Dos días en Barcelona, para alguien que ha conseguido desintoxicarse de aquella ciudad, constituye una experiencia ente onírica y alucinógena, repleta de experiencias sorprendentes. Voy a intentar resumirlas por orden sin omitir ni exagerar nada de lo que me ocurrió desde que llegué el miércoles 20 de octubre hacia las 8:00, hasta que me fui el 21 a las 11:00 horas. Fue una jornada entre tantas otras, sin nada espectacular. Pero soy de los que opinan que lo inusual está siempre a la vuelta de la esquina, a condición de que se esté atento y uno sea capaz de actuar con la objetividad de una videocámara. A fin de cuentas, la “práctica tradicional” más cómoda consiste en tratar de ver el mundo que te rodea con objetividad. Eso es lo que he intentado y, lo más importante, haber extraído algunas consecuencias en los últimos párrafos.
UN MENDIGO Y LOS DISTINTOS NOMBRES DE LA CIUDAD
Estoy en Plaza de Urquinaona, hay un edificio que tendrá ya unos 40 años en la esquina con Roger de Lauria. Allí está la Mutua de Fubtolistas de Cataluña y, alguna vez que he pasado, me he cruzado con algún primer espada del Barça o algún figurón de su directiva. A los pies del edificio, en el lado de la Ronda de Sant Pere duerme un mendigo. Ha establecido allí su “casa”. Está evidentemente alienado. Quizás sea alcohólico. Apesta a todo lo que puede apestar alguien que ha olvidado desde hace mucho las más elementales normas higiénicas. Los dos metros que ocupa en la acera del edificio son la acumulación más grande de porquería que he visto jamás en el centro de Barcelona. Lo normal sería que existiera un servicio que recogiera a estos “clochards” y, después de evaluar su situación y circunstancias, los pasara a un juzgado que determinase si están en condiciones de valerse o no por sí mismos. Y actuar en consecuencia. No es el único mendigo que hay por la ciudad. De hecho, la, en otro tiempo llamada “Ciudad Condal”, luego “Ciutat Cremada”, más tarde “Ciudad de los Prodigios”, cada vez parece ser la “Ciudad de los Mendigos y de los Okupas”, amén de otras faunas que irán apareciendo en estas líneas.
Tengo que ir al Hospital de Sant Pau. Está, exactamente a 3,2 km de distancia, así que según Google Maps, debería tardar 42 minutos a pie. Andando es como se conoce una ciudad, aunque, andar por Barcelona, suponga un ejercicio continuo de esquivar bolardos, arriesgarse a ser atropellado por bicicletas, patinetes eléctricos y un sinfín de objetos y sujetos móviles y con móvil, poco o nada regulados que dictan sus propias normas de tráfico.
CITA OBLIGADA DESDE MI INFANCIA: SEGUIR LAS OBRAS DE LA SAGRADA FAMILIA
Ando, y ando. Llegó a la Sagrada Familia: veo que se ha terminado el cimborrio del ábside que, por un momento -no creo que por más de un año- será la parte más alta del templo en permanente construcción. Por algún motivo hay dos dotaciones de los Mossos d’esquadra en las inmediaciones, con armas de repetición como si fuera a ocurrir algo tremendo e inesperado. Turistas, lo que se dice turistas de aquellos que se arremolinaban en torno al templo en otro tiempo, no veo. La zona está mucho más relajada y serena que antes de esa “enfermedad estacional” llamada Covid. Me fijo en las dos sacristías separadas del templo que también están terminadas, en aquel ábside que de niño me llamaba la atención por los saurios de piedra que parecían escalar los contrafuertes. Trato de buscar la puerta que daba acceso a la cripta (que, en realidad, es la parte más antigua del templo y lo único -junto al ábside- que puede considerarse de estilo “gótico” (el resto, está formado por un pastiche bastante inconexo, modernismo por un lado, surrealismo en las cúspides de las torres, caos gaudiniano en la Puerta del Nacimiento, tachonada de simbolismo estrafalario, como de figura de chocolate derretida bajo el sol y naturaleza petrificada, y, al otro lado, en la Puerta de la Pasión, todo Subirats, petrificada sin paliativos, rematadamente opuesto en concepción y estilo a lo que vemos al otro lado. La puerta de la cripta ya ha desaparecido por la construcción de una de las sacristías que más parece la cúpula apepinada de una “estación espacial” en un planeta hostil e irrespirable (Barcelona es lo uno y lo otro). Será porque es pronto o porque la pandemia ha dejado huellas, pero, tras tomarme un cafelito en las inmediaciones, sigo sin ver turistas, ni cola. El templo, en su extravagancia, parece poblado solamente por arquitectos, aparejadores y albañiles con prisa por terminar aquello.
