sábado, 5 de junio de 2021

Izquierda y homofobia, por Fernando Paz

 

Fernando Paz

Razón Española


En las últimas cuatro décadas, la izquierda ha desarrollado insospechadas querencias y ciertas inimaginables amistades. Una de ellas es la que ha establecido con las organizaciones de homosexuales, en simbiosis mutua de la que se derivan beneficios para ambas partes. Funcionalmente, la parasitación de la homofobia permite a la izquierda reforzar el ascendente moral que ejerce sobre el conjunto de la sociedad, desde que pone en sus manos un instrumento inquisitivo que ha sido asumido como un elemento central discursivo del propio orden social.

En su momento, la izquierda prometió libertad, y el resultado fue el gulag. Se adueñó de la igualdad y erigió la sociedad más jerarquizada que ha conocido la historia. Se manifestó como pacifista, pero en sus ejércitos había que servir tres años. ¿Acaso en lo que hace a la homosexualidad ha venido siendo más honesta?

Los fundadores del socialismo científico, es decir, Marx y Engels, consideraron la homosexualidad como algo reprobable y hasta repugnante. Marx, para quien la primera de las certezas era que el capitalismo terminaría sus días hundido bajo el peso de sus contradicciones, se mostraba radicalmente contrario al maltusianismo y a las ideas de control poblacional. Por el contrario, cuanto mayor fuese el número de proletarios, más se agudizarían dichas contradicciones, hasta el punto de provocar la caída del sistema.

La homosexualidad no favorecía el aumento de población, y era vista como una consecuencia de la degeneración burguesa, del mismo modo que las prácticas abortivas o la drogadicción. Para Marx, todo lo que no fuesen relaciones entre hombres y mujeres era una aberración, de modo que «la relación de un hombre con una mujer es la relación más natural de un ser humano con un ser humano». (Varias décadas más tarde, el socialista alemán August Bebel insistiría en La mujer bajo el socialismo —la obra más leída por los militantes del SPD antes de la Primera Guerra Mundial— que «el crimen contra natura es patrimonio de la degeneración de las clases altas y burguesas»).

Engels, en El origen de la familia, la propiedad privada y el Estado, calificaba la homosexualidad como abominable y despreciable, además de monstruosidad moral. Ni Engels ni Marx dudaron en emplear la acusación de homosexualidad para desacreditar a algunos de sus enemigos.

«Exterminad a los homosexuales y el fascismo desaparecerá».

Después de la Primera Guerra Mundial, la izquierda desplegó una homofobia radical, ya que consideraba que fascismo y homosexualidad eran una misma cosa. De acuerdo a la psiquiatría clásica —y hasta 1990 según la OMS—, la homosexualidad obedecía a un infantilismo psíquico, fundamentado en el rechazo de la alteridad, el miedo a lo diferente. Se trataba de una suerte de fobia patológica. De modo que el hiperbólico nacionalismo característico del fascismo encajaba a la perfección con el paradigma psíquico de la homosexualidad. Para Wilhelm Reich, padre de la escuela psicosexual, «la homosexualidad sociológica y psicológicamente es una aberración de la derecha nacionalista y, sobre todo, fascista... contra la inmoralidad de los nazis, los antifascistas evocan su propia racionalidad y pureza».

La identificación de homosexualidad y fascismo se acentuó con el trascurrir del tiempo, y para comienzo de los años treinta, los marxistas ale-manes se mofaban de las notorias tendencias eróticas de muchos de los militantes nazis (especialmente las tropas de asalto, las SA). Los socialistas denunciaban con asiduidad el «peligro» que para los padres suponía dejar a los jóvenes en manos de los «pederastas de la Hitlerjugend»; el Münchener Post, escribió en 1931 una serie sobre Nacional Socialismo y Homosexualidad y Hermandad de Maricas en la Casa Parda. En la prensa de izquierdas, los chistes sobre la condición sexual de los nazis eran frecuentes. Acosados por este tipo de propaganda, los nazis llegaron a denunciar ante los tribunales a los socialistas cuando estos publicaron que el dirigente de las milicias nazis, Ernst Rühm —un notorio sodomita—, pagaba los servicios de prostitutos.

En 1934, el mismo año en que Stalin incluyó la sodomía como delito, el celebrado literato Maxim Gorki escribió en Humanismo Proletario: 

«Exterminad a los homosexuales y el fascismo desaparecerá». Hasta entonces, la homosexualidad era considerada una enfermedad en la URSS; desde marzo de 1934, el artículo 121 del código penal soviético recogía las penas a imponer por prácticas de este tipo: cinco años si la relación había sido consentida y hasta ocho si se trataba de un menor. Según el ambientalismo marxista, la homosexualidad era un vicio burgués; una «sociedad sana» no tenía sitio para tales personas. La homosexualidad pasó a ser definitivamente contrarrevolucionaria, de modo que unos 50.000 homosexuales masculinos fueron enviados al gulag por su condición a partir de los años treinta.

En 1950, se publicó un delirante volumen titulado La personalidad autoritaria, especie de obra colectiva dirigida por Theodor Adorno que apuntaba a que «el fascismo era la consecuencia de la educación en los valores tradicionales». Unos años después, Adorno incluso afinó en la idea psicosexual de que el fascismo consistía básicamente en la repetición en la edad adulta de pautas violentas aprendidas en la infancia: «los niños educados en hogares estrictos eran los fascistas del mañana». De este modo, se desplazó la consideración de la homosexualidad desde su originario carácter fóbico y patológico, hasta s.0 incardinación en una interpretación genéricamente hedonista del mundo y la existencia. Son ahora los valores tradicionales los que pasan a ser patológicos. Horkheimer, Adorno, Marcuse y otros exiliados socialistas alemanes (la Escuela de Frankfurt), utilizaron la nueva visión para cuestionar los fundamentos de la cultura occidental judeo-cristiana. Así, Lacan afirmaba que «no hay hombres ni mujeres, sino sólo sujetos, todos castrados, todos perdidos». Como las elites tradicionales no permitirían la sustitución de los valores dominantes, habría que realizar la labor a través de la ingeniería social (algo que ya había barruntado Gramsci un cuarto de siglo antes), lo que no excluía ningún género de medios a emplear. La escuela de Frankfurt rescatará lo posible del naufragio marxista, esencialmente el marxismo cultural. Aunque en principio Sartre —mascarón de proa del 68— no había rechazado la teoría psicosexual que identificaba al fascismo con la homosexualidad, pronto cambió de perspectiva, sumándose a la idea de que la génesis del fascismo era distinta a la de aquella. Lo que conocemos como sesenta y ochismo representa una mutación que pondría punto final a la ecuación fascismo-homosexualidad. El existencialismo, tras la Segunda Guerra Mundial, no abandonó su característica desesperanza anterior, pero sí la mimetizó con la felicidad a través de una alegría hedonista puramente epidérmica.

Vía de subversión de los principios tradicionales

Su oposición a los valores tradicionales, en fin, es lo que hizo que la homosexualidad dejase de ser considerada una patología y pasara a convertirse, en el marco de unas sociedades hipersexualizadas, en una eficaz palanca de destrucción de los fundamentos tradicionales de la cultura occidental.

Como la evolución de la izquierda no se produjo de modo homogéneo, mientras en Europa y EE.UU. era reconsiderada y examinada desde una nueva perspectiva, en la Cuba revolucionaria la homosexualidad se perseguía duramente. Tras la revolución, los homosexuales fueron obligados a abandonar sus trabajos, sobre todo los relacionados con el mundo de la cultura. Se desarrollaron juicios públicos en los que debían admitir sus vicios e inclinaciones sexuales; eran repudiados por la comunidad y pasaban a ser considerados contrarrevolucionarios.

A partir de 1965, los homosexuales eran enviados a las UMAP (Unidades Militares de Ayuda a la Producción), en las que eran vejados hasta lo indecible. Cuando la presión internacional puso fin a aquella organización en 1967, los presos fueron distribuidos por otros campos. Uno de estos campos fue el de la Isla de los Pinos, donde los presos trabajaban desnudos y los más rebeldes se veían obligados a cortar la hierba con los dientes. Al mezclar a los homosexuales con los comunes, los primeros —como muchos otros presos— se vieron obligados a embadurnarse con excrementos humanos para evitar las brutales violaciones que los comunes gustaban de perpetrar.

Desde entonces hasta este momento no ha cesado la persecución de homosexuales en Cuba, si bien se ha disfrazado convenientemente a fin de no alarmar a la permanentemente estrábica «comunidad internacional». Por ejemplo, en 1988 se llevaron a cabo redadas masivas con la justificación de que se trataba de identificar a los infectados de SIDA. Y en junio de 2010 aún se producían detenciones, a razón de treinta por día sólo en la ciudad de La Habana.

Ante estos hechos, es curioso que muchos de los activistas homosexuales más notorios en Occidente, en Europa y, por supuesto, en España, apenas abran la boca para emitir protesta alguna o, en todo caso, lo hagan de modo muy genérico y evitando todo compromiso.

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