miércoles, 20 de abril de 2022

Hitler y Putin

 

Lejos de mí pretender entrar aquí en el estudio del conflicto ruso-ucraniano, para el que a fecha de hoy me falta tiempo y criterio. No me agradan los equidistantes, pero tampoco los tertulianos sabelotodo, de ahí que aun cuando tenga mi opinión, en razón a las carencias recién apuntadas dudo que ésta sea de valor y utilidad.

Sí deseo, por el contrario, tratar una cuestión que entra en el campo de mis conocimientos, cual es el análisis del repetido paralelismo mediático entre Putin y Hitler. Al parecer, éste estriba en que uno y otro han dado comienzo a sendas guerras, como si Churchill o Daladier no la hubiesen declarado el 3 de septiembre de 1939 a la Alemania hitleriana. Otro tanto cabe decir, en fechas más recientes, de los diversos presidentes norteamericanos que las emprendieron en Serbia, Irak o Afganistán, por citar unos pocos ejemplos.

Más allá de las obvias diferencias políticas entre ambos mandatarios, cuya mera exposición ya de por sí supondría un insulto a la inteligencia, hay tres divergencias a mi modo ver fundamentales que hasta la fecha no he visto exponer, y son las que se derivan del principio de autoridad moral, de la adecuada selección del enemigo, y de la ideología como guía de las armas. Sin más dilación, paso a diseccionarlas.

EL PRINCIPIO DE AUTORIDAD MORAL

Un aspecto incómodo, pero que por incontrovertible rara vez se esboza, es el de la autoridad moral de la que Hitler gozaba. Al respecto deseo enfatizar, en primer lugar, que obviamente no soy yo quien se la atribuye, sino que lo hizo el pueblo alemán en su día. Y a los efectos que nos ocupan -pues eso supondría materia para otro debate-, poco importa si esa autoridad moral realmente estaba o no justificada, tenía derecho o no a ella, era merecedor o no de la misma; me limito a denotar que hacía uso de ella pues el pueblo, equivocado o no, consideraba que en efecto la tenía.

Cartel en una calle berlinesa en 1932, «Nosotros queremos trabajo y pan, vota por Hitler».

Sólo así es posible entender los sacrificios cada vez mayores arrostrados por la población alemana, así como su aceptación a medidas cada vez más extremas. El hombre de la calle sin duda no habría dado por sí mismo su beneplácito a unas y otras, pero se dejaba guiar por el «Führer» y su «superior criterio». Y ello no hubiera sido posible, insisto, de no haber dispuesto éste de dicha autoridad moral, que a mi juicio no comenzó a resquebrajarse de manera importante hasta mediados de enero de 1945, fecha de la entrada de las tropas soviéticas en Alemania, con la colosal tragedia subsiguiente de desplazados y violaciones.

Fíjese el lector que me refiero al resquebrajamiento de su autoridad moral, no al de la fe en la victoria del pueblo alemán, que ciertamente cabe situar antes, y que si bien pueden tener una correlación, ésta es bastante menor de la que hoy se tiende a creer.

De verse forzado el discurso mediático a argumentar dicha autoridad moral, éste nos aduce dos razones.

La primera, que en realidad la niega, pasa por destacar el «estado policial y de terror». Por el contrario, la coacción probablemente conforme la vía más rápida de poner fin a toda autoridad moral. Con las bayonetas puede hacerse de todo, menos sentarse sobre ellas. Era precisamente dicha autoridad moral la que legitimaba ese «estado policial» que hoy se resalta, no al revés.

Adolf Hitler es saludado por sus partidarios en Nuremberg en 1933.

Sabido es que tras la guerra, prácticamente ningún alemán reconoció haber hecho nada de manera voluntaria, incluido afiliarse al Partido. Quizá esa mentira colectiva apacigüe hoy las conciencias biempensantes, pero la realidad, a poco que se investigue, resultó ser muy otra. El irónico título del célebre libro de Daniel Goldhagen «Los verdugos voluntarios de Hitler», no constituye sino un reflejo extremo de lo recién apuntado.