Dejo atrás la Sagrada Familia y supo por la Avenida Gaudí. Al final, está el Hospital de Sant Pau. Recuerdo que hace años, por algún motivo, advertí que la prolongación ideal de esta avenida termina en el Palacio Güell, en lo más granado del Barrio Chnio. No es, sin duda, el lugar más adecuado para una “casa señorial” (tan estrafalaria y excéntrica como la Sagrada Familia, salida de la mesa de diseño del mismo Gaudí), pero los Güell querían rivalizar con la Casa de los López, más conocidos como Marqueses de Comillas y allí se fueron a la vera de las Ramblas y frente al Eden Concert que no sé si existirá aún, pero que durante muchas décadas fue uno de los refugios golfos y canallas de la Ciudad. Pero esta es otra historia.
Y EN LA AVENIDA GAUDÍ ME ACUERDO DE CEDADE
En la avenida Gaudí me sorprende que hay varias panaderías que llevan por nombre “Puigrós”. Resulta inevitable que piense en Bartolomé Puigrós, uno de los primeros miembros de la “sección juvenil” de CEDADE que se mató en accidente de montaña. Fue el que introdujo en CEDADE esa componente “regionalista” que, en algunos casos, derivó en el independentismo. Recuerdo aún más a Puigrós en la medida en que la semana pasada falleció José Manuel Infiesta y hace unos años Jorge Mota, y antes aún, Agustín Vargas y, más atrás en el tiempo, Ángel Ricote (al que llamábamos “Doctor No”, por su eterna negativa a realizar cualquier actividad) y todavía antes Julio Garduño y seguramente algunos más que perdí de vista hace muchos años. A pesar de que nunca milité en CEDADE, siempre me quedará un recuerdo por aquellos que conocí hace tanto, cuando apenas había despertado a la realidad.
HOSPITAL DE SANT PAU: "HOY NO SE VACUNA - MAÑANA SÍ"
Y alguien se preguntará: “¿y qué diablos haces en el Hospital de Sant Pau?”. Respuesta: “vacunarme de la segunda dosis de Astra-Zeneka. Sí, la del trombo garantizado. La que ha generado no sé cuántos muertos e infinidad de problemas hasta ser retirada de algunos países serios”. Este no lo es, así que aquí es de las más difundidas en las primeras semanas de la locura vacunalotodo. No soy antivacunas, pero el hecho es que entre la primera dosis en marzo y la segunda en octubre, renuncié a la vacunación. No, por nada, sino por considerar que no iba a afectar en ningún sentido a la pandemia. Toda pandemia se extingue por sí misma después de unas mutaciones. Cada año tenemos una gripe nueva y cuando escribo estas líneas, precisamente, no sé que consejo de sabios ha reconocido que el Covid es una “enfermedad estacional”. Vamos, como una gripe. Algo que siempre he sabido. Si ahora me vacuno es porque necesito el famoso código QR para poder viajar al extranjero. Sí, ya lo sé, he cedido al chantaje, pero es que sin el QR no puedo ir ni a Andorra.
