El antisemita, nunca será demócrata y determinará al fascista. Tal es su tesis.

Como ya hemos dicho antes, parece razonable que los miembros de la Escuela de Frankfurt se interesaran por el antisemitismo, dado el origen étnico de todos ellos. Así mismo, entra dentro de lo comprensible que una investigación financiada por el Comité Judío Norteamericano será sobre todo una “investigación antifascista”. Pero, desde el punto de vista científico, a la hora de responder a la naturaleza del antisemitismo, habría que esperar que se analizaran los temas de propaganda de esa tendencia y sus argumentos. Lo más sorprendente aún es que el antisemitismo sobre el que se centra la Escuela de Frankfurt en este estudio, es el antisemitismo alemán, no se menciona, en absoluto, al antisemitismo polaco, de matriz claramente religiosa, mientras que la variante alemana, desde el siglo XIX era un antisemitismo de carácter social, una temática que entra dentro de la perspectiva propia de la Escuela. Y esta parte es la que Adorno pasa de soslayo; escribe: “Los autores, como la mayoría de los científicos sociales, sostienen la visión de que el antisemitismo se basa más en factores del sujeto y en su situación global que en las características reales de los judíos”.Así pues, el antisemitismo sería una percepción subjetiva de la realidad que escondería factores psicológicos presentes en los individuos y, fundamentalmente -aprovechando las tesis de Otto Rank sobre los “complejos”- sería la forma de sublimar un complejo de culpabilidad. Puesto que todos nos sentimos culpables de algo -dado el rigorismo de la noción cristiana de “pecado”- el antisemita buscaría a alguien que representara el “mal absoluto” y lo encontraría en el “pueblo deicida” que había asesinado a Cristo, el Hijo de Dios.

Pero, si bien es cierto que una interpretación de este tipo puede encajar con el antisemitismo de origen católico, como hemos dicho antes, el antisemitismo que había aparecido en la Alemania unificada por Bismarck y que había ganado en intensidad y amplitud al terminar la Primera Guerra Mundial, era, de otro tipo: casi podríamos tildarlo de “positivista”. Surgía -y es muy fácil comprobarlo, por poco que se lean los textos escritos sobre la materia entre 1917 y 1945- de la percepción objetiva e imposible de negar, de que la etnia judía estaba sobrerrepresentada en la primera hornada del movimiento comunista internacional de 1917-1923. Este dato objetivo es imposible de cuestionar (como también el que los líderes de la revuelta del mayo del 68 francés, eran mayoritariamente del mismo origen o que los miembros de la Escuela de Frankfurt, lo eran igualmente). Algunos interpretarán esta presencia como una “conspiración”, otros lo harán en términos socio-económicos (buena parte de los judíos askenazíes se encontraban en una precaria situación económica y, por tanto, constituyeron los primeros afiliados al movimiento comunista internacional), otros lo harán abordando una perspectiva religiosa (todos los judíos que participaron en los movimientos bolcheviques eran judíos de raza -en realidad, eran de origen kázaro que dio lugar a la etnia azkenazí- pero habían abandonado la sinagoga y, por tanto, renunciado a su tradición; al carecer de tradición, emprendieron una tarea de demolición contra toda tradición y por eso se les encuentra en movimientos “subversivos”). Y, otros, naturalmente, lo interpretarán en términos conspiranoicos (el judaísmo conscientemente conspira para la destrucción de la cristiandad). Bien, pero estas distintas interpretaciones, especialmente las dos primeras, están avaladas por datos objetivos, que el estudio de Adorno pasa completamente de soslayo, dando por sentado que cualquier forma de antisemitismo es una patología social y por tanto se trata de inocular defensas en la sociedadY es aquí cuando el trabajo de investigación se convierte en propaganda de guerra.

Adorno realiza un doble salto mortal a partir del estudio sobre el antisemitismo: “el antisemitismo no es probablemente un fenómeno específico o aislado, sino que parte de un marco ideológico más extenso, y que la susceptibilidad que un individuo muestra hacia esta ideología depende fundamentalmente de sus necesidades psicológicas”. En apenas tres páginas, Adorno ha desterrado un análisis “objetivo” del antisemitismo y de sus causas, para penetrar en el resbaladizo terreno de la “subjetividad” freudiana, dando por supuesto que todo antisemita destila una personalidad autoritaria, antidemocrática y, por tanto, fascista. Ciertamente, más delante dirá: “Indudablemente se dan casos de hostilidad contra un grupo basada en una frustración real, provocada por los miembros de ese grupo”, es significativo que alude a “grupo” y no al grupo específico al que él mismo pertenece.

¿Cómo aparece la “personalidad autoritaria”? Adorno establece que es propia de personas que poseen un superego estricto que se superpone y condiciona un ego débil e incapaz de racionalizar sus impulsos. El individuo, desbordado y superado por estos condicionamientos, se siente inseguro y, en su búsqueda de asideros que le devuelvan a una sensación de estabilidad, acepta ceñirse a las normas y a los convencionalismos que existen en ese momento en su entorno social, entre las cuales figura el sometimiento a la autoridad. Así mismo, desarrolla mecanismos de defensa contra grupos sociales que considera “inferiores” y a los que tiende a responsabilidad de sus propios males, proyectando sobre ellos sus frustraciones y manifestando actitudes intolerantes hacia ellos.

La personalidad autoritaria se forma en los primeros años de vida. El niño, vive la autoridad en el marco familiar y luego en la escuela. Sufrirá, por ello, una “explotación autoritaria”: el más débil, el niño, será el dominado, el más fuerte, el padre, será el dominador. En la escuela se reproducirá este esquema: el niño será el convidado de piedra, mientras que el maestro, dotado de la “autoridad científica” le impondrá sus criterios culturales. Y, otro tanto ocurrirá en la Iglesia en donde se le repetirá hasta la saciedad, que un “ser superior” determina nuestro destino, nos premia o nos castiga según nuestros actos y, por tanto, debemos mostrarle “temor”En todos estos escalones, el niño tiende a reprimir algunas de sus pulsiones y especialmente la agresividad, el odio y el resentimiento que experimentará hacia la autoridad que, literalmente, le “castra”, mientras que exteriormente, su yo consciente mostrará respeto hacia la autoridad, referencia y reconocimiento. Tal es la teoría…

Es cierto que, a fuerza de repetir estos conceptos, hoy se han integrado en el orden de ideas de la “corrección política” occidental. Pero ahí están las respuestas que no han sido contestadas, ni siquiera planteadas porque el trabajo de Adorno, que formaba parte de la “propaganda de guerra”, no podía ni siquiera pensar en formular de otra manera. No es que el Consejo Judío Norteamericana le hubiera encargado un trabajo sobre el “antisemitismo”, sino que le ha encargado un trabajo “contra el fascismo”. Y Adorno, obviamente, estaba predispuesto a realizarlo. Harina de otro costal es que la honestidad científica, no le hubiera inducido, cuando todo esto había quedado atrás, a reconocerlo públicamente y a rectificarlo. El Adorno que ha llegado a EEUU ha sido contratado para defender el “american way of life”. Y lo hace: “…los autores creemos que toca a la gente decidir si este país será fascista o no. Esperamos que el conocimiento de la naturaleza y extensión del potencial antidemocrático sirva para orientar planes para la acción democrática”…

Adorno y su equipo están en los EEUU, el marxismo allí interesaba poco o, en cualquier caso, podía hacer recaer la sospecha de “bolchevismo”. El suyo, no es, por tanto, un análisis marxista, ni siquiera que pudiera derivar del “marxismo occidental”. Escribe, para quedar libre de la sospecha: “se consideró que los motivos económicos del individuo pueden no tener el rol dominante y decisivo que a menudo se le atribuye”. Es normal: resulta innegable -contrariamente a lo que sostiene la ortodoxia marxista- que todos los individuos de un mismo estatus socio-económico no tienen intereses ni planteamientos comunes. Adorno aprovecha este punto débil del marxismo, para justificar el por qué, miembros de la misma clase social pueden ser favorables al antisemitismo y, por tanto, a las pulsiones autoritarias y otros, en cambio, permanecerán inmunes: se debe a su conformación psicológica y aquí cede el testigo a las clasificaciones de Freud y a la irracionalidad latente en el ser humano.

Después de explicar cómo se elaboró el estudio -mediante algo más de dos mil encuestas y entrevistas- expone las conclusiones: “El resultado más importante del presente estudio es la demostración de que existe una estrecha correspondencia entre el tipo de enfoque y perspectiva que un sujeto adopta en una gran variedad de temas, desde los aspectos más íntimos de la vida familiar y sexual, pasando por las relaciones contra personas en general, hasta la religión y la filosofía social y política”. Según Adorno, la familia es un marco privilegiado en el que se manifiesta esta patología: “una relación padre-hijo, de carácter fundamentalmente jerárquico, autoritario y explotador, puede derivar en una actitud de dependencia, explotación y deseo de dominio respecto a la pareja o a Dios, y puede culminar en una filosofía política y una perspectiva social que sólo dé cabida a un desesperado aferramiento a lo que parece fuerte y un desdeñoso rechazo de todo lo relegado a posiciones inferiores”.


Adorno excluye por completo que una persona amante de la autoridad, sea, al mismo tiempo, tolerante y racional. Es más, entiende a la “autoridad”, como un mito salido de los bajos fondos irracionales de la psicología profunda. Y, ni siquiera el hecho de que si la autoridad hubiera sido algo disfuncional, la propia evolución de la especie y la práctica social, la hubiera desterrado, ni tampoco se planea que una sociedad es imposible que funcione sin que exista un principio de autoridad: la autoridad es el enemigo porque genera personalidades autoritarias en las que la parte irracional derivada del subconsciente -¿existe el subconsciente? ¿se ha demostrado científicamente?, o simplemente es un mito freudiano necesario para sostener todo el andamiaje constituido posteriormente por el creador del psicoanálisis- y los marcos en los que el principio de autoridad y la relación jerárquica entre los miembros (que luego apenas unos años después de escrito este libro quedará demostrado por la etología que forma parte de cualquier especie biológica superior) quedan más afirmados, la familia, la pareja y su sexualidad, la escuela y la religión, deben ser combatidos como focos que manufacturas personalidades fascistas. Tales son los enemigos y las estructuras sociales en las que habrá que aplicar medidas de “ingeniería social” para evitar que los sarpullidos autoritarios puedan reaparecer periódicamente y, con ellos, los estallidos de antisemitismo.

Adorno, como “científico social”, sabe que las generalizaciones que le piden los “clientes” que han encargado el estudio (la Convención Judía Norteamericana) son imposibles. Por tanto, utiliza un artificio que salvar su prestigio académico: crea dos subtipos de la mentalidad autoritaria, el “convencional” y el “psicópata”. El “convencional” es susceptible de reeducación, el “psicópata” es un enfermo mental y, como tal hay que tratarlo, aislarlo y anestesiarlo. El problema es que el concepto de “psicópata”, en psicología no puede aplicarse a una “personalidad autoritaria”: ninguno de los rasgos del psicópata diagnosticado (falta absoluta de empatía con los demás, egocentrismo desmesurado, búsqueda de la satisfacción personal a cualquier precio, encanto superficial, capacidad para la manipulación) se adaptan al modelo de personalidad autoritaria. La utilización, por tanto, del término “psicópata”, es abusiva, científicamente falsa, pero interesada por la finalidad descalificadora del estudio. Si el irreductible es “psicópata”, cabría pensar que la obra subdivisión, el “autoritario convencional” es algo parecido al “psicópata integrado”, que no manifiesta las consecuencias extremas de su afección mental.

En la última parte de su introducción al estudio, Adorno se pregunta sobre los remedios a esta patología social. Lo que dice tiene un elemento aterrador: “debemos considerar en primer lugar, las técnicas psicológicas de modificación de la personalidad”.  Tenemos, por tanto, una “enfermedad” de existencia discutible -el gusto por la autoridad-, por tanto, hay que aplicar una terapia que, en la práctica es, en términos marxistas, una forma de “alienación”: el sujeto deja de pensar por sí mismo, deja de ser quién es, y un “terapeuta” remodela su personalidad para que no manifiesta ninguna pulsión autoritaria. En efecto, lo que Adorno está proponiendo a mediados de los años 40, es la aplicación de técnicas de control mental.

Pero es consciente de que sólo con eso no bastará por tanto para borrar de la faz de la tierra la “personalidad autoritaria”, por tanto, propone otras medidas. Dice: “La tarea es similar a la de eliminar la neurosis, la delincuencia o el nacionalismo. Todos son producto de la organización global de la sociedad y sólo pueden modificarse con el cambio de sociedad”. La última frase de la introducción es antológica del maniqueísmo en el que se mueve el estudio: “Si el miedo y la destrucción son las principales fuerzas emocionales del fascismo, erospertenece principalmente a la democracia”.

El proyecto de Berkeley se realizó en los años 40, cuando todavía tronaban en Europa los cañones y se publicó en su versión definitiva en 1950. Le llovieron críticas, unas a nivel metodológico y otras al depender exclusivamente de la interpretación psicoanalítica de la personalidad. Quizás la crítica más repetida es que el estudio parece solamente aludir a las pulsiones autoritarias “de derechas”, y más bien, a las “fascistas”, pero no apunta nada sobre el autoritarismo en las sociedades democráticas, por no hablar del estalinismo. En realidadd, como ya hemos apuntado, el estudio está lastrado por la petición que realizó el financiador del proyecto: no quería un estudio sobre la “personalidad autoritaria” sino que los fondos fluyeron para abrir un nuevo frente contra el fascismo que contribuyera al esfuerzo de guerra aliado y, posteriormente, en la postguerra, a lograr un descrédito sobre la ideología fascista que garantizase que nunca más volvería a renacer.


Adorno, recibió un encargo y lo realizó como pudo. Cojeaba por todas partes y es, sin duda, uno de los trabajos más fatuos y superficiales de entre los textos “frankfurtianos”. Suele ocurrir cuando a un trabajo que debería ser “científico”, el cliente que lo ha encargado le impone un sesgo político.

Las más de dos mil encuestas y entrevistas sirvieron para poco. Lo más lógico hubiera sido realizar una encuesta sobre la autoridad y unirla a un estudio histórico sobre la aparición del principio de autoridad. Lo sorprendente es que, a partir de ese estudio, a pesar de que su metodología fuera inadecuada, sus fuentes dudosas y sus apriorismos justificados mediante las piruetas intelectuales anticientíficas freudianas, hoy se sigue valorando. Y, de hecho, hoy es el trabajo de la Escuela de Frankfurt más actual que nunca.

Existe una recuperación de este temática “frankfurtiana” en los aspectos más problemáticos de la modernidad. Las tesis de Adorno sobre la personalidad autoritaria, a pesar de ser desconsideradas desde el punto de vista científico y erróneas a todas luces, son las que hoy se han impuesto en los ambientes “políticamente correctos”. De hecho, las estructuras sociales que en estos momentos están recibiendo continuamente las cargas de profundad que hacen problemática su subsistencia en el futuro, son precisamente las que Adorno señalaba como culpables de modelar las personalidades autoritarias: familia, escuela, religión y sexualidad. Todo en nombre de la “igualdad”: el padre de familia, no es nada más que el que trae dinero al hogar y garantiza que sus hijos tengan acceso a todos los servicios “gratuitos y obligatorios” que habilita el Estado para su educación. No es una autoridad superior encargada de educar a los hijos, es simplemente, el mantenedor de la familia, como la madre ya no es el elemento emotivo que arropará con su cariño el crecimiento de sus hijos, sino una especie de marido-bis, cuya función será también aportar fondos para el consumo familiar. En cuanto a la escuela, el maestro, desposeído de toda autoridad, incluso de la “autoridad científica”, ha sido desprovisto de otra función más que la de “enseñar a aprender”. Los contenidos de los programas de estudio pueden ser cuestionados por cualquier alumno y el profesor no tendrá ni autoridad ni derecho para reivindicar una racionalidad científica, ni mucho menos para imponer un “argumento de autoridad”. Existe libertad para afirmar que 2 + 2 = 5. Será, con posterioridad, a esta afirmación, cuando el alumno compruebe directamente y por sí mismo, que ese criterio no le sirve para realizar ningún otro tipo de operaciones matemáticas, “comprendiendo” por sí mismo y, no por una imposición autoritaria del maestro, el cálculo exacto de la suma. Se atacará a la religión alegando la mala práctica de algunos de sus elementos, olvidándose del hecho de que la inmensa mayoría de abusos deshonestos no se dan en colegios religiosos, sino en centros cívicos, gimnasios, colegios laicos, campamentos juveniles, asociaciones juveniles, etc. Pero solamente, el dedo acusador se ha centrado en los casos de abusos de menores cometidos por el clero. Y en cuanto al eros al que aludía Adorno en el párrafo final que hemos citado, la deconstrucción de las identidades sexuales, es hoy una exigencia casi ineludible. Considerar que el ADN determina quién es hombre y quién es mujer, supone un criterio autoritario en la medida en que se acepta que la biología y la genética se impongan a la libre determinación sobre el sexo que uno quiere poseer, pues, no en vano, se considera que el “sexo es una construcción social” y, por tanto, no existe. También se ha afirmado que las “razas humanas” no existen, y que solamente existe una “raza humana” (en realidad, lo que existe es una “especie humana” subdividida en razas y, aunque la posición ha sido defendida por antropólogos progresistas, lo cierto es que se trata de una mera especulación privada de cualquier base científica). El principio de la “igualdad” es el que lo determina todo: igualdad es lo contrario de autoridad. Autoridad implica jerarquía, es decir, verticalidad; igualdad, en cambio, es un concepto “horizontal”. Basta asomarse al mundo real para comprobar que allí donde existe un grupo humano, allí existe autoridad, jerarquía, diferenciación, desigualdad, identidades naturales…

Adorno, siempre por encargo, realizó un análisis anti-científico sobre la “personalidad autoritaria” en la que relacionó antisemitismo, fascismo, autoridad, explotación, confundiendo torticeramente los términos: no se planteó nunca por qué existió antisemitismo en la modernidad, tampoco porqué en los años 30 la población experimentó la necesidad de un “nuevo orden” que previniese y cortada la posibilidad de nuevas crisis económicas demoledoras, o porqué el fascismo se organizó en milicias… contra las milicias bolcheviques que intentaron insurrecciones en el periodo 1918-1922. Confundió autoridad con autoritarismo, explotación con autoridad (que, en realidad, equivale a “complementareidad”).

Sin embargo, su estudio ha sido aprovechado por la “corrección política” para atacar lo que han sido fundamentos, no solamente de la civilización occidental, sino de cualquier forma de organización social: familia, religión, identidad sexual, Estado. Quienes promueven este trabajo de demolición, por supuesto, nunca les ha interesado lo más mínimo, la Escuela de Frankfurt, ni sus trabajos: simplemente, han entendido que si se trata de controlar a las sociedades, hay que privarlas de jerarquías, de autoridad, de principios absolutos, cosificar al ser humano, amputarle de cualquier régimen de identidad y convertirlo en “igual”, exactamente “igual” a otros. En filosofía se dice que, cuando algo es exactamente igual a otro elemento, igual en todas sus partes constitutivas, en todas sus capacidades y en todas sus cualidades, no estamos ante otro ente, sino ante el mismo. Solamente los granos de arena de una duna son exactamente iguales unos a otros. Carecen de personalidad, no puede haber principio cualitativo alguno que los diferencie. Los gestores de la modernidad han rescatado la tesis de Adorno y del Estudio de Berkeley y lo están aplicando sistemáticamente: y no por que quieran borrar todo principio de autoridad, sino porque aspiran a que éste desaparezca de la vida social convencional, para ellos poder erigirse como única autoridad, situada en las alturas inaccesibles a las que el ser humano común y corriente, como usted y como yo, jamás tendremos acceso. De esa autoridad única derivan todos los dogmas de los que vive nuestro momento histórico y que están magistralmente resumidos en los principios de la Agenda 2030.

El principio de autoridad es uno de esos valores absolutos que toda sociedad debe tener en cuenta si quiere existir en el tiempo y ser viable en su práctica cotidiana. Llama la atención que, incluso los sectores más anti-autoritarios terminen siendo los más rígidos y asuman las peores prácticas autoritarias: el dogmatismo, el reproche continuado a las actitudes de unos o de otros consideradas como “autoritarias”, el permanente estado de alerta para evitar caer uno mismo en pulsiones autoritarias… Cualquier tipo de vida social implica jerarquización, división de funciones, niveles de responsabilidad, existencia de centro de imputación y centrales motrices de las distintas actividades sociales. Negar la autoridad, equivale a negar, simplemente, la posibilidad de las sociedades.

Hemos hablado, sobre todo de Adorno, pero, como hemos apuntado, la “personalidad autoritaria” debe mucho más a Fromm. Éste, definió la “personalidad autoritaria” así: “Vemos una clara diferencia entre el individuo que quiere gobernar, controlar o restringir a otros y el individuo que tiende a someterse, obedecer o ser humillado”. Sostiene que la personalidad del líder y la de sus seguidores es exactamente la misma. No es nada nuevo, Hegel ya lo había apuntado en su dialéctica del amo y del esclavo. Uno precisa del otro y viceversa, ambos, en cualquier caso, tienen la misma psicología, solo que un es activo en su dominio y el otro pasivo en su sumisión. Fromm dice que lo que les une, finalmente, es la incapacidad para confiar en uno mismo y soportar la libertad.

Sostiene que las “personalidades maduras” no precisan aferrarse a los demás, ni a dominarlos ni a ser dominados, porque entienden el mundo que les rodean. Pone el ejemplo de los niños: en el útero materno, forman uno con la madre y después de nacer, siguen están unidos a la madre durante muchos años. Sólo cuando crecen pueden independizarse del universo de la madre. Entonces hacen uso de dos cualidades del alma: el amor y la razón. El amor es lo que le conectará con el mundo. La razón le hará entender ese mismo mundo. Gracias a la razón comprenderá lo que hay más allá de las cosas y porqué el mundo es como es.

Este es el modelo ideal para Fromm. Donde coincide con Adorno es en la consideración de que el carácter autoritario no ha alcanzado la madurez: “no puede amar ni hacer uso de la razón”. Experimenta sensaciones de soledad y miedo. El personaje autoritario necesita otra persona para fusionarse porque no puede soportar su propia soledad y miedo. Imponer su autoridad a otros es lo que dará seguridad y compañía. Vincula estos dos polos, el gobernante y el gobernado a dos parafilias: el sádico y el masoquista. El sádico domina, el masoquista se siente importante sabiéndose dominado y generando el interés del otro. Otra vez, la dialéctica del año y del esclavo, a la que Fromm regresa una y otra vez. De esta relación sado-masoquista emana la paradoja de “la forma pasiva del carácter autoritario es: el individuo se menosprecia a sí mismo para que pueda, como parte de algo más grande, convertirse en grande”. Recibe órdenes de buen grado para no tener que tomar decisiones y asumir responsabilidades, para superar su sentimiento de inferioridad y su impotencia. Por eso busca un líder al que seguir, cuando mayor sea su poder, se sentirá más satisfecho y compensará mejor su propia importancia. Esta personalidad autoritaria masoquista “teme la libertad y (…) es la persona en la que descansan los sistemas autoritarios, el nazismo y el estalinismo”.

¿Y el carácter autoritario dominante y sádico? De él dice Fromm que “parece seguro de sí mismo y poderoso, pero está tan asustado y solo como el personaje masoquista. Mientras que el masoquista se siente fuerte porque es una pequeña parte de algo más grande, el sádico se siente fuerte porque ha incorporado a otros, si es posible a muchos otros”. No se trata de que el sádico imponga castigos y sufrimientos al sumiso, sino convertirlo en un servidor, controlarlo, cosificarlo, “no hay mayor poder -escribe Fromm- sobre una persona que hacerla sufrir, obligarla a soportar dolores sin resistencia”.

Frecuentemente, ambas personalidades están entremezcladas: algunos tiranos en el marco familiar son empleados sumisos en el trabajo. Ve el límite extremo en Hitler “impulsado por el deseo de gobernar a todos, a la nación alemana y finalmente al mundo, a convertirlos en objetos impotentes de su voluntad. Y aun así, este mismo hombre era extremadamente dependiente; depende del aplauso de las masas, de la aprobación de sus asesores y de lo que llamó el poder superior de la naturaleza, la historia y el destino (…) En él, encontramos esta mezcla característica de tendencias sádicas y masoquistas de una personalidad autoritaria”, palabras que, en sí misma, demuestran que Fromm también estaba influido por la propaganda de guerra y repetía los conceptos que aparecían en ella desde 1933 en los EEUU.