El segundo elemento a la hora de negar o disminuir esa autoridad moral, apunta al uso de la propaganda, argumento éste que a diferencia del anterior, sí tiene mayor peso. Que el NS la ejerció de manera magistral, es de sobra sabido, pero al respecto hay mucho que decir y matizar.

De entrada, pareciera que el régimen hitleriano ha sido el único en practicarla en tiempos recientes, cuando lo cierto es que ha sido el único en reconocerla libre de hipocresías, hasta el punto de crear un ministerio al efecto. Salvo en el tema de la habilidad y las formas, no denoto especial diferencia con lo que podemos vivenciar hoy en día. Cierto es que la del Tercer Reich no tenía oposición, y que de ejercerse ésta se podía incluso acabar entre rejas. Lo anterior, empero, no es garantía de éxito. Sin irnos muy lejos, otro tanto sucedió con el franquismo durante muchísimo más tiempo, y lo mismo cabe decir del comunismo en incontables países del Este, siendo el resultado de su propaganda, o más bien su nulo resultado, por todos conocido.

En famosa máxima atribuida a Churchill, se puede engañar a una parte todo el tiempo, o bien a todos una parte del tiempo, pero no se puede engañar a todos todo el tiempo. Dicho axioma bien define los límites de la propaganda. Con independencia de mensajes y fines, su éxito depende de cómo se use. Si no está sustentada por la realidad, caerá por sí misma. Cierto es que la percepción de la realidad es variable, pero sólo hasta cierto punto. Consigue su mayor alcance cuando sustentada en hechos tangibles, destaca los éxitos propios y resalta las flaquezas del enemigo. Si unos y otros no son ciertos, tarde o temprano el saber popular descubrirá la verdad, y entonces esa propaganda que en su momento fue la mejor aliada, devendrá en sinónimo de mentira y descrédito.

No es factible, por consiguiente, instituir a la larga una autoridad moral sólo en razón a la propaganda, o sustentada mayormente en ésta. Como ya apuntara, ésta podía acentuar los puntos fuertes de Hitler, pero no inventárselos sin concluir finalmente en fracaso.

En favor del líder alemán hablaba un currículum entonces por todos conocido: era de origen relativamente humilde; había salido adelante desde muy joven por sí sólo, careciendo de títulos y propiedades; se había presentado voluntario a una guerra en la que no tenía obligación alguna de combatir, y sirvió en ella de principio a final; puso en marcha un ínfimo partido absolutamente desconocido, para catorce años después y tras ardua lucha, superando ingentes oposiciones gubernativas que eran de dominio público, alzarse con el poder en las urnas. Es éste un resumen brevísimo, que ni siquiera recoge los asombrosos logros políticos de todo tipo que Hitler alcanzara una vez nombrado Führer y canciller.

Marcado con una cruz, un joven Hitler soldado.

Sin embargo, éxito y autoridad moral tampoco van necesariamente unidos de la mano. De no ser por la personalidad de Hitler, un hombre público y por ende bien conocido ya años antes de hacerse con la Cancillería del Reich, aquélla no habría podido asentarse. La ausencia de escándalos en su vida privada, de ostentación de lujo y riqueza, de hábitos disipados, sumado a su renuncia a distinciones y honores -a diferencia de lo que hoy la propaganda sí hace creer-, constituyeron elementos clave de su popularidad y no respondían a una ficción impostada. Su condición vegetariana y abstemia, su marcada afición al arte, su conocido cariño por niños y animales, y su entrega en cuerpo y alma a la dirección de la nación, prácticamente nadie las ponía en duda pues eran patentes. Cuando estalló la guerra, se puso el uniforme gris que juró no abandonar hasta que finalizara la misma. En solidaridad con el soldado del Frente, no visionó película alguna de entretenimiento ni acudió a espectáculo del tipo que fuera, siendo la única excepción su asistencia al Ocaso de los Dioses en los Festivales de Bayreuth de 1940, un regalo que se otorgó a sí mismo tras la victoria sobre Francia.

Todos esos atributos que acabo de exponer son ciertos, y por ende los resaltados en su día por una propaganda inteligente. Salvo que uno se dirija hoy a una población lobotomizada, negarlos no deja de ser una pataleta infantil, por lo que se argüirá y con razón que ésa suponía tan sólo la cara amable de Hitler, pero como ya señalé desde un principio, no es mi intención abrir aquí un debate ético, sino establecer un hecho. Y es el de que Hitler, con independencia del uso que hiciera de ella, contaba con una gran autoridad moral, y que ésta no era fruto tan sólo de la propaganda y ni mucho menos de la acción policial. Reconocer lo anterior no implica en absoluto posicionarse en favor de Hitler, sino plasmar una realidad. Que a partir de ésta, se aduzca que jamás en la historia de la humanidad se hizo peor uso de dicha autoridad, en nada niega su existencia, o si se prefiere, la percepción que el pueblo alemán tenía de ella.

En este sentido, Vladimir Putin también tiene sus méritos y no seré yo quien se los quite, pero están a gran distancia de aquéllos de los que Hitler podía hacer gala. No se formó en la escuela de la calle, ésa que requiere la necesidad de captar votos y ganarse la aceptación popular, sino en el KGB. No creó su propio Movimiento, sino meramente un partido. No llegó al poder arropado por las masas, sino designado como delfín de su predecesor. Ciertamente en su mandato ha logrado éxitos, y su perfil sobresale por encima del de la mayoría de sus cortesanos; es bien conocida su afición por el deporte, la naturaleza, así como su decidido impulso a la religiosidad ortodoxa de su pueblo. No obstante, si bien esto puede bastar para convertir a un político en «popular», no es suficiente en absoluto para transformarlo en caudillo.

Putin se da un baño de masas en un estadio de Moscú el pasado marzo.

Y tiene una última carencia que probablemente no quepa atribuirle a él sino al destino, y es que a diferencia de Hitler, no ha expuesto su existencia en una guerra, y por consiguiente, vivenciado todas las renuncias personales que ello conlleva. A la hora de enviar a otros a jugarse la vida, haberlo hecho uno mismo previamente, de manera voluntaria y durante largo tiempo, como mero miembro de la tropa y pese a ello, haber sido altamente condecorado, es algo que la Providencia deja tan sólo al alcance de unos pocos.

LA ADECUADA SELECCIÓN DEL ENEMIGO

En la vida no siempre podemos escoger nuestros amigos, pues para que se conviertan en tales no basta nuestra mera voluntad. Por el contrario, sí podemos elegir nuestros enemigos, por más que en ocasiones nos vengan impuestos.

A la hora de referirme a los enemigos que Hitler designara para sus guerras, no quiero hacer aquí hincapié en quiénes eran éstos, sino en quiénes no eran: los pueblos germánicos.

En lo que respecta a los planes exteriores de Hitler -o de Putin-, eludo aquí asimismo toda aproximación ética en cuanto a si estaban justificados o no. Fuese por patriotismo o expansionismo, él decidió ampliar los márgenes de Alemania, englobando los pueblos y tierras de habla y tradición germana: Austria; los Sudetes en manos checas; el territorio de Memel anexionado por Lituania, y el llamado «corredor polaco» que dividía la Prusia oriental de la occidental. A excepción de este último, se hizo con todos ellos sin necesidad de disparar un tiro.

Aproximación de los territorios étnico-culturales perdidos por Alemania.

A la hora de explicar lo anterior, la propaganda actual lo argumenta aduciendo que se hizo bajo coacción militar y la amenaza al recurso de la guerra. Si bien esto es verdad, dista mucho de ser toda la verdad. Se elude un factor tanto o más importante, que una vez más es el del peso moral. A nadie se le escapa que el soldado, incluso armado con la mejor de las armas, precisa con mayor necesidad de una buena moral de combate -con independencia de que dicha moral sea acorde a los valores que hoy se tienen por universales. Y esta última, en buena parte, viene dada por lo que hoy es conocido como el «relato», el cual, al igual que acontece con la propaganda, o si se prefiere, como parte de ésta, cuanto más próximo a la realidad, más eficiente.

Si Hitler entró en Austria sin que nadie disparase, no fue tanto por el buen manejo del relato en Alemania, sino por el malo de su país de origen. En dicho sentido, ambas naciones tenían análogas posibilidades, pues estaban regidas por un régimen de partido único, y sus mandatos habían tenido comienzo con apenas unos meses de diferencia. En el caso austriaco, una de sus primeras medidas fue la de prohibir al partido nacionalsocialista, demonizando su mensaje, encarcelando a centenares de sus miembros e impidiendo toda propaganda hitleriana. No obstante, en un nuevo ejemplo de lo ya señalado, el uso exclusivo de los medios de comunicación no constituye de por sí una garantía de victoria, y enfrentados en Austria los relatos de unos y otros con la realidad, ésta acabó por imponerse.

Algo análogo sucedió con los Sudetes, si bien esta vez el ejército que Hitler tenía enfrente no era uno de su misma sangre, sino mayoritariamente checo. Y cuando refiero que lo era mayoritariamente, no sólo apunto a la parte germana que cumplía su servicio militar, sino también a la eslovaca, que igualmente anhelaba ser dueña de su destino.

Sudetenland.

Con todo, y por indeseada que fuera la guerra, Checoslovaquia distaba de ser David frente a Goliath. Además de las garantías francobritánicas y su pacto defensivo con la Unión Soviética, las fortificaciones en su frontera occidental eran formidables, y los blindados de sus factorías Skoda equiparables a los mejores del mundo, y de hecho superiores entonces a los de su rival. No hay que olvidar, asimismo, que en el momento de hacerse con los Sudetes (octubre de 1938), Alemania hacía escasos tres años (marzo de 1935) que había reinstaurado su servicio militar e iniciado el rearme, dejando atrás las limitaciones del Tratado de Versalles que reducían su ejército a 100.000 hombres, sin carros de combate ni aviación, y con sólo un puñado de unidades navales ligeras.

Si el Pacto de Múnich evitó la guerra fue porque franceses e ingleses, pero también checos, reconocían en su fuero interno la cacicada que supuso desgajar los Sudetes de la patria austriaca. Tanto es así, que una vez acabada la guerra, las nuevas autoridades checas eludieron todo debate y cortaron el problema por lo sano, procediendo a la limpieza étnica y deportación de los aproximadamente tres millones que conformaban la minoría germana.

Tras ambos precedentes, no es sorprendente que medio año después, en marzo de 1939, Lituania llegara a un acuerdo pacífico con Alemania para la cesión de Memel.

Conforme titulé el presente capítulo, éste está referido a la adecuada selección del enemigo. En el caso de Austria, su autocrático gobierno derechista-clerical estaba claramente enfrentado a su vecino nacionalsocialista del norte. Constituía refugio para numerosos enemigos del régimen hitleriano así como centro de agitación en su contra, y en caso de un conflicto bélico generalizado, suponía una amenaza para el débil flanco sur alemán. Hitler podría haber impuesto una solución militar, pero tenía claro que ni para sus connacionales, ni para los austriacos que quería ganar para Alemania, dicha guerra iba a ser popular, y por el contrario, dejaría cicatrices imposibles de superar. Bombardear Viena, Klagenfurt, Graz o Salzburgo no le iba a precisamente a servir de ayuda a la hora de granjearse a sus habitantes. A quien quería combatir era al gobierno austriaco, no a su pueblo, y por ende la solución sólo podía ser política. Al encaminar sus columnas militares, con él a la cabeza, en dirección a los pasos fronterizos, no hizo sino materializar la victoria de aquélla.

El cartel de Sieg über Versailles [Victoria sobre Versalles] promociona una película sobre los éxitos de la política exterior de Hitler en la década de 1930. En el vemos los nombres de Memel, Böhmen Mährem, Sudetenland, etc.

De haber estallado la guerra contra Checoslovaquia, tampoco es probable que arrojase bombas sobre Karlsbad o Budweis para reforzar la adhesión de los alemanes a los que pretendía liberar. Los enemigos no eran ellos, sino los checos, y esa distinción resultaba clave para la moral del propio pueblo.

Al igual que Hitler y cualquier otro mortal, Putin ha tenido la opción de seleccionar o cuando menos priorizar sus enemigos, siendo su primera guerra a gran escala contra Ucrania. No entro a considerar si las acusaciones que ha formulado contra el gobierno ucraniano están o no fundadas, sino que me limito a constatar que la solución militar la ha dirigido contra un pueblo hermano. Precisamente por serlo, debiera haberle sido más fácil a Putin hacer escuchar su voz, y puede que en caso de imponerse finalmente lo consiga, pero tras el rastro de devastación dejado por las bombas, no es previsible que los ucranianos estén dispuestos a prestarle el oído por mucha razón que le ampare.

Con todo, no es ya la desafección del pueblo ucraniano la única que ha obtenido, sino también la de una parte no desdeñable del propio pueblo ruso, que sin duda lamenta este enfrentamiento armado con quienes además de contar con lazos históricos y de sangre, debieran ser sus aliados naturales. Hasta qué punto llegará dicha desafección está por ver, pero por amplio que pueda resultar el triunfo militar de Putin, el enemigo abatido no es precisamente el que su pueblo hubiera deseado. Es pronto para saber si esa victoria devendrá pírrica, pero amarga, seguro.

LA IDEOLOGÍA COMO GUÍA DE LAS ARMAS

Una conocida frase de Goebbels lanzada durante los primeros años de gobierno de Hitler, rezaba que el nacionalsocialismo no era un artículo de exportación. Sin duda y como tantas otras del ministro, además de efectiva era efectista, pero vista con la perspectiva que otorga la ulterior visión histórica, su efecto resultó fatal.

En su descargo cabe decir que cuando fue formulada, ésta era una frase obligada. Por más que los primeros éxitos de la política hitleriana causaran entusiasmo más allá de sus fronteras, Alemania seguía siendo un país que arrastraba una gravísima crisis económica, y que contaba con un ejército más que precario para defender sus muchas lindes, amenazadas por enemigos territoriales e ideológicos.

Durante la Republica de Weimar: La hiperinflación hizo que los billetes emitidos no sirvieran de una semana para otra. Los barrenderos barrían billetes como cualquier otra basura.

Con el recuerdo aún reciente de la Primera Guerra Mundial, los vecinos de Hitler veían con lógica preocupación el resurgimiento del nacionalismo germano. Su política, especialmente la antisemita, levantaba llagas en las cancillerías europeas, pero a nivel popular, su socialismo nacional comenzaba a ser reivindicado con fuerza por diversas formaciones políticas, con la consiguiente alarma de los gobiernos. Se formaba pues en torno a Alemania un anillo hostil que bien podía amenazar su integridad, pero que en cualquier caso suponía un freno político y económico para el devenir de la nación.

Romper ese cerco exterior fue una de las primeras tareas del gabinete hitleriano. Llegar a acuerdos internacionales de todo tipo, en especial comerciales, abrían la puerta a la adquisición de imprescindibles materias primas, así como a la exportación de la cada vez más ingente producción germana.

A la hora de formalizar dichas alianzas, inmiscuirse en la política de los países a los que se pretendía ganar para la propia causa, no constituía la mejor carta de presentación. En dicho sentido, dos ejemplos prototípicos los conformaron Hungría y Rumania, países ambos dirigidos por regímenes autoritarios barnizados de democracia, atenazados de corrupción, y conducidos por una casta cortesana y financiera muy alejada del sentir popular. Uno y otro contaban con sendos y potentes partidos «fascistas», los Cruces Flechadas y la Guardia de Hierro respectivamente, a los que sólo fraudes electorales, prohibiciones y represiones -especialmente sangrientas en el caso rumano- impidieron hacerse con el poder. Eran muchos quienes en el NSDAP abogaban por un apoyo directo en pro de ambas formaciones, pero deviene imposible llegar a pactos con los dirigentes de una nación al tiempo que tomas partido por su más decididos rivales. Alemania debía ser vista como una aliada, no como un elemento desestabilizador, y para ello se mantuvo al margen de los asuntos internos de los países con los que llegaba a acuerdos, no yendo más allá de intentar aplacar en lo posible las acciones represivas contra las formaciones afines, o dar asilo a sus perseguidos líderes.

Esa política devino muy exitosa en un principio, para convertirse en justo lo contrario una vez que comenzaron los reveses de la guerra. Fue comida para hoy y hambre para mañana, pero a toro pasado todos somos grandes estrategas. Quizá una implicación directa en la política de ambas naciones hubiese producido el vuelco deseado, o por el contrario conducido al desastre, ganándose la enemistad de sus gobiernos, proyectando una imagen hostil al resto de naciones, perdiendo influencia económica y política, y en definitiva, no logrando más allá que hambre para hoy y hambre para mañana.

Quisling y Alfred Rosenberg en Berlín en el año 1942.

En cualquier caso, la penetración del nacionalsocialismo germano entre los vecinos eslavos del Este se veía lastrada por siglos de desavenencias. Más éxito habría tenido en el Oeste, pero el estallido de la guerra y la ocupación militar de sus naciones conformaron un freno aún mayor. Con todo, la experiencia noruega, donde muchos de sus militares eran afines al partido de Quisling, y entre el ocupante inglés o alemán optaron por este último, constituyó un buen ejemplo de que el arma ideológica puede ser tan efectiva como la militar, al tiempo que salva incontables vidas.

Las limitaciones recién reseñadas minaron en mucho el arma ideológica de Hitler, decantándose por la más fácil del pangermanismo. No obstante, donde quiera que pisase el soldado alemán, era por todos sabido que lo hacía como abanderado de una ideología, y a menudo también como portador de la misma.

Putin contaría asimismo con esas dos opciones ideológicas, la paneslava en su caso, así como la genuinamente política. La primera ha quedado cuando no invalidada, sí gravemente dañada. Las imágenes de destrucción de ciudades e infraestructuras básicas no le habrán granjeado precisamente la simpatía de sus vecinos, y desde luego han sido vistas con pesar por su propia ciudadanía. Cuando un hermanamiento ha de ser impuesto por las bombas, es difícil que el resentimiento subsiguiente permita que a corto o medio plazo se convierta en tal.

Ucrania.

Le quedaría, no obstante, la vertiente política como punta de lanza de su penetración en otras naciones, pero aquí la desolación es la misma que la relativa al paneslavismo.

En el caso de Hitler, éste hizo realidad el sueño de todo estratega de marketing, y es el de que la marca se confunda o identifique con el producto. Por ejemplo, el mero nombre de las «Juventudes Hitlerianes» decía bien a las claras quiénes eran éstas y cuál su objetivo. En definitiva, la ideología de su Movimiento podría entonces ser mejor o peor conocida -hoy no se la conoce en absoluto, más allá de mediciones raciales de la nariz y hornos crematorios-, pero dentro y fuera de sus fronteras, todo el mundo tenía un conocimiento de sus puntos más básicos.

No cabe ni mucho menos decir otro tanto de Putin. De todos es sabido que desea una Gran Rusia, y sin embargo, ¿para qué? ¿Qué ofrece al resto de naciones? ¿Cuáles son sus ideas? No pongo en duda que haya conseguido logros socioeconómicos en su país, como también lo lograra Franco en España, pero como bien sabemos, eso no basta para crear una alternativa ideológica que entusiasme a las masas, o cuando menos, a los pueblos.

Partiendo de la base de que posiblemente la imagen que llega a Occidente de la Rusia de Putin esté distorsionada, ni siquiera haciendo un esfuerzo por separar el trigo de la paja, es posible hacerse una idea clara de cuál es la ideología imperante, y menos aun la que propone fuera de sus fronteras.

En efecto, hay un impulso del nacionalismo ruso, habiendo sabido aunar inteligentemente la tradición zarista con la de los mejores tiempos de la Unión Soviética, y a su vez, en consonancia a la primera, ha elevado a la religión ortodoxa como elemento espiritual de unión popular así como de legitimación trascendente del régimen. Dicho modelo puede ser extremadamente válido para Rusia, y salvando las distancias, también para el resto de naciones, pero eso meramente nos retrotrae al patriotismo previo al siglo XX, sin un entendimiento real entre los pueblos, y con la fuerza bruta como vía para hacer valer las propias razones.

Pese a que los medios para hacer llegar el propio mensaje fuera del país, tienen un potencial a años luz del que dispusiera Hitler, Putin no ha logrado hacer saber al mundo cuál es su posición ideológica más allá del nacionalismo, de ahí que se le identifique con una cosa y la contraria. Por una parte, los comunistas le apoyan, sustentados en su alianza con China, Cuba y Venezuela; por la otra, simpatizantes de la derecha nacional alaban su patriotismo, defensa de los valores tradicionales, y limitación de la agenda LGTBI. Querer contentar a todos es la mejor manera de no contentar a nadie, y si hay algo peor que una mala definición, es la indefinición.

Durante una manifestación pro Ucrania. 

Como recién indiqué, hoy las posibilidades para impulsarse internacionalmente son inmensas, vía televisión por satélite o contenidos en la red. Sin embargo, lo más conocido de la Rusia de Putin en el exterior es un turismo amante de lujos y sibaritismos, del que muchos, incluido yo mismo, podemos dar fe. No se trata de una imagen estereotipada, por más que esa clase de personas existan por doquier. Lo determinante es que en todos estos años no se ha visto un turismo ruso de clase media, no digamos ya popular, lo cual hace presagiar que las diferencias socioeconómicas sean allí abismales.

Tampoco ahí hay nada nuevo bajo el sol, pero a diferencia de la élite económica zarista, conformada por nobles e industriales, la actual rusa, en forma análoga a sus equivalentes de occidente pero con el mal gusto característico de los nuevos ricos, no se distingue precisamente por sus contribuciones sociales o inquietudes culturales. Que sean los oligarcas rusos, con sus mansiones, yates, corte de guardaespaldas de aspecto patibulario y jovencitas dotadas de muchas curvas y escasas luces, la imagen más conocida de lo que la Rusia de Putin proyecta fuera de sus fronteras, no es achacable tan sólo al discurso único y tópico de nuestros medios de comunicación. En este sentido y por mucho dinero que ganasen, por ejemplo, los Krupp, Hitler jamás habría consentido que en sus viajes al extranjero caracterizasen a Alemania como embajadores del más materialista hedonismo.

EPÍLOGO: EL TOTALITARISMO PARA ENCEFALOGRAMAS PLANOS

Como habrá constatado el lector, he eludido posicionarme en favor de Rusia o Ucrania, Putin o Zelenski. Lo justo y verdadero de sus razones y acciones lo dejo para mentes mejor informadas que la mía. No quiero, empero, finalizar, sin hacer mención a algo de plena actualidad, cual es la constatación de un creciente totalitarismo en la sociedad.

El adjetivo «totalitario» está de moda y se usa en forma peyorativa, como un equivalente a «dictatorial». No puedo evitar sonreírme cuando escucho hablar de «ideologías totalitarias», pues me preguntó cuáles no lo son.

Que una ideología, y más aún una religión, sea totalitaria resulta de lo más lógico. En el caso de esta última y yéndonos al ejemplo más cercano, sabemos que el católico -al menos en teoría y de conformidad a su doctrina- no ha de limitar su religiosidad a cuando está orando o se halla en el templo, sino que ha de hacer de ésta su guía de conducta y actuación en el ámbito de la familia, la educación, la empresa, la cultura, etc. Que precisamente sea a los católicos a quienes con mayor ahínco se les exija que reduzcan su presencia a la esfera estrictamente religiosa, no invalida ni mucho menos lo recién expuesto. De hecho, quienes con mayor énfasis se lo reclaman no tienen reparos en extender su propia ideología a los más extensos ámbitos, y sin ir más lejos, la llamada ideología de género llega incluso hasta las matemáticas con «perspectiva de género».

Como reza el dicho, dime de qué presumes y te diré de qué careces. No sé si hoy la sociedad es más totalitaria que nunca, pero desde luego no menos. Veo con pesar que una mera alusión laudatoria o condenatoria hacia uno u otro, es percibida como una adhesión o repulsa en su totalidad. Se destacan unos determinados puntos, y se omiten otros igual de importantes; en caso de que haya una noticia fehacientemente falsa, se pone como ejemplo para hacer creer que todas las tendentes en esa dirección también lo son. Y no me refiero con ello a los medios de comunicación de masas, sino también a personas de carne y hueso con las que tratamos habitualmente.

Ese deje totalitario siempre ha estado presente en nuestras sociedades, pero hoy, lejos de sustentarse en creencias, obedece al más irreflexivo impulso pavloviano de aceptación o rechazo.

Nadie en su sano juicio con proyección pública se atreverá a decir que la política de inmigración está descontrolada, pues lejos de entenderse como un reclamo hacia una mejora de la misma, es interpretado como una inequívoca muestra de xenofobia. Tampoco podrá sostener que en su opinión los atletas trans no debieran participar en competiciones femeninas, pues se entenderá como una reivindicación homófoba. Ni expresar su protesta a que se enseñen contenidos sexuales en primaria, pues eso lo denota como una persona cerrada de mente y plagada de complejos. Incluso ya tan sólo elogiar la política hidráulica del franquismo basta para ser tildado de tal. Al enemigo, ni agua. No hay resquicio para el matiz, pues en nombre del antitotalitarismo el discurso progre lo abarca todo.

Muchos -o quizá todos- de quienes lean estas líneas, se sentirán plenamente identificados con lo recién denunciado, y sin embargo, cuando se trata de Rusia o Ucrania, caen inconscientemente en el mismo tópico. No se trata de mantenerse neutral, postura ésta que me repele, sino de guiarse por la reflexión y no tan sólo por la emoción.

Confío que lo aquí expuesto, compartido o no, resulte materia de interés y meditación. Mucho me alegraré si he proporcionado al lector argumentos para rebatir ese obligado paralelismo entre Hitler y Putin, pero de no ser así, me conformo con que al menos me haya leído sin preguntarse a cada párrafo si estoy a favor o en contra de este último.

Cuando reducimos nuestra mente en términos tan estrechos, privándonos del más elemental raciocinio para conducirnos conforme a los clichés, validamos ese castrador totalitarismo en boga. Fruto del imperante y asfixiante marxismo cultural, se diferencia del resto de totalitarismos en que sólo es apto para encefalogramas planos.

Santos Bernardo

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