Por lo demás soy fatalista. El otro día, en el curso de una entrevista a través de Zoom realizada por los amigos de la Acción Literaria Dunedain, alguien mencionó que Julius Evola interrogaba y desafiaba al destino caminando como si nada por las calles de Viena mientras los bombarderos anglosajones lanzaban sus cargas. Le cayó un edificio encima, con lo que tuvo las respuestas que buscaba. Luego se pasó el resto de su vida preguntándose por qué no había muerto. Yo tengo la convicción de que era porque todavía le quedaban por escribir algunas de sus mejores obras. De hecho, yo no me he tomado el más mínimo interés en vacunarme, porque considero que, desde hace diez años, ya he vivido todo lo que tenía que vivir, lo que me queda por delante es gratis y no creo que me ofrezca nada nuevo. Así que, estoy dispuesto para irme en cualquier momento. Y hoy Barcelona ofrece un “buen día para morir”, por el jodido virus o por la vacuna de los cojones. Pero no.
Llego al Hospital de Sant Pau. En la esquina con Independencia está la puerta que conduce al chamizo donde se vacuna a la peña sin cita previa. En todos los medios de comunicación de Cataluña, públicos y privados, y en las webs oficiales, por supuesto, se han publicado notas anunciando triunfales logros en vacunación de la gencat y del axuntament proclamando que allí hay vacunación, casi 24 horas al día. Sin embargo, llego y veo desierto el lugar. Hay un papelito escrito a bolígrafo y pegado con cinta adhesiva, que dice: “Tancat fin el 22/10”, es decir, cerrado hasta pasado mañana. Ninguna explicación, ningún aviso, ninguna nota en la web de vacunaciones, nada: simplemente, hoy no “abrimos, mañana sí”. Con cierto escepticismo -no puedo creer que toda la información sobre la vacunación sin cita previa se resuelva con una nota escrita a mano, descolorida y colgada sin más explicaciones- pregunto al segurata que hay delante custodiando la entrada del hospital: “Sí, lo de las vacunaciones es ahí, pero no abren hasta pasado mañana”. ¿Por? “Ni puta idea”.
45 CENTRO DE "VACUNACIÓN SIN CITA PREVIA", DONDE NO TE VACUNAN
Miro en Google: “centros de vacunación sin cita previa en Barcelona”. Aparece una web del axuntament: “más de 45 lugares donde se vacuna sin cita previa”. Intento probar fortuna en el más próximo: coño, la suerte está de mi parte: apenas a 300 metros hay uno. Es el CAP de Paseo Maragall 52. Allí que voy. Un edificio enorme de varios pisos. Pregunto en información: “Buenas, ¿es aquí donde vacunan sin cita previa?”. Las dos recepcionistas se miran una a otra como si un extraterrestre les hubiera preguntado el camino a Raticulín. Me preguntan cuál es mi médico para indicarme el piso y que me informe él. “No, verán, soy de Sant Pol”. “Ah, entonces tiene que preguntar en el CAP de Sant Pol”. Con dos cojones. Osea que los 45 puntos de “vacunación sin cita previa” no son tales.
Renuncio a la vacuna en la mañana y sigo andando. Me voy a la biblioteca de Nou Barris que, mira por dónde, está instalada en lo que queda del antiguo manicomio de la ciudad. Ya no es una casa de locos, sino un centro del ayuntamiento. Recuerdo aquel artículo de René Guénon sobre el carnaval, esa fiesta en la que un día al año la gente asumía lo que era la locura para recordar de lo que había que prevenirse; hoy ya no tiene sentido, porque todo el año es carnaval. Aquí ocurre igual: toda la ciudad se ha convertido en un manicomio, así que no tiene sentido, mantener el lugar sólo para alienados. En 1985, el establecimiento cerró sus puertas. Se construyó, salvo en una parte que quedó como biblioteca y oficina municipal.
SEIS METROS DE ESTANTERIAS LGTBIQ+ POR UNO DE HISTORIA UNIVERSAL
¿Quién diablos hará la selección de compras de esta Biblioteca? En la planta baja, a poco de entrar, uno ve las últimas compras. La mayoría son de temática LGTBIQ+. Opto por leer la prensa del día. El butacón es cómodo: me viene un abuelo indicándome que llevo mal la mascarilla, se ve que las gomas han dado de sí y muestra más milímetros de nariz de lo que el abuelo considera la medida exacta. Me la pongo para que sea de su gusto, pero él sigue: “Es que las normas están para todos y…”. Le tengo que interrumpir: “Ya está a su gusto, ¿de acuerdo?”. Entiende el mensaje y se sienta en una mesa leyendo el Avui-PuntDiari. No han pasado ni cinco minutos cuando oigo como advierte a otro de su quinta por el mismo problema de la mascarilla. Y éste reacciona mal: “¿Es usted policía?”. La discusión va in crescendo en el silencio de la biblioteca. Opto por buscar una zona más tranquila y subo al primer piso.