El complejo patológico que identifica Fromm tiene dos polos, el reconocimiento de la autoridad como masoquismo y la práctica de la autoridad como sadismo. Fromm se planteó lo que Adorno no estuvo en condiciones de contestar: ¿toda autoridad es negativa y castradora? Respuesta de Fromm, no si la autoridad se ejerce de manera racional: “La autoridad racional es el reconocimiento de la autoridad basada en la evaluación crítica de las competencias”. La autoridad irracional “se basa en la sumisión emocional de mi persona a otra persona: creo que él tiene razón, no porque sea, objetivamente hablando, competente ni porque reconozca racionalmente su competencia”. Opina que las dictaduras están basadas en la autoridad irracional y las democracias en la racional. ¿Su solución? Que todos nosotros seamos nuestra “propia autoridad”. Para poder ejercerla hará falta que seamos lo suficientemente maduros y lo seremos cuando entendamos que el mundo está hecho de razón y de amor, “características es la base de la propia autoridad y, por lo tanto, la base de la democracia política”, sentencia Fromm. No puede extrañar que su período de gloria coincidiera con la eclosión del movimiento hippy y que aún hoy su figura sea sobre todo defendida por los últimos mohicanos de la “new age”.

Desprovista de las ambiciones científicas de Adorno, Fromm habla siempre un lenguaje más llano, más próximo, más comprensible, repleto de ejemplos cotidianos. Ambas versiones de la “personalidad autoritaria” son, en cualquier caso, complementarias y nos sitúan en lo que queda de la Escuela de Frankfurt. 

 LA TEORIA CRITICA

En 1968 se publicó en alemán un conjunto de ensayos escritos por Max Horkheimer entre 1932 y 1941, publicados en la Revista de Investigación Social, que él mismo dirigía. Era una obra voluminosa, en dos volúmenes, con un total de casi 800 páginas. La editorial española Barral, publicó en 1973, cuatro ensayos, extraídos del segundo volumen, utilizando el mismo título de Teoria Crítica de la edición completa original. En un ejercicio reiterado de antifascismo, la obra estaba dedicada “A la memoria de Lisel Paxmann y de otros estudiantes de todos los países que perdieron su vida en la lucha contra el terror”. Uno de estos ensayos es Teoría tradicional y teoría crítica, expuesta en cincuenta páginas, con fecha de edición 1937, aunque por el vocabulario empleado, se nota que el texto ha sido objeto de correcciones.

El autor recuerda en la introducción que es una “teoría”: “equivale a un conjunto de proposiciones acerca de un campo de objetos y esas proposiciones están de tal modo relacionadas unas con otras, que de algunas de ellas pueden deducirse las restantes”. Una teoría es siempre una hipótesis que es preciso contrastar con la realidad: si se producen desfases entre lo que propone la teoría, por un lado, y la realidad, por otro, será necesario ir corrigiendo la teoría. En esa primera parte del articulo expone lo que es la “teoría tradicional”. Menciona a Descartes y su consejo de “conducir ordenadamente mis pensamientos, comenzar por los objetos más simples y más fáciles de conocer, y poco a poco, gradualmente, ascender hasta el conocimiento de los más complejos”. La exposición termina con Husserl, que entiende por teoría “el sistema cerrado de proposiciones de una ciencia”. La exigencia de todo sistema teórico es que no existen contradicciones entre sus partes y que todo forme un conjunto ordenado, perfectamente concatenado y armónico. La “teoría tradicional” opera, pues, a partir de presupuestos jerárquico-metafísicos.

Cuestionan la teoría tradicional en tanto que consideran que su pretensión de “neutralidad” es infundada. El investigador social, situado en el interior de la sociedad, tratando de interpretarla, no advierte que sus resultados estarán condicionados por su psicología profunda y por su pertenencia a algún estamento de la propia sociedad a la que estudia. La “teoría tradicional”, por tanto, encubre y oculta, “intereses ideológicos” que tienden a perpetuar los intereses de las clases dominantes en lugar de buscar una “praxis liberadora”

No es raro que los miembros de la Escuela de Frankfurt comenzaran su elaboración de la teoría crítica a partir de 1932. Hasta ese momento, habían sido “marxistas occidentales”, es cierto que percibían que el potencial revolucionario del proletariado no era el esperado, incluso que las realizaciones de la Unión Soviética no coincidían exactamente con el camino que llevaba de la “dictadura del proletariado” a la sociedad sin clases, justa y equitativa para todos. Pero el trauma que sufrieron con la irrupción del fascismo y con los triunfos electorales del NSDAP entre 1930 y 1932, fueron suficientes como para demostrarles que la “teoría marxista” tenía defectos, fallos, contradicciones y que, en el mejor de los casos, como se dice en ciencia, valía más una “mala teoría” que no tener teoría. Creyeron en la posibilidad de elaborar ellos mismos una teoría que superara a la tradicional (en la que englobaban a la marxista). Desde entonces, se les ha conocido como “neo-marxistas”, si bien es cierto que, tras su etapa norteamericana, Adorno y Horkheimer, en concreto, lo que quedó de marxismo en ellos, apenas eran “rastros”, si bien, ellos mismos, en los años 30, consideraron que se trataba de una actualización de la teoría marxista.

Cuando los miembros de la Escuela de Frankfurt iniciaron la elaboración de su teoría crítica, contemplaban solamente el llegar allí donde Marx había demostrado ser más impreciso y estar más separado de la evolución real de los acontecimientos, en el estudio de las “sociedades industriales avanzadas” que el autor del Manifiesto Comunista nunca había llegado a conocer. Así pues, el punto de partida es “marxista” Y “revisionista” (se acepta revisar, completar, rectificar y corregir el legado de Marx). Pero, tras su establecimiento en los EEUU, este objetivo se fue diluyendo poco a poco. Los “frankfurtianos” siguieron siendo considerados “marxistas”, más bien por sus escritos anteriores a 1937 que por lo que desarrollaron con posterioridad. Incluso sus áreas de interés variaron. Adorno y Horkheimer se interesaron por la influencia de los medios de comunicación y Marcuse terminó completando el estudio y hasta su muerte siguió considerándose “freudo-marxista”, a diferencia de sus compañeros que, a partir de los años 40 fueron desenganchándose del marxismo.

En realidad, la teoría crítica supuso el aprovechamiento de elementos procedentes de tres fuentes: Marx, por supuesto, en quienes habían visto a alguien que no se contentaba solamente con elaborar teorías, sino que también quería llevarlas a la práctica; esa era el objetivo que se había forjado al iniciar el análisis sobre el capitalismo. Luego estaba Freud, cuya teoría del inconsciente les permitía “objetivar” un factor que hasta ese momento se había considerado absolutamente subjetivo en las transformaciones sociales y en el curso de la formación de los fenómenos históricos. Y, finalmente, estaba Hegel y su dialéctica que consideraron como la herramienta más adecuada para la comprensión de los procesos históricos y sociales.

Con la “teoría crítica” se propusieron formular una separación entre el sujeto que contempla y la verdad contemplada. Lo que importa es un conocimiento en el que la experiencia, propia de una época, tiene una parte importante en su construcción, como cualquier tendencia propia de esa misma época que tenga algún tipo de repercusión social. La conclusión es que cualquier ciencia del conocimiento se construye en función de los procesos cambiantes de la vida social. Lo que ayer pudo ser irrelevante, hoy pasa a primer plano y, mañana, con seguridad, será relevado por otro elemento. Henos aquí en pleno relativismo, en función del cual puede explicarse y justificarse cualquier pirueta intelectual. Cada momento histórico implica un conocimiento teórico-cognitivo directo al que se dará en otros.

De ahí el rechazo que los intelectuales de la Escuela de Frankfurt experimentan hacia los sistemas teórico-ideológicos cerrados, incluida una interpretación ortodoxa del marxismo. Y esto también es lo que les hace experimentar un interés profundo por la historia de las ideas y de los movimientos sociales, en tanto que expresiones concretas de una época. No recurren tanto a Marx como a la dialéctica hegeliana, si bien recuperan el materialismo marxista para realizar el análisis.

Esta teoría se plantea como una antítesis de la “teoría tradicional” en la que sujeto que realiza el análisis y objeto que se analiza, está integrados. La “teoría crítica” establece distancias entre uno y otro. El investigador debe permanecer distante, alejado e independiente del contexto que analiza, incluso cuando se trate de la sociedad de su tiempo en la que vive. Eso, piensan, hará más objetiva la investigación. Es fácil deducir cómo han llegado a esta conclusión: a fin de cuentas, ellos son judíos que experimentan la sensación de no formar parte de la sociedad alemana de su tiempo, que se ven rechazados por ella y, además, miembros de clases privilegiadas, con lo que les resulta absolutamente imposible experimentar lo que siente un obrero en sus carnes o un burgués de clase media en riesgo de proletarización. Han hecho de su enfermedad un remedio: han convertido su incapacidad para estudiar los problemas sociales de Alemania, sosteniendo que la situación que ellos mismos experimentaban en relación a la sociedad de su tiempo, era la que les ponía en mejor situación para poder analizarla.

Horkheimer consideraba que la teoría crítica debía de cumplir tres criterios: debía ser, inicialmente, explicativa de la realidad social y de las relaciones de poder en cada momento; debía de no limitarse a ser solamente teoría, sino que debía tener un aspecto práctico, reconocer a los agentes y las fuerzas motrices de los cambios sociales e identificar su potencial para transformar la sociedad. Y, finalmente, debía dejar claro de qué manera podemos formar una perspectiva crítica y delimitar los objetivos. Esto último fue lo que cambió: inicialmente, se trató de la transformación del sistema capitalista en una democracia real, esto es, socialista, pero luego, este contenido se atenuó y terminó siendo, apenas, un estudio de los cambios para que pudieran perpetuarse e imponer conceptos “progresistas”.


Alegan que la “teoría crítica” tiene un potencial transformador de la sociedad: al tratar de estudiar “objetivamente” al ser humano, buscan un mayor grado de “humanización”. Siguen a Hegel cuando distingue entre “entendimiento” y “razón”. Tienen al primero como la facultad de la mente que permite entender, asimilar, razonar y tomar decisiones, formarse una idea concreta de la realidad; mientras que la “razón” es el mecanismo a través del cual podemos realizar un ejercicio de lógica en el pensamiento. La razón es lo que nos permite pensar; el entendimiento es lo que nos habilita para juzgar y conocer. Utilizando ambos factores, la “teoría crítica” se propone, no solamente explicar los distintos momentos históricos de la sociedad, sino también, convertirse en lo que el marxismo ya había querido ser y solamente lo había logrado en parte: convertirse en una fuerza transformadora de la sociedad.

Pronto llegaron a la conclusión de que, para realizar esos ambiciosos objetivos, precisaban superar las estructuras de cada una de las ciencias sociales y generar estudios interdisciplinarios, para llegar a respuestas integrales. Sostenían que uno de los rasgos de la teoría tradicional era la especialización y que esto cortaba cualquier posibilidad de transformación de la sociedad. A ellos, a los miembros de la Escuela de Frankfurt, cuando elaboraron la teoría crítica, lo que les interesaba era, en primer lugar, la comprensión de los fenómenos sociales, la identificación de los factores presentes en los procesos de dominación y, sobre todo, utilizar todo este conocimiento para promover la transformación social. Se trataba, por tanto, de que la producción de conocimiento científico tuviera un sentido ético y político, mientras que en la teoría tradicional era solamente un conocimiento instrumental.

En la primera fase de desarrollo de esta teoría, en los años 30, Horkheimer y sus compañeros aspiraban a reformar el marxismo, recurriendo al “primer Marx” anterior a 1848. Al análisis socio-económico, superponen en análisis psicológico, situando su interés en el papel del subconsciente en las transformaciones sociales. Será a partir de estas ideas básicas que desarrollarán las temáticas propias que han caracterizado a la Escuela de Frankfurt:

- La teoría de la comunicación que concentrarán en Crítica de la razón instrumental y que proseguirá la siguiente generación de la Escuela con Habermas como último representante.

- La teoría sobre el origen de la modernidad y sus límites, que realizarán a partir de Dialéctica de la Ilustración.

- La teoría sobre la “industria cultural”, desarrollada por Adorno y Marcuse.

- La teoría sobre la “personalidad autoritaria” que llevará directamente al “gran rechazo” de Marcuse.

 DE LA "RAZÓN INSTRUMENTAL" A LA "RAZÓN CRÍTICA" PARA LLEGAR AL RELATIVISMO

Max Weber había aludido a tres tipos de racionalidad: la estética, la moral y la científica. Horkheimer, partiendo de esta base, piensa que la transformación revolucionaria” tiene que tener a su lado, sobre todo a la “razón científica”. Solamente así existirá más apertura mental y, por ello, más avances científicos que acelerarán -al menos es lo que espera- más cambios sociales y más “progreso”. Claro está que Horkheimer pensaba esto cuando todavía tenía la convicción de haberse adherido a una “doctrina científica”, el marxismo. Como todo esto dista mucho de ser evidente -también es posible que la razón científica, en sí misma, divorciada de la razón estética y de la razón moral, genere “ciencia sin consciencia” y, más que “progreso”, de lugar a situaciones de quiebra social y de restricciones de las libertades- vamos a extendernos un poco en las definiciones necesarias para entender esta parte de la Teoría Crítica de la Escuela de Frankfurt.

Se entiende por “razón”, la capacidad de pensar, elaborar conceptos, unirlos unos con otros, hasta llegar a conclusiones “razonables”. Horkheimer la define así en el prefacio de la segunda edición alemana: “El hecho de percibir -y de aceptar dentro de sí- ideas eternas que sirvieran al hombre como metas, era llamado, desde hacía mucho tiempo, razón. Hot, sin embargo, se considera que la tarea, e incluso la verdadera esencia de la razón, consiste en hallar medios para lograr los objetivos propuestos en cada caso”. Todo ello, a través del discurrir mental. La “razón instrumental”, por tanto, será la posibilidad que tiene el ser humano de utilizar la razón para adaptarse al mundo en el que vive y satisfacer sus necesidades. Es, por tanto, una forma de pensamiento que está vinculado a la “acción” y que toma en consideración objetos e ideas que utilizará como medios para alcanzar los fines que se propone. La “razón instrumental”, por tanto, puede ser asimilada a una forma de pragmatismoLo que importa, sobre todo, el llegar a lo que se pretende, el fin, sin importar los medios que se utilicen para ello. Horkheimer sostendrá que “Los objetivos que, una vez alcanzados, no se convierten ellos mismos en medios son considerados como supersticiones”. Y es en ese terreno en el que sitúa a la religión, a pesar de que cita la idea de Hobbes de que los principios morales emanados de la religión son “socialmente útiles, destinados a fomentar una vida en lo posible libre de tensiones, un trato pacífico entre iguales y el respeto del orden existente”.

Otra definición de “razón instrumental” estaría próxima a la idea de “utilidad”. El valor de cada cosa, para nosotros, está relacionado con aquello para lo que sirve. Una música puede servir para relajarse después de una jornada agotadora, una tijera será el instrumento adecuado para cortar un papel. Alguien que pensara en relajarse mediante una tijera o que esperase cortar papel con una música, podríamos decir que es un ser “irracional” o alienado, en la medida en que no logra encontrar la utilidad que corresponde a cada objeto.

Sostiene Horkheimer que, la razón, en tanto que “razonable” niega, a sí misma, su carácter absoluto. Para él, “razonable” es equivalente a “relativo”. Por eso se produce la paradoja de que “los avances en el ámbito de los medios técnicos se ven acompañados de un proceso de deshumanización. El progreso amenaza con destruir el objetivo que estaba llamado a realizar: la idea del hombre”.

En 1947, apareció Crítica de la Razón Instrumental, que reúne una serie de escritos publicados por el autor a lo largo de la década de los 40. En su primera edición apareció con el título de El eclipse de la razón que fue perjudicial para su recepción, parecía sugerir que se criticaba a la razón. En realidad, no lo es, pero Horkheimer optó por un título más “comercial” desde el punto de vista de los profesionales de la filosofía. Horkheimer no ataca a la razón y no se sitúa del lado de lo irracional, sino todo lo contrario, lo que pretende formular es una autocrítica a la razón, desterrar la razón de cualquier forma de autoritarismo que, nos dice, termina pervirtiéndola. Viajando al origen kantiano del término razón, lo que pretende es criticar la razón mutilada y reducida a la razón instrumental.

En el volumen se reúnen escritos realizados al margen del Instituto de Investigación Social y de sus trabajos sobre la reforma educativa. Menciona que fue un trabajo vinculado a la elaboración de la teoría crítica y al estudio realizado con “mi amigo Adorno”, Dialéctica del Iluminismo (del que dice que está “agotada desde hace mucho tiempo”, cuando en realidad había tratado de retrasar lo más posible la reedición de la obra que circulaba en múltiples ediciones pirata). El texto se basa en apuntes tomados durante charlas y cursos realizados en la primavera de 1944 en la Universidad de Columbia. A pesar de que, en Dialéctica de la Ilustraciónparecía claro que Horkheimer y su “amigo Adorno”, circulaban por carriles paralelos, pero con tendencia a separarse, aquí se obstina en tender puentes hacia él: “Sería difícil determinar cuáles de los pensamientos se debieron a él y cuáles a mi”, concluyendo: “Nuestra filosofía es una sola”.

El libro, confiesa el autor, es fruto de una decepción: “Con el fin del nacionalsocialismo -así creía yo entonces- amanecería en los países progresistas un nuevo día, ya sea mediante reformas o por una revolución, y comentaría la verdadera historia de la humanidad. Junto con los fundadores del “socialismo científico” habría creído que necesariamente, se extenderían por le mundo los logros culturales de la época burguesa, el libre despliegue de las fuerzas, la productividad intelectual, sin llevar ya el estigma de la violencia y la explotación”…


El error de Horkheimer en esa época, consistía en creer -o haber fingido creer- que la Segunda Guerra Mundial y la violencia que le acompañó fue solamente el producto del nacionalsocialismo, cuando él y los “frankfurtianos”, gracias a sus contactos con los servicios de inteligencia de los EEUU, las fundaciones y los lobbis para los que trabajaron, se situaban en el vértice belicista en los EEUU y fueron los que más instigaron el desencadenamiento de la guerra en Europa. Concedamos que la situación de exilio (en realidad de autoexilio) y la condición étnica del grupo “frankfurtiano” inclinó, de manera natural, por puros intereses instrumentales, a colaborar en el esfuerzo bélico de los EEUU. Pero, al acabar el conflicto, ese “mundo feliz” en el que creía (o decía creer Horkheimer) no se realizó: inmediatamente se encadenó el conflicto entre el Este y el Oeste, entre los EEUU y la URSS, en lo que se llamó la Guerra Fría.

Horkheimer, inicialmente marxista, luego teórico del pensamiento crítico, toma partido, en 1967 -año en el que escribe el prólogo a la segunda edición alemana de la obra- implícitamente por los EEUU: es un hombre desengañado, pero agradecido. Escribe en aquel momento de violencia: “Sin embargo, lo que he experimentado desde aquellos tiempos no dejó de afectar a mi pensamiento. Sin duda alguna, los Estados que se llaman comunistas y se sirven de las mismas categorías marxistas a las que tanto debe mi esfuerzo teórico, no se encuentran hoy día más próximos al advenimiento de aquel nuevo día que los países en los cuales por el momento se ha extinguido todavía la libertad del individuo”.

En los años 30, Horkheimer pensaba que la técnica era una fuerza subjetiva, entre tantas, con las que había que contar en la medida en que la ciencia cada vez se hacía más presente en la vida de la humanidad. Por lo tanto, resultaba necesario integrar en la teoría crítica y predecir los progresos científicos. Lo que le preocupaba era que, en el ámbito científico, no se diera también la falta de racionalidad que había detectado en los subproductos de la Ilustración que identificó. Parece que quedó conmocionado por la explosión de las bombas de Hiroshima y Nagasaki y por algunos programas de armamento alemán que aparecieron en los últimos meses de la Segunda Guerra Mundial. Se reafirmó en la neutralidad de la ciencia y en su concepción como producto de la razón, pero también adquirió la convicción de que la aplicación de los principios científicos podía estar guiada por la irracionalidad. Así pues, en la ciencia, producto más depurado de la razón instrumental, la irracionalidad se filtraba, al igual que en la Ilustración.

En esta obra es en la que aparece retratado el concepto que la Escuela de Frankfurt se forja de “felicidad”. La “felicidad” (en principio, la tendencia freudiana al placer compensatoria del “thanatos”) venía dada por el dominio del ser humano sobre la naturaleza. Sin este dominio no puede haber bienestar. Para crear un mueble es necesario derribar un árbol, pera cultivar frutos es necesario roturar los campos. Todo es, por tanto, dominio sobre la naturaleza y de eso depende de la felicidad: siguiendo este razonamiento, la felicidad absoluta vendrá dada por el dominio completo sobre la naturaleza (tesis que, en el fondo, ha sido recuperada por el transhumanismo). Sin bienestar, no hay felicidad posible. El hombre primitivo, cazador-recolector, en su cueva, difícilmente podría ser feliz. La historia de la humanidad, para Horckheimer es una lucha por desbrozar el camino que lleva a la felicidad y ésta, solamente puede ser, material: a diferencia de Adorno, quien, en tanto que musicólogo, comprendía que una sinfonía podía evadir al ser humano de sus problemas (recuérdese la orquesta del Titanic), el autor de Crítica de la Razón instrumental, no concibe otra felicidad más que éstq. Es lo que podríamos llamar una “concepción materialista de la felicidad”.

Dominar a la naturaleza -y este es el drama- implica también dominar a los hombres que forman parte de esa naturaleza. Incluso el científico que trabaja en algún proyecto que implique tal dominio, sufre él mismo los resultados: “la historia de los esfuerzos del hombre por sojuzgar a la naturaleza es también la historia del sojuzgamiento del hombre por el hombre”.

En las páginas de esta obra, está presente el espíritu del antiguo marxista, consciente que el marxismo es incapaz de explicar, incluso, aquello que había puesto más énfasis en elucidar: la historia, por ejemplo. Horkheimer se da cuenta de que no podemos controlar la historia, ni las condiciones en las que se desarrolla. Por eso, la historia humana es, al igual que la naturaleza, un “objeto externo”. La historia no puede comprenderse porque, al igual que en las demás ciencias sociales, no puede haber en ellas mismas explicación, en la medida en que forman parte de la naturaleza, algo que la “filosofía de la vida” alemana ya había planteado intermitentemente desde Hegel. La imprevisibilidad e incontrolabilidad de la historia es el rasgo de esta nueva etapa de la Escuela de Frankfurt.

Lo único que puede realizar el ser humano ante la historia es ejercer una función “crítica” que le permitirá entrever por dónde se ha filtrado la irracionalidad y, por tanto, cómo conjurarla. La aplicación de la “racionalidad reflexiva y crítica”, implica disponer de un arma creativa que permitirá que el hombre se rencuentre con la naturaleza y que el termine integrándolo en el todo de esa naturaleza. Así se construirá otro orden y otras realidades.

La preocupación de Horkheimer es cómo el progreso científico puede liberar al hombre de pesos y responsabilidades y convertirlo en un “ser feliz”. Cada página del libro rezuma la contradicción entre el antiguo marxista que cree en el materialismo y en la concepción materialista de la felicidad y, al mismo tiempo, el hombre que ha sufrido decepciones y visto horrores y al que no le quedan mucho margen para el optimismo: de ahí su apelación a la observación crítica.

Así como Dialéctica de la Ilustración es un grito airado y muy poco filosófico, la Crítica de la Razón Instrumental es una obra mucho más mesurada. Obsérvese este párrafo: “En otro tiempo el arte, la literatura y la filosofía aspiraban a expresar el significado de las cosas y de la vida, a ser la voz de cuanto está muerto, a prestar a la naturaleza un órgano para expresar sus padecimientos o, como cabría decir, para llamar a la realidad por su verdadero nombre. Hoy se ha privado del lenguaje a la naturaleza. Una vez se creyó que toda manifestación, toda palabra, todo grito, todo gesto tenía un significado interior; hoy se trata de un mero proceso. La historia del niño que, mirando al cielo, preguntó: - Papá, ¿de qué es un anuncio la luna?; es una alegoría de aquello en que ha venido a convertirse la relación entre hombre y naturaleza en la era de la razón formalizada. Por una parte, la naturaleza se ve desprovista de todo valor intrínseco o sentido. Por otra, el hombre ha sido privado de todos los fines salvo el de autoconservación. Intenta transformar todo lo que tiene a su alcance en un medio para ese fin (…) El antiguo cazador con trampas no veía en las praderas y en las montañas sino la perspectiva de una buena caza; el hombre de negocios moderno ve en el paisaje una oportunidad favorable para la instalación de anuncios de cigarrillos. Una noticia que apareció hace algunos años en los periódicos simboliza muy bien el destino de los animales en nuestro mundo. Informaba de que en África los aterrizajes de los aviones eran dificultados por las manadas de elefantes y de otros animales. Así pues, los animales son considerados solamente como obstáculos para el tráfico”.

En esa época, uno de los elementos que Horkheimer retenía del viejo marxismo y del pensamiento decimonónico, era la idea de que el progreso era irreversible y que no se le podía dar marcha atrás: “Somos, en una palabra, para bien y para mal, los herederos de la ilustración y del progreso técnico. Oponerse a ellos mediante la regresión a estados primitivos no mitiga la crisis permanente que han traído consigo”. La “solución Horkheimer” pasa por reconciliar la razón instrumental con la razón objetiva, lo que facilitará el reencuentro entre razón y naturaleza y la única vía es el “pensamiento crítico”.

No están más claras las vías que propone para tal “reencuentro”. La fórmula más convincente sería el restablecimiento de valores absolutos y el abandono de cualquier relativismo, una solución que Horkheimer no puede aceptar, ni siquiera contempla. Ofrece en la segunda parte de la obra, una fórmula: “liberar de sus cadenas al pensamiento independiente”, pero, tal pensamiento, privado de referencias absolutas, no es uno, sino múltiple, incluso puede llegar a ser contradictorio, y derivar hacia el nihilismo o hacia horizontes todavía más problemáticos (el “postbiologismo” transhumanista). En estas circunstancias, si bien el análisis de Horkheimer parece bastante “razonable”, sus conclusiones lo son algo menos: volviendo al trabajo realizado junto a Adorno, en Dialéctica de la Ilustración, parece poco sensato el reconocer que “el sueño de la razón produce monstruos”, algo que puede admitirse, para luego afirmar que “para bien o para mal, somos herederos de la ilustración y del progreso técnica. Oponerse a ellos mediante la regresión a estados primitivos no mitiga la crisis permanentemente que han traído consigo”. Si un camino conduce al abismo, lo más sensato es desandar lo andado y buscar otro camino. Así pues, lo “racional”, aceptando la crítica de Horckheimer sería situarnos en el pensamiento pre-ilustrado y, a partir de ahí, contemplar la posibilidad de emprender otras rutas, porque la de la Ilustración, una y otra vez, llevará a la barbarie. El autor de esta obra no puede hacerlo: para él, la gran aportación de la Ilustración es romper con las “mitologías”, negar las “supersticiones”, dar la espalda al “pensamiento mágico” y considerar que el ser humano es materia, solo materia y nada más que materia, a la que hay que “satisfacer”Una concepción así, no solamente no enmienda el camino emprendido por la Ilustración sino que profundiza en su maleza. Lo que nos está proponiendo es que, aun a sabiendas de que esa ruta conducirá al abismo, la recorramos “críticamente”… Para ese viaje, más que alforjas hubiéramos necesitado un paracaídas…

Esta es, sin duda, una de las obras más interesantes desde el punto de vista de la Escuela de Frankfurt, en la que se encuentran justificaciones y bases de movimientos como el ecologismo o de tendencias compulsivas de la modernidad como el “progresismo”. Hay lugar también para fundamental cualquier forma de hedonismo y, por supuesto, también es posible anclar cualquier tendencia del complejo LGTBIQ+. A fin de cuentas, lo que le interesaba era la “felicidad”, es decir, negar valores superiores, eliminar absolutos, y dejarlo todo al albur del “libre examen” de cada cual, ahora llamado “análisis crítico”. 

 REFLEXIONES SOBRE LA "INDUSTRIA CULTURAL"

Una vez se establecieron en los Estados Unidos, los miembros de la Escuela de Frankfurt entraron en contacto con un fenómeno nuevo, con unas dimensiones y un impacto radicalmente diferentes al que tenía en su Alemania natal: la prensa y los medios de comunicación. Además, como ya hemos expuesto, se dio la circunstancia de que unos miembros del grupo participaron en proyectos de investigación radiofónica financiados por la Fundación Rockefeller sobre el efecto de la difusión de “fake news”; por su parte, otros colaboraron, así mismo, con organismos de la seguridad del Estado en la preparación de un clima belicista en los EEUU que facilitara la entrada en la Segunda Guerra Mundial a favor del Reino Unido. Además, asistieron a la primera oleada de difusión de la televisión y pudieron estudiar a los dos medios que anteriormente ocupaban los lugares preferenciales en la comunicación de masas: la prensa y la radio.

Todo esto les dio una perspectiva completamente nueva y actualizada sobre el poder de la “comunicación de masas” y a su estudio se dedicaron algunos de sus miembros, en especial Herbert Marcuse, pero también Theodoro W. Adorno.


Marcuse y Adorno, gracias a sus colaboraciones con instituciones públicas y privadas de los EEUU, como hemos visto, descubrirán el papel creciente de los medios de comunicación y reflexionarán sobre las consecuencias que implican. No se centrarán en su funcionamiento, sino que aplicarán el “análisis crítico” a este elemento que presentan como propio del capitalismo. Olvidan, por supuesto, que cualquier sistema político, sea de la orientación que sea, hace de la “comunicación” -esto es, de la transmisión de información de un centro a la opinión pública- el elemento central de su “política de masas”. Centrados en los EEUU de los años 50 y 60 denuncian lo que llaman “industria cultural”.

El término aparece por primera vez en El hombre unidimensional, escrito por Herbert Marcuse en 1964 y que se convirtió en un bestseller de la “nueva izquierda”. La obra se inserta dentro del ejercicio de la “Teoría Crítica” como una de sus aplicaciones. Marcuse critica en ella a las sociedades de “capitalismo avanzado” aparecidas durante la Guerra Fría. Las considera “sociedades cerradas” que tienden a integrar en su “sistema” a todas las dimensiones de la existencia y en las que las necesidades políticas de la sociedad, se convierten en necesidades individuales y privadas. Afirma -enlazando con las tesis de Horkheimer- que los negocios que promueven el “bienestar general” son el producto de la “razón instrumental”, utilizada por el sistema.

La tesis de Marcuse es que, en las sociedades “de capitalismo avanzado”, el sistema crea falsas necesidades que integran al individuo en el sistema, convirtiéndolos en consumidores integrados y productores alienados. El motor de la comunicación es la publicidad y ésta suscita el consumo. Gracias al consumo se engrasan los medios de producción y se alcanza la producción de bienes culturales de carácter masivo. A causa de la persecución de estos bienes de consumo se logra un ciudadano amputado de cualquier otra dimensión, salvo de la de consumidor. De ahí su “unidimensionalidad”.

En estos individuos, cualquier forma de pensamiento crítico queda fuera de su alcance y cualquier actitud opositora tiende a desvanecerse o desvirtuarse. El individuo pasa a ser “cosificado”, un ente no pensante, enajenado y que ha olvidado incluso quién es y se ve privada del ejercicio de la sensatez. Los “bienes culturales”, generados por la “industria cultural”, intentan, en tanto que forman parte del sistema capitalismo, buscar el beneficio por encima de todo y aportar un contenido concreto para la manipulación de la masa, mediante lo proclamado por la publicidad que los acompaña: “si compras este vehículo, podrás ser libres”, “si adquieres este objeto, experimentarás un inmenso placer”, “la posesión de tal o cual objeto, generará admiración en tu entorno”.

Walter Benjamin, que ya había entrevisto algo de todo esto, lo consideraba inevitable: era el precio a pagar por la “democratización” de la cultura. Si había que ofrecer productos culturales para todos, era necesario que se produjeran en serie y fueran estandarizados. Pero, al mismo tiempo, expresaba sus dudas, sobre si lo producido en el terreno artístico, tendría ese “aura” que rodeaba a la “obra maestra”. Sostenía que la producción en cadena hace que el arte pierda su intensidad, su misterio. Por eso, los productos artísticos emanados de la modernidad, están orientados, en grandísima medida, hacia las trivialidades.

Así pues, los conceptos centrales que rodean las especulaciones frankfurtianas sobre la “industria cultural” son dos. De un lado, el concepto de “manipulación” al que tiende (esto es, su voluntad de controlar la voluntad de los individuos mediante medios técnicos), y de otro la “alienación” (que hemos definido como el proceso mediante el cual el sujeto deja de pensar por sí mismo y, por tanto, de ser uno mismo, y pasa a pensar en los términos queridos por la oferta de consumo). Existen, por tanto, dos polos, el “emisor” que corresponde siempre al “manipulador” y al “receptor” que es siempre el consumidor alienado y el productor integrado.

Lo esencial es que la “industria cultural” supone una degradación en relación a lo que tradicionalmente se entendía como “cultura”. Dado que todo lo que nace y se desarrolla dentro del capitalismo está sometido a su lógica del beneficio, la “industria cultural” termina convirtiendo la cultura en una mercancía más. Esta mercancía se comercializa mediante los medios de comunicación de masas hasta constituir una especie de anestésico social: un verdadero “opio del pueblo”.

Esta concepción hace que la “industria cultural” no esté dirigida por artistas sino por empresarios. No conduce a una “evolución” de la cultura hacia formas superiores y más depuradas, sino a una degradación. Y esto vale también, no solo para la “cultura pop” que conocieron los miembros de la Escuela de Frankfurt, sino también para la cultura en la era digital. Un ejemplo lo confirma: Spotify paga al autor y cantante de una canción, a razón de 0’004 céntimos de dólar por cada audición de una pieza, con tal de que se escuche más de 30 segundos. Si se escucha 10 o 15 segundos, el autor no recibe nada. Esto ha influido extraordinariamente en el desarrollo actual de la música pop: antes, era frecuente que una canción tuviera una duración de entre 3 y 10 minutos. Una pieza estándar de hace 20 o 30 años, estaba compuesta por un verso, un estribillo, nuevo verso, un “puente” (o culminación), el coro, la repetición del estribillo, etc. Sin embargo, ahora, ningún compositor ni cantante, pueden permitirse ni esta duración, ni la posibilidad de que el oyente se canse al oír el primer verso. Es necesario, por una parte, realizar piezas de poco más de un minuto y de que, nada más iniciada, se pueda oír el estribillo: se trata de captar la atención del oyente desde los primeros segundos; si el estribillo es pegadizo -y de eso se trata- la pieza se escuchará hasta el final y el autor recibirá sus 0’004 centavos de dólar, que sería lo mismo que si la pieza se prolongase durante 10 minutos…

Para Marcuse, esta degradación de la “cultura pop” genera conformismo entre los usuarios, los sitúa al margen de la realidad, incapaces de ejercer el pensamiento crítico y reduce la circulación del conocimiento a los espacios de ocio. El “frankfurtiano” sentencia que la industria cultural es un instrumento de distracción que nos tiraniza y que, para colmo, es aceptado acríticamente por el público. Cumple así la función que el “sistema de capitalismo avanzado” ha atribuido a la “cultura pop”, mantener sus estructuras de poder inalterables y ajenas a la posibilidad de una crítica en profundidad. Actúa como una droga que atrofia los sentidos, nos indica qué debemos creer, cómo debemos de asumir esa creencia y qué debemos aceptar como normalidad. La presión mediática es tal que genera una narcosis social que perpetúa la alienación de las masas y aleja la posibilidad de que, antes o después, tomen conciencia de su situación. De todos los elementos para el ejercicio del “control social” de los que hablase Lukács, los medios de comunicación son (en los años 60 y mucho más en la actualidad), los más esenciales para mantener la dominación social y la concentración.

Utilizará un neologismo para calificar todo esto: “neodominanación”, el proceso a través del cual se asegura al ciudadano que cuanto más aumente su capacidad de consumo, más feliz será y que solamente mediante el consumo puede acceder a la felicidad. Se trata de reducir al ser humano a la categoría de animal de granja, situado en el interior de un establo, incapaz de ver más allá de sus muros. El modelo ideológico impuesto por el “capitalismo avanzado” es fiel a su ley interna: cantidad antes que calidad, lo único que interesa al ciudadano alienado es todo aquello que puede cuantificarse. La calidad de los productos (culturales o manufacturados) que consume le resulta completamente ajeno o bien es un aspecto secundario.

Cuando Marcuse redacta estas páginas, la guerra del Vietnam va aumentan su intensidad. Denuncia la presencia y las iniciativas del “imperialismo”, guerra, bombardeos masivos sobre Hanoi y sobre la “ruta Ho Chi Min” (nunca, por cierto, dijo ni una sola palabra sobre los bombardeos con fósforo realizados por la aviación norteamericana sobre ciudades alemanas indefensas durante la Segunda Guerra Mundial, lo que, ya de por sí, resulta significativo sobre sus elecciones subjetivas), pero advierte que éste no es el único medio de dominación e, incluso señala, que la tecnología de la comunicación es un instrumento mucho más eficiente para el control de las poblaciones que el terror y los bombardeos.

En este punto realiza una incursión sobre el papel de la tecnología en la cultura de masas. Establece que, a medida que avanza la historia, los medios de comunicación de masas se apoyan cada vez más en herramientas tecnológicas. Percibe que la tecnología camina por delante de las necesidades de las masas y su aplicación excede con mucho las necesidades del bienestar. De ahí el “consumismo” y el proceso de “unidimensionalización” del individuo. No se trata de una consecuencia automática del “progreso”, una especie de efecto secundario indeseable, sino que sus promotores son perfectamente conscientes de lo que buscan: reducir al ciudadano a un estatuto de productor alienado y de consumidor integrado.

Marcuse en otra obra, El final de la Utopía, publicado en 1968 -contemporáneo, por tanto, a los incidentes generados en todo el mundo por la “nueva izquierda” (se trata de un conjunto de ensayos y entrevistas escritos entre la publicación de El hombre unidimensional y los primeros chispazos de la “contestación”)- sostenía la idea de que, por primera vez en la historia, la humanidad tiene a su alcance los elementos necesarios para hacer realidad la “Utopía” (el sistema ideal de gobierno que debe conducir a una sociedad armónica, justa y perfecta, sin conflictos internos) y solamente nos aleja de ella la injusta distribución de los medios de producción.


Este modelo económico-social tiene unas consecuencias deletéreas: por una parte, el ser humano, pendiente de las noticias, siempre manipuladas por los medios de comunicación y orientado hacia el consumismo, ignora lo que está ocurriendo en la realidad. Por otra parte, generan estabilidad social. En efecto, allí donde antes, en las sociedades tradicionales, la estabilidad se lograba mediante referencias “superiores”, especialmente a la trascendencia, en las sociedades de “capitalismo avanzado” el elemento que coagula esfuerzos y aúna voluntades es la posibilidad de consumo. Si esta posibilidad desapareciera a causa de una crisis internacional o de algún cataclismo natural, el ser humano se derrumbaría. Lo que le genera verdadero pánico es no poder acceder al consumo. Por lo mismo, rechaza también cualquier posibilidad de seguir un movimiento alternativo que pudiera poner en riesgo el proceso “producción-consumo”. Pero, lo esencial, para Marcuse es que esta situación es profundamente injusta, porque encubre el hecho fundamental de nuestras sociedades: que existen explotados y explotadores y que la tiranía del consumo constituye, en la práctica, una nueva forma de esclavitud.

De todos los enfoques realizados por la primera generación de la Escuela de Frankfurt, quizás éste sea el que, con más exactitud, refleja hoy -más de medio siglo después de haberse establecido- mejor la realidad de nuestro tiempo y el proceso sobre cómo hemos llegado al punto en el que nos encontramos.

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