jueves, 7 de octubre de 2021

PANFLETO “REVISIONISTA” CONTRA EL NACIONALISMO POLACO DE 1939 Y EL NACIONALISMO DEL “PROCÉS”

 


Nacionalismo y patriotismo no son lo mismo. Los conceptos varían, por otra parte, mucho de una nación a otra. Pero, en síntesis, podemos decir que el nacionalismo es el “individualismo de las naciones” y el patriotismo, el “apego y el amor hacia la tierra natal”. Soy patriota, pero no nacionalista. Y, además, soy europeo. Todo esto viene a cuento de que en las últimas semanas he estado traduciendo del francés la obra del historiador alemán Udo Walendy, Verdad para Alemania, en la que se analizan las responsabilidades en el estallido de la Segunda Guerra Mundial. He quedado, literalmente, horrorizado de lo que fue el nacionalismo polaco y de cómo fue manipulado desde Londres y Washington. Me ha resultado inevitable realizar alguna comparación con el nacionalismo catalán.

Veamos, en primer lugar, la importancia del tema. “Carnicero” Harris, fue el comandante del Mando de Bombarderos de la Real Fuerza Aérea británica. Churchill le ordenó que bombardeara las ciudades alemanas hasta reducirlas a cenizas. Harris cumplió la orden. Pero la responsabilidad no era suya, sino del que le dio la orden. Hasta aquí, no creo que pueda haber ninguna duda sobre el razonamiento. Churchill, por tanto, fue el responsable de todo lo que ocurrió en esta campaña de bombardeos criminales: desde el dolor de la madre de un piloto de bombardeo derribado sobre Alemania, hasta de las quemaduras que acabaron con la vida de un niño alemán víctima de los bombardeos, desde la destrucción del patrimonio histórico, hasta de la novia que perdió a su chico en cualquiera de los dos bandos y viceversa.

De ahí la importancia de determinar quién fue el responsable del desencadenamiento de la Segunda Guerra Mundial: ese responsable, lo será de todo lo que ocurrió después. De no haber estallado la guerra, no se hubiera producido la masacre del bosque de Katyn, ni los bombardeos estratégicos contra las ciudades alemanas, ni los 100 millones de muertos que causó el conflicto (según los más “pesimistas”, que los más “optimistas” reducen a 60-70), ni cualquier otro episodio o exceso que cometiera ninguno de los dos bandos. Toda la responsabilidad de aquel conflicto debe atribuirse, así pues, al que lo generó e hizo imposible la paz. Uno Walendy nos lo cuenta con una minuciosidad de monje medieval y unas pruebas y testimonios incontestables, reunidas en grandísima medida de libros escritos por los vencedores.

Lo que nos dice Walendy es que todo partió del Tratado de Versalles, verdadero embrión de la siguiente conflagración. Y no, no fue porque los alemanes, derrotados y despechados buscaran la revancha, sino porque en Versalles, el gran vencedor del conflicto fue Polonia, hasta  ese momento dividida en “particiones”. El presidente Woodrow Wilson, enunció el “principio de las nacionalidades” sobre el que se basaría la unificación y la independencia de Polonia y propuso que el país tuviera una salida al Báltico a través del Vístula. Luego, todo se aceleró porque se acercaban las elecciones generales en EEUU y 4.500.000 de votos polacos iban a ser preciosos para su reelección, así que no se preocupó mucho de la decisión tomada en Versalles de que, en lugar de la internacionalización del Vístula se regalara a Polonia, el “corredor” que le daba salida al mar y que cortaba Alemania en dos.

Y todo esto ¿qué tiene que ver con el nacionalismo? Muy sencillo: a partir de ese momento, Polonia se creyó una “gran potencia europea” y desarrolló, no sólo un nacionalismo agresivo en relación a TODOS sus vecinos, sino además un imperialismo prepotente que aspiraba a anexionarse toda Prusia Oriental, Lituania, todo Silesia, parte de Ucrania y de Checoslovaquia, aparte, claro está de la Ciudad Libre de Danzig. Sin olvidar que, Polonia vivió una crisis política permanente durante 20 años y su gobierno, en todo ese período, fue una dictadura militar (primero con Pilsudski al frente y luego con su amigo y sucesor Smigly Ridz). Ambos mantuvieron tiranizadas a las minorías residentes en el país (alemanes, ucranianos, judíos). Polonia reivindicaba un “imperio”, incluso con colonias extraeuropeas. Los nacionalistas más radicales aspiraban a un imperio desde Berlín a Moscú y del Báltico al mar Negro.

Todo nacionalista es alguien muy fácil de manipular: ahí están los independentistas catalanes que se venderían -si alguien pagara por ellos- al mejor postor con tal de escindirse de España. En los años 20 y 30, el nacionalismo polaco estaba alentado desde Londres por los que querían mantener la política tradicional británica en relación a la Europa continental: impedir que ninguna nación europea fuera hegemónica para que las tensiones que aparecerían entre países rivales contribuyeran a que los británicos pudieran seguir manteniendo su imperio comercial mundial. Francia, que en los años 20 era la principal potencia continental quería, igualmente, una Alemania debilitada, por lo que también se comprometieron a apoyar a polacos y checos…

Es importante señalar que esto no se dio a partir de 1933, sino ¡durante toda la República de Weimar! Y es todavía más importante señalar que los distintos gobiernos de la pacífica República nunca habían renunciado ni a la integración de Austria en el Reich, ni a la reincorporación de los Sudetes, ni al territorio de Memel, ni a la desmilitarización de Renania, ni a la incorporación de la Ciudad Libre de Danzig, ni siquiera al “corredor” de Danzig.  Es más, el único que logró un pacto de amistad y no agresión con Polonia fue Hitler en 1934 (denunciado tras los acuerdos de Polonia con Inglaterra) y sus reivindicaciones en enero de 1939 a Polonia fueron mucho más aceptables para Polonia que las formuladas durante los gobiernos de Weimar, incluidos los socialdemócratas.

Sin embargo, los polacos no las aceptaron y, no solo eso, sino que animados por el cheque el blanco dado por los británicos en la primavera de 1939, empezaron a hostigar a la minoría alemana que seguía viviendo en los territorios entregados a los polacos en Versalles. En los dos últimos meses previos al conflicto 70.000 alemanes residentes en territorios polacos debieron huir y una cifra que oscila entre los 500 y los 6.000, resultaron asesinados en disturbios instigados por los nacionalistas polacos ¡incluso después de la firma del Pacto Germano Soviético de agosto de 1939.

El cuerpo diplomático radicado en Varsovia envió notas a sus países respectivos sobre las “provocaciones polacas”, alertando sobre las intenciones que albergada el gobierno polaco de iniciar una guerra. Algo que era perceptible incluso para los embajadores francés y británico. Un enviado del ministerio de exteriores británico se sorprendió cuando preguntó a militares polacos sobre sus fortificaciones en la frontera: “No tenemos; desde el primer momento lanzaremos una ofensiva en territorio alemán”, fue la respuesta. Mientras, los diarios polacos, seguían publicando desde la primavera de 1939, llamamientos a la expulsión de los alemanes de sus territorios, instigaciones al linchamiento y soflamas imperialistas para conquistar los territorios reivindicados en base a ficciones históricas.

¿Qué estaba ocurriendo? Es algo que el libro de Walendy no toca, pero que resulta fácilmente interpretable, a través de algunas pistas que da el autor o que pueden encontrarse en otras obras (existía una colaboración entre las “inteligencias” de ambos países, entre otros campos, en el de descifrado de los códigos alemanes emitidos por la máquina Enigma): los servicios de inteligencia ingleses estaban transmitiendo al Estado Mayor polaco informes adulterados sobre la realidad militar alemana que condujeron a una percepción errónea de la situación. En dichos informes se sostenía que el potencial aéreo alemán era mínimo y que la población se levantaría contra Hitler en caso de guerra. Y, por supuesto, abundan los testimonios que confirman las promesas franca-británicas: en caso de iniciarse una guerra germano-polaco, en quince días lanzarían una ofensiva desde la Línea Maginot que rompería las defensas alemanas, descongestionando el frente del Este…

En efecto, tras el Pacto Germano-Soviético estaba claro que Polonia era un “canario que se permitía provocar a dos gatos”. Los engaños británicos fueron creídos por los polacos sellando el destino de su nación y de Europa durante los siguientes 50 años. Pero esos engaños cayeron en un terreno abonado: el nacionalismo polaco, que quiso ver en su país más potencialidad de la que realmente tenían. Conocemos el resultado.

Todo nacionalismo, siempre, quiere “más”. Hasta que, finalmente, estalla víctima de su propio orgullo. Polonia es un ejemplo de cómo los “nacionalistas”, al final, resultan un peligro para la propia nación.

Me gustaría aquí introducir el ejemplo del nacionalismo catalán. En la transición, se podía dudar de que “nacionalismo” e “independentismo” fueran lo mismo. De hecho, se habilitó un término nuevo para definir al “pujolismo”: “nacionalismo moderado”. En realidad, era solamente “morado” en la medida en que Jordi Pujol supo chantajear mejor a los gobiernos del Estado que sus sucesores (y también porque gozó de una mejor situación general: entrada de España en la OTAN y llegada de miles de millones para compensar la “reconversión industrial”). Pero como se encargaron de demostrar sus sucesores políticos: al final del camino, todo “nacionalismo” (radical o moderado) tiene como objetivo la creación de una nueva nación y poco importa los métodos que utilice para ello (la convocatoria de referendos ilegales o las declaraciones unilaterales de independencia).

Es más, el engaño del nacionalismo catalán desde la época de Macià, consistía en considerar que la creación de la gencat (decimos “institución” y no “restauración” por que la gencat creada en 1933 no tenía nada que ver la Generalitat de Catalunya histórica), no era, como creían quienes querían pensar en la buena voluntad y en el fair-play de los nacionalistas, una entidad destinada al “autogobierno de Cataluña dentro del Estado”, sino sólo un paso previo para alcanzar la independencia. Paso necesario, porque en 1933 no se daban las condiciones necesarias para la independencia (como no se dieron en 1934, como tampoco se dieron en la transición cuando no existía apenas nacionalismo catalán y como no se dieron a partir de la crisis del pujolismo, ni probablemente se darán jamás).

¿Qué es lo que une al nacionalismo catalán con el nacionalismo polaco (que, como hemos  visto, fue el gran causante de la segunda guerra mundial)?  En 1939, el pueblo polaco estaba exaltado gritando en las calles: “¡A Berlín!” y clamando a la guerra contra Alemania. De 4.800 km de fronteras, el gobierno polaco aspiraba a rectificar en beneficio propio, 4.000. Aquí hay una primera similitud con el caso catalán. En primer lugar, porque el pueblo polaco, en su mayoría era pacífico y tranquilo. Había estado 200 años partido entre tres naciones y, ahora, recuperada su independencia, lo normal era vivir en paz y evitar nuevos conflictos. Pero los nacionalistas pensaban otra cosa.

En Cataluña, la triste realidad es que los independentistas convencidos, nunca han sido más allá del 25% (cifra normal, porque el uso del catalán como primera lengua, en el territorio catalán, está situado en torno al 30-35% y no todos los que lo utilizan son independentistas). Era ese 25% el que estaba dispuesto a creer todas las mentiras del nacionalismo (desde que el 11 de septiembre de 1714 Cataluña “perdió su independencia”, hasta que “España nos roba”), otro 25% de la población es una masa que se inclina como cañas al viento hacia donde sopla la brisa y el resto, simplemente son contrarios al independentismo (25%) o que lo miran con desconfianza (otro 25%).

Pero, si esto es así, ¿cómo es posible que un 25% de la población haya estado en condiciones de implementar el “procés”? La respuesta es muy simple y repite lo que ocurrió en Polonia en 1938-1939.

Por una parte, ese 25% (y más en concreto, los dirigentes y funcionarios de los partidos que detentan el poder en la gencat) controla los medios de comunicación de mayor difusión en Cataluña: o bien, medios de comunicación oficiales creados por la gencat, o bien medios de comunicación privados que aspiran a una subvención que les permita seguir vivos y, para ello, son capaces de repetir como un magnetofón las consignas emitidas desde plaza Sant Jaume.

En Polonia  ocurrió exactamente lo mismo: en un momento dado, los medios de comunicación nacionales, hacia el otoño de 1938, parecieron, al unísono, acometer una campaña de exaltación nacionalista, belicismo y agresividad anti-germana. Esto hizo que, inmediatamente, la opinión pública reaccionara y se iniciaran las agresiones contra la población alemana residente en territorios polacos. El clima belicista fue incrementando su tono por culpa de las informaciones y editoriales publicados en prensa y, al final, el país se convirtió en una carrera para ver quién era o parecía ser más anti-germano. Había miembros del gobierno que intuían que no saldría nada bueno de aquella exaltación, pero tratar de detenerla, hubiera sido suicida para ellos y se habrían hecho, inmediatamente, acreedores del título de “traidores” (botiflerspara Cataluña en la época del “procés”).

Otra similitud. El imperialismo polaco es el propio de todo nacionalismo. Como ya dijimos en la primera entrega, Polonia, después de la Primera Guerra Mundial aspiraba a ser una “gran potencia europea” y precisaba, por tanto, un Imperio. Era un objetivo de gobierno y no la fantasía enfermiza de unos nacionalistas radicales alucinados. Ese imperio debería llegar desde Berlín a Moscú y del mar Báltico al mar Negro (algunos ultrarradicales consideraban que la frontera “natural” de Polonia serían los Urales, dando la mano a ¡los japoneses!).

Inevitable recordar que, según la tonalidad del nacionalismo catalán, los “Païssos Catalans” son más o menos grandes. No se trata ya de la independencia de Cataluña, sino de incluir a la “franja de poniente”, a l’Algher sardo, a la Cataluña francesa, a las Baleares y al Reino de Valencia. Y todo ello, porque, en algún momento de la historia por allí pasó algún catalán. Casi es un chiste que, para dar el parte meteorológico, se utilice en ocasiones el mapa de Cataluña y en otras el de los “Païssos Catalans” (para evitar suscitar protestas). Es, igualmente significativo, que durante un tiempo la gencat insistiera mucho en que TV3 se viera en la Comunidad Valenciana y Baleares, pero se opusiera a que las televisiones insular y valenciana se pudieran ver en el Principat.

Los doctrinarios de los “Països Catalans” justifican esta pretensión con el “principio de las nacionalidades” (si se habla un idioma diferente, estamos ante una “nación” diferente). El problema está en que el uso del catalán en todas estas zonas es muy minoritario y siempre por debajo del 50%. Pero esto no es un obstáculo para los nacionalistas catalanes que consideran que la situación es fácilmente reversible: sin embargo, tras tres décadas de “inmersión lingüística” en Cataluña, lo que se ha logrado es que el uso del catalán haya descendido.

Tanto en el caso polaco como en el catalán, lo que generó la pujanza de un “nacionalismo tóxico”, no fue que la población compartiera esas ideas, sino que los resortes del poder estuvieron en manos de “nacionalistas tóxicos” animados a llevar sus fantasías a la práctica.

¿Qué le faltó al “nacionalismo tóxico catalán” y qué le sobró al “nacionalismo tóxico polaco”? Es muy simple: el nacionalismo catalán fue siempre considerado como un “mal negocio” por los inversores y una idea anti-europeista. No tuvo nunca ni un solo apoyo exterior. Ningún país europeo, ni siquiera el Reino Unido, estaba interesado en apoyar al nacionalismo catalán para que formara una “nación-Estado”. Y, claro está, en lo que se refiere a la Unión Europea, el hecho de que fuera una “unión de Estados-Nación” y no una confederación de calderilla nacional, era determinante. Ninguno de los “grandes” europeos iba a apoyar una iniciativa que, en lugar de favorecer la convergencia europea, suponía un paso en la balcanización de Europa y hubiera podido crear conflictos internos en cada nación. En cuanto a lo que se refiere al apoyo de Soros, se trata de un “fake”: Soros tiene más inversiones en Madrid y no se hubiera hecho peligrar.  Sobre la noticia de que Putin estaba tras el proceso, habrá que reprochar a los fontaneros de la Embajada de los EEUU en Madrid, el tener tan poca imaginación.

Si los apoyos internacionales al “procés” fueron cero, ocurrió lo contrario en el caso del nacionalismo polaco: el mariscal Smigly Ridz contaba con el apoyo público de Francia, el apoyo incondicional del Reino Unido a partir de 1938, el apoyo discreto del Presidente Roosevelt. Con estos aliados, el gobierno polaco pensó que tenía al alcance de la mano una guerra victoriosa contra Alemania que le permitiría construir su “imperio”. A partir de ahí, hizo todo lo posible para que encallara cualquier intento de negociación. El régimen polaco (una dictadura antisemita y perseguidora de cualquier otra minoría, que jamás recurrió al plebiscito y que tenía campos de concentración desde mediados de los años 20) quiso jugar su partida para entrar en el “club de las grandes potencias”. En realidad, estaba entrando en el juego de Francia (que aspiraba a ser primera potencia continental y veía con desconfianza la reconstrucción alemana), en el juego del Reino Unido (que quería seguir con su política consuetudinaria desde el siglo XVIII de estimular los enfrentamientos entre las naciones continentales para evitar que ninguna fuera hegemónica en el continente), y en el juego de Roosevelt (que necesitaba una guerra después de que el “New Deal” ideado para salir de la crisis de 1929, fuera un fracaso: solo una conflagración pondría -como, de hecho, pudo- las fábricas USA a pleno rendimiento).

Y es que los “pequeños nacionalismos” siempre terminan siendo títeres de los “grandes nacionalismos”. En el caso del “procés”, su fracaso se explica porque ninguna gran potencia se interesó por él. Lo que no fue obstáculo para que sus impulsores siguieran fanatizando a la, cada vez más mermada audiencia de los “mitjans de comunicació catalana” para que dos tercios de su tiempo los sigan utilizando en tratar de mantener vivo al zombi independentista.

La traducción del libro de Udo Walendy, Verdad para Alemania, me ha llevado a renovar algunas antiguas conclusiones y a comparar el nacionalismo polaco de 1939 con el nacionalismo catalán de nuestros días. Ambos son, en efecto, una forma de sífilis mental: peligrosos, incluso para los quienes los sostienen y cuyas consecuencias resultan siempre incalculables. La exacerbación del nacionalismo en Polonia -estimulado desde el Reino Unido y desde EEUU- cegó a los polacos: les impidió ver que, esa guerra que deseaban para hacer efectivo su “su imperio desde Berlín a Moscú y desde el Báltico al mar Negro”, los destrozaría en apenas quince días, pero que sería el pistoletazo de salida de un conflicto de dimensiones mundiales. En el caso del nacionalismo catalán, el drama se ha repetido, pero en clave de humor, no como tragedia, sino como comedia de enredo.

Los indepes han querido rivalizar con una lengua que hablan 600 millones de personas en todo el mundo, que en apenas veinte años será la lengua de todo un continente, han querido separar a Cataluña de su matriz histórica desde la noche de los tiempos (la mítica Hespérides, la Hispania romana, el Reino Visigodo), han sostenido ensoñaciones infantiles (que Cataluña seguiría automáticamente en la UE tras haberse escindido o que, tras la escisión, las relaciones con España seguirían siendo iguales), han generado pequeños efectos centrífugos (el intento de los podemitas andaluces de impulsar un movimiento indepe análogo al catalán), y generado una crisis de Estado, posible solamente a causa de la ambigüedad constitucional de nuestro país. Pero hay dos elementos que nos gustaría señalar.

El primero de todos ellos, es recordar cómo han sido posibles estas dos situaciones, en 1939 y en 2017. ¿Cómo proyectos enloquecidos, inviables a poco se examinen a media distancia, han podido ser aceptados por la población, especialmente en unos momentos en los que las clases políticas no eran particularmente apreciadas?En efecto, no olvidemos que, en 1939, Polonia estaba gobernada por una dictadura inmisericorde, mucho más dura con las minorías étnicas que vivían en su territorio, que cualquier otro gobierno europeo, incluido el Reich alemán. Las dictaduras del Piłsudski y de Smigly-Ridz, crearon los primeros campos de concentración en territorio europeo, en los que encerraron a disidentes de todas las orientaciones políticas. De los 400 ministros polacos del período de las entreguerras, vale la pena no olvidar, que la mitad fueron masones y que la masonería polaca había sido creada en 1920 con el visto bueno del dictador Piłsudski que se permitió recomendar quién sería el Gran Maestre. Y no citamos este dato por “conspiranoia”, sino por lo que explicaremos más adelante. Ahora, donde queríamos llegar era a que la exacerbación nacionalista fue transmitida a la población por la prensa polaca que, especialmente, desde marzo de 1939 hizo continuos llamamientos a la guerra, caricaturizó a los alemanes y sembró el odio contra ellos. Algo similar ocurrió en la Cataluña del “procés”. Y ya se sabe que la “carne de periodista” es barata.

En el inicio de la segunda década del milenio, era evidente que el pujolismo que había gobernado en Cataluña durante tres décadas, se encontraba agotado por la corrupción que él mismo había generado. En esa época, nadie podía dudar que Cataluña y Andalucía eran las dos regiones más corruptas del Estado Español. CiU se desintegró precisamente por la retahíla de casos de corrupción que llegaron a los tribunales y por aquellos otros que todavía circulan por sedes judiciales como serpientes de verano. Y ahí está la “familia Pujol” empantanada en investigaciones abiertas que se prolongarán hasta el infinito. Además, las noticias sobre esos casos de corrupción se superpusieron a los efectos deletéreos de la crisis económica en Cataluña y a las políticas de ZP que sumieron a España en una profunda crisis económica. Esa debilidad del Estado fue el momento que eligieron los independentistas para plantear su utópica secesión. Así, de paso, evitarían que muchos de los suyos se sentaran ante los tribunales españoles por sus consabidas corruptelas. Y, entonces, hicieron lo mismo que los polacos en 1939: si la clase política estaba hundida en el descrédito, utilizaron a la prensa para difundir su programa independentista presentándolo como la panacea universal. A fin de cuentas, durante el pujolismo, habían creado una tupida red de medios de comunicación dependientes de la gencat, se habían reservado el reparto de subsidios y subvenciones a medios de comunicación privados, a cambio, naturalmente, de que difundieran los puntos de vista que interesaban a los limosneros. Y así influyeron decisivamente sobre las opiniones de una población que hasta ese momento no se había sentido indepe.

¿Qué diferencia hubo entre la influencia de la prensa polaca en 1939 y la de la prensa subsidiada en la Cataluña de los últimos años? Es simple: en 1939, la prensa polaca difundía noticias queridas por los “amos del mundo” en aquel momento que, simplemente, buscaban abortar la experiencia fascista (el fascismo alemán, apeado de las “leyes del mercado”, había conseguido absorber en tres años los 7.000.000 de parados generados por la crisis del 29, mientras que los EEUU tenían teniendo en esa misma época 6.000.000 de parados y las fábricas funcionando a medio gas), mientras que el proyecto indepe interesaba solamente a unas cúpulas que no contaban con el más mínimo apoyo exterior (el independentismo siempre fue un “mal negocio” para los grandes inversores y un feo asunto para la UE, y una banda de payasos para cualquier país con algún proyecto mundial).

Pasemos a la segunda cuestión. El nacionalismo polaco de 1939 y el nacionalismo catalán de nuestros días, no son más que dos formas del nacionalismo clásico, esto es, del “individualismo de las naciones”, actualizado en 1919 por el “principio de las nacionalidades” tal como fue enunciado por el presidente norteamericano Woodrow Wilson: “aquella comunidad con un lenguaje propio es una nación”.El “principio” no dejaba de ser un enunciado facilón para una cuestión compleja (el reordenamiento de Europa Central tras la destrucción de los “imperios europeos” (el Reich Alemán, el Imperio Austro-Húngaro y el Imperio Ruso). Pero, el nacionalismo y las naciones eran algo muy diferente a la igualdad “nación = lengua”.

En realidad, la “nación” es un invento relativamente reciente, no anterior a la Revolución Francesa de 1789. Antes, lo que existían eran “reinos”. Fue a partir del establecimiento de las guillotinas jacobinas, cuando empezó a hablarse de “nación” e, incluso, un cuarto de siglo antes, con la Revolución Americana. Pero estos fenómenos políticos no venían aislados, sino que formaban parte de un mismo “paquete”: liberalismo económico, burguesía como clase hegemónica, caída de las aristocracias y liquidación de los restos de feudalismo, y nuevos valores traídos por la masonería (entienden porque antes aludíamos a la importancia que tuvo la masonería en Polonia de los años 30).

El nacimiento de la “nación” sigue al nacimiento del capitalismo, no lo precede, hasta el punto de que “nación-burguesía-capitalismo” forman un todo indisociable que fue cobrando forma a través del siglo XIX y añadiendo otros rasgos: progresismo, republicanismo, materialismo, valores masónicos, etc. Y, en el fondo, el nacionalismo no, es más, como hemos dicho, que el “individualismo de las naciones”, es decir, la doctrina “individualista”, derivada en buena medida del humanismo renacentista, aplicada a los conjuntos humanos. Un “nacionalista” estima no aspira a otra cosa que, a hacer valer los derechos de su nación, sobre cualquier otro, sobre sus minorías y sobre sus vecinos. De hecho, el ejemplo polaco es paradigmático y muestra el límite al que tiende, de manera natural, todo nacionalismo: hacia el “imperialismo”, es decir, el intento de ampliar su territorio a costa de sus vecinos.

En el caso polaco, esta tendencia “imperialista” es explícita -por mucho que los vencedores de 1945 intentaran eludirla, porque, gracias a ella se explicaba el origen del conflicto- y notoria, mientras que en el caso catalán tiene un planteamiento, como mínimo, curioso. Los primeros doctrinarios del nacionalismo catalán, Prat de la Riba en concreto, ya aludían explícitamente al “imperialismo catalán” en su obra La Nacionalista Catalana (alguna reedición realizada por la gencat elimina este problemático capítulo…). Hacia finales de los años 60, un grupo minúsculo, el PSAN, lanzó el término “Països Catalans” como remedo del “imperialismo catalán” que llegarían “desde Salses a Guardamar y desde Fraga a Mahón”. El “ideal” no daba para más. El intento, promovido por la gencat, de hacer pasar a la Corona de Aragón como “federación catalano-aragonesa” va en la misma dirección.

El hecho es que el nacionalismo polaco fue estimulado desde EEUU y el Reino Unido, los vectores más agresivos del capitalismo en los años 30, mientras que el independentismo catalán que reapareció 80 años después, ni siquiera logró el consenso de la “burguesía catalana”, esto es del “mundo del dinero” regional y, por tanto, fracasó. Sin tener en cuenta, claro está, el otro factor importante: el capitalismo de los años 30 era una etapa anterior y completamente diferente al capitalismo de principios del siglo XXI. Aquel era un capitalismo “industrial”, el actual es un capitalismo “globalizado”, en el que los pequeños capitalismos “regionales” tienen muy poco, o nada, que aportar.

Una última afirmación: el “nacionalismo” ama tanto a la nación que es capaz de hipotecarla a quien le garantice su independencia. Lo hemos visto en los últimos años del siglo XX: los nacionalistas kosovares, literalmente, se vendieron a los EEUU con tal de poder construir una “república mafiosa”; antes, los nacionalistas croatas hicieron otro tanto, hipotecándose a los alemanes; los beluchos hubieran deseado venderse a los soviéticos tras la invasión rusa de Afganistán, sabedores de que eran la última etapa de la marcha rusa hacia los “mares cálidos”. O bien, a los norteamericanos, interesados en contener a los soviéticos en su masa continental. Los nacionalistas polacos de 1939, se vendieron a norteamericanos y británicos (y, posteriormente, serían traicionados por ellos) y los nacionalistas catalanes, y este fue su drama y su impotencia, no tenían a quién venderse. Debió ser en la Universitat Catalana d’Estiu, cuando Josep Guía dio una clase sobre “independencia y geopolítica”, concluyendo que, sin duda, el Reino Unido estaría “interesado” en la independencia catalana. En el ambiente flotaba la “necesidad” de “ofertarse” a Londres, de la misma manera que Puigdemont intentó hacer otro tanto con Rusia. Primero la independencia nacional, a costa de lo que sea, y aunque luego debas vivir realquilado en tu propio país… tal es el fatal destino de todo nacionalismo.

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