Allí me sorprende que la temática LGTBIQ+ (y, especialmente, la “T” de “trans”) ocupa casi cuatro metros de anchura. Observo todos los libros. Están nuevecitos aunque algunos tienen cinco y incluso 8 años. Nadie, absolutamente nadie, los ha abierto jamás y los que solemos leer libros sabemos reconocer si ha despertado interés o sigue virgen de lectores. Frente a estas estanterías, colocadas en el pasillo central -y, por tanto, de las más visibles- está la sección de “Historia Universal”. Repito “Historia Universal”. Ocupa la tercera parte de la dedicada a temática LGTBI+. Me pregunto “¿Qué fuman los encargados de comprar libros en esta jodida biblioteca?” o esta otra, que tampoco es manca: “¿Quién paga las ediciones de estos libros que nadie lee?”.
Arriba: seis metros de estanterías con temática LGTBIQ+ que nadie lee.
Abajo: 1,25 metros de estanterías sobre "Historia Universal".
Compare usted mismo si a cada cosa se le da la importancia que corresponde
LA SIEMBRA DE ZURULLOS URBANOS
Estoy allí tres horas haciendo tiempo. He quedado con mi hijo para comer. Al ir a buscarlo, piso una mierda de perro. Escatológico, sí, pero no por ello menos real. Es el accidente barcelonés más típico. Hubo un tiempo en que, en Barcelona, era más fácil encontrar una moneda de 100 pesetas de plata con Franco en el anverso, que pisar una mierda de perro. Ahora hay que caminar sorteando cagadas. Hago verdaderos esfuerzos por deshacerme de la plasta. Me fijo en que en la ciudad hay más perros que niños. Los dueños no se preocupan de que ladren. Tienen los oídos habituados. Cuando defecan, lo primero que hacen es mirar si alguien se ha dado cuenta. Si creen que nadie lo ha hecho -especialmente cuando declina el sol- evitan agacharse y agarrar el zurullo. En algunas ciudades, creo que en Sevilla, si tienes un perro deben ir también con agua, para diluir las meadas del chucho. En Barcelona no. Los perros marcan una y mil veces su terreno, olisquean farolas, olisquean portales, levantan la pata y lanzan mensajes a los suyos. No es raro que uno de los aromas más habituales de esta Barcelona del siglo XXI, sea el de meada de perro. Pregunto: ¿dónde está la dignidad del propietario-recogedor de cacas de perro? Hay mierdas de perro de todos los tamaños y texturas distribuidas por la ciudad: duras como el pedernal, cagarros monumentales, bolitas mierdosas como de crema, semicremosas y pétreas. Yo he pisado de las cremosas. El barcelonés de hoy, a poco que se fije, terminará siendo un “connaisseur” en materia de defecaciones.
Con mi hijo, termino en un lugar próximo a la Meridiana, al otro lado de la estación de Fabra Puig. A él le apetece una hamburguesa. Me he negado, por supuesto, a ir a un McPerro. Si hay que comer hamburguesas -nuevamente pienso en Evola y en su interrogación al destino- que no sea en un fast-food. Y hay un restaurante español, con españoles trabajando que tiene buena pinta. Una ensalada, una cañita o dos, unas patatas fritas y una hamburguesa más alta que ancha. Y postre. En conjunto, no está mal. No es lo que yo hubiera comido, pero salimos satisfechos. Incluso algo sorprendidos por la calidad de lo que lo que nos hemos metido.
VACUNADO -POR FIN- EN "LA MAQUINISTA". SIGNO DE LOS TIEMPOS
Una vez en su casa, miramos a ver dónde me puedo vacunar. Resulta que hay un centro comercial en la antigua fábrica de “La Maquinista Terