Lo más sorprendente de la historiografía moderna es que todavía se está preguntando que fue el fascismo. Al parecer es una pregunta difícil de responder. Y, de hecho, lo es, sobre todo, por qué, hasta ahora, no se había preguntado a los “fascistas” qué era lo que les motivaba y por qué se pusieron en marcha. Es más, hasta finales de los 70, todos los estudios sobre el fascismo estaban condicionados por el antifascismo. Eso dio lugar a dos tipos de interpretaciones erróneas: las distintas visiones marxistas que permanecían presas de su rigidismo dogmático y que, apenas habían variado desde la versión oficial dada en el Cuarto Congreso del Komintern hasta las plúmbeas interpretaciones realizadas por Nikos Poulantzas (que terminó arrojándose del piso 23 de la Torre de Montparnase, abrazado a sus libros). En cuanto a los historiadores “liberales”, optaban por utilizar el término “totalitarismo” para amalgamar el fenómeno, según ellos, nacido en la “extrema-derecha”, con el “totalitarismo de izquierdas”.
Fue solamente a partir de los años 80 y, cada vez con mayor intensidad, cuando cambió la tónica y empezaron a aparecer historiadores “independientes”, cada uno de los cuales, aisladamente y, sin constituir ninguna “escuela”, ni estar centralizados por ninguna revista, lanzaron sus tesis “disidentes” sobre los fascismos. Georges Mosse y Zeev Sternhell, por un lado, Stanley Payne por otro, finalmente, y, finalmente, Roger Griffin, con su recopilación Fascismo(Alianza Editorial, Madrid, 2019).
Las tesis de estos historiadores, no siempre son coincidentes. Da la sensación de que todavía no se ha llegado a un consenso en la cuestión de facilitar una explicación sobre lo que fue el fascismo y sobre el tránsito que se ha producido, posteriormente, en primer lugar, del “fascismo” al “neo-fascismo” y, luego del “neo-fascismo” al “populismo”.
Esta nueva perspectiva se tiende a llamar, genéricamente, “empática”. Es decir, para elaborarla se tiene en cuenta, en primer lugar y, sobre todo, los testimonios procedentes de los fascismos: estos se obtienen mediante entrevistas con supervivientes, o bien escarbando en sus memorias o en el material documental originario de aquella época. Se tiende a excluir todo lo que puede ser considerado como “propaganda de guerra”, o al menos, a minimizar su importancia. Esto marca una primera diferencia.
Mientras, por ejemplo, la totalidad de los historiadores marxistas e, incluso, historiadores liberales, han utilizado el Libro Negro sobre el incendio del Reichstagcomo “prueba” definitiva para hacer recaer la responsabilidad del incendio a espaldas de Hermann Göring, la “historiografía empática”, desconsidera estos seudo-documentos (la obra citada fue elaborada por funcionarios de la Internacional Comunista y presentada como “obra de investigación”, unos meses después del incendio) o realiza un análisis crítico que evidencia la mistificación.
Ahora bien, llama, igualmente, la atención, el que la clase política y la izquierda, permanecen de espaldas a estas nuevas investigaciones sobre el fascismo. Recientemente, en la República Federal Alemana, se ha “exculpado” -ya que estamos hablando del incendio del Reichstag- a Marius Van Der Lubbe como autor material del atentado. En realidad, las pruebas para confirmar su culpabilidad eran muchas, incluida su propia confesión, pero los herederos de los vencedores de 1945, impusieron esta “absolución” de Van Der Lubbe, para mantener viva la llama del “anti-fascismo” (Amadeo Bordigha, disidente del comunismo italiano, ya dijo en los años treinta que “lo peor del fascismo sería el anti-fascismo”), no sea que la Acción por Alemania (AfD), que nada tiene que ver con el neo-fascismo y, ni digamos, con el fascismo histórico alemán, siguiera creciendo en detrimento de los partidos tradicionales.
Lo interesante es constatar que, al menos en Europa -España, también en esto, es una excepción- hay historiadores que no se contentan con las explicaciones dadas por marxistas y liberales (los dos grandes adversarios del fascismo), sino que buscan explicaciones que se adapten mejor a la realidad y que no supongan una contradicción con lo que los fascistas decían de ellos mismos. Vale la pena tener en cuenta a este grupo de historiadores.
Stanley Paynees un viejo conocido (debió ser hacia 1969 cuando lo conocimos durante una visita que realizó a Barcelona; lo invitamos al Hogar Extremadura, donde un camarada economista daba una charla) que viene preocupándose del “fascismo español” desde los años 60. A él se debe la primera historia sobre Falange Española que puede ser considerada como trabajo de investigación, algo más como las habituales hagiografías que venían publicándose en la España franquista, o las denigraciones sistemáticas que difundían las editoriales marxistas desde el exilio. Payne, “entró” en el fascismo a través de Falange Española, pero luego, tras agotar el tema (con estudios sobre la Iglesia española y sobre los militares españoles), analizó el fascismo como fenómeno universal, poniendo la mayor preocupación en la distinción entre “fascismo” propiamente dicho, “extrema-derecha fascistizada” y “conservadurismo autoritario” (El Fascismo, Stanley G. Payne, Alianza Editorial, Madrid, 2014).
Zeev Sternhell, era de origen judío (falleció en 2020) y ha centrado sus estudios sobre el fascismo francés. Tres de sus libros, me parecen antológicos: La droite révolutionnaire (Ed. Seuil, París, 1978), Naissance de l’idéologie fasciste (Ed. Fayard, París, 1989) y Nè Destra, nè sinistra (Ed. Akropolis, Nápoles, 1984). Cabe recordar que en 2008, extremistas judíos lanzaron bombas contra el domicilio de Sternhell, por su posición contraria a la política gubernamental del Estado de Israel de estimular los asentamientos judíos en Gaza. La tesis de Sternhell se basa en considerar que los orígenes remotos del fascismo no residen en Italia, ni en Alemania, sino que están incluidos en la derecha revolucionaria y populista francesa de finales del siglo XIX. A pesar de que sus obras han sido contestadas, entre otros, por Alain de Benoist, hay que reconocer que el trabajo realizado por Sternhell es uno de los que más han contribuido a la renovación de los estudios sobre el fascismo, al abrir nuevas perspectivas “empáticas”.
En cuando a las obras de Roger Griffin (el ya citado, Fascismo, El fascismo clásico (1919-1945) y sus epígonos [Ed. Tecnos, 2012], Modernismo y fascismo [Ed. Akal, 2010] y Fascismo: una inmersión rápida[Tibidabo Ediciones, Barcelona, 2020], vale la pena leerlas por sus dos tesis. La primera es la del “nacionalismo palingenésico” y la segunda el “fascismo como forma de modernismo”. Ambas tesis hacen hincapié en elementos que habían sido eludidos u olvidados por interpretaciones anteriores.
Con “nacionalismo palingenésico” (una palabra en desuso que procede etimológicamente de los términos griegos “palin”, nuevo, y “génesis”, nacimiento), indica que los fascismos nuevos formas del nacionalismo revolucionario con entidad propia: aspiraban a un “nuevo nacimiento”, un “renacimiento”, nacional. La dictadura, el totalitarismo, las quemas de libros y de parlamentos, la violencia, las divisiones Panzer y los campos de exterminio, es decir, todo lo que incluye la visión “pop” del fascismo, son excluidos del análisis. Los fascistas no pretendían más que un “renacimiento nacional” (y, si completamos la lectura de este texto, con la de The enemy of Europe [Liberty Bell, 1981], de un neo-fascista como Francis Parkey Yockey (a) “Ulik Varenge”, nos será más fácil admitid que lo que éste llama “la revolución europea de 1933”, iniciada con la toma del poder de Hitler en Alemania, aspiraba a crear un “nuevo orden europeo” y, no solamente, un “renacimiento nacional” en los marcos de los Estados-Nación, existentes en aquella época).
La segunda teoría es aún más importante: el fascismo como modernidad. El marxismo y la historiografía liberal, y, por supuesto, la “propaganda de guerra”, han tendido a presentar a los fascismos como “movimientos retrógrados”, oscurantistas y con aversión a todo lo que era técnica y modernidad. Esto, obviamente, ha generado espectaculares contradicciones entre las biografías, las tendencias, los gustos, las realizaciones prácticas de los dirigentes fascistas y de sus propuestas políticas, fundamentalmente avanzadas, modernas, en una palabra, y estas interpretaciones, en las que deliberadamente se ha confundido “fascismo” con “derecha conservadora”. El fascismo fue modernidad y sus realizaciones, sus concepciones y sus voluntades estuvieron marcadas por un deseo -un ansia, incluso- de incorporar las vanguardias de la técnica y a adoptar derivas antiburguesas (en tanto que retrógradas).
Falta, por supuesto, dar una última vuelta de tuerca (reconocer que “ser fascista” es una forma de ser que ha existido siempre y que tiene sus modelos históricos en la antigüedad, y lo único que hicieron los “fascistas” fue adaptar ese modelo humano a la realidad del siglo XX), pero hay que reconocer que estamos muy lejos de las interpretaciones simplistas de postguerra, llegadas del dogmatismo marxista o de la falta de escrúpulos liberales. Es justo constatar que cada vez, estas interpretaciones están aproximándose más y más a la realidad.
Ahora bien, si esto es lo que respecta a la investigación historiográfica, vale la pena constatar que en la “cultura pop” el antifascismo está cada vez más presente y de manera más intensa. Nunca como hoy se han filmado tantas series y películas condenando al fascismo o dando una visión distorsionada del fascismo, ni siquiera en los años 50 a 70. Fue a partir de los 80, cuando se diría que la denigración del fascismo se fue intensificándose y, en la actualidad, se ha convertido en algo machacón. Se da la paradoja de que, cuanto más próxima está la historiografía de “aprehender” los rasgos del fascismo auténtico, más lejos está la sociedad y los medios de comunicación de aceptar esa realidad optando por mantener viva la “propaganda de guerra”, con sus mitos, sus errores y sus fantasías interesadas.
Cuando más a la izquierda nos desplazamos en el panorama político, vemos que esta tendencia a la distorsión está cade vez más marcada. Al llegar a Podemos, percibimos que todo lo que no es el partido púrpura… es fascismo o aliado del fascismo, incluso aquel vecino que protesta porque un energúmeno ha quemado un contenedor bajo su apartamento y el humo está asustando a sus hijos. Si no estás conmigo, eres fascista.
Esa confusión del lenguaje se da también en medios liberales cuando se acusa de “fascistas” a los que queman contenedores, o se habla de los indepes como “los lazis”(asimilación fonética a “nazis”) o a las feministas radicales como “feminazis”.Quien adopta esta vía de denigración, no advierte que ha sido ganado por el “poder cultural” del adversario: mientras subsista esta confusión terminológica y conceptual, mientras no cesen estas adjetivaciones paradójicas, será imposible valorar la totalidad de los fenómenos de nuestro tiempo en su justa medida.
Desde la Revista de Historia del Fascismo, procuramos por todos los medios -y llevamos ya 70 números en 10 años- realizar un análisis sobre este fenómeno. No lo hemos negado nunca: procedemos del “ámbito fascismo”, pero reconocemos que, en el siglo XXI, no se dan ninguna de las condiciones que dieron lugar a la “doctrina del fascismo”; pero, nos interesa el fenómeno, como una parte de nuestra pasado, como un período del siglo XX, y como un producto propio de nuestro entorno histórico y cultural. Podemos utilizar el lema clásico de “Amigo de Platón, pero más amigo de la verdad”, lo que nos lleva al enunciado que utilizamos como leit-motiv de la publicacón: “Ni apologistas ciegos, ni detractores sistemáticos. Así fue una parte del siglo XXI”.
Creemos que los historiadores que hemos mencionado hasta aquí pueden contribuir a poner los puntos sobre las íes y a lograr una mayor claridad sobre lo que fue, representó y propuso el fascismo genérico.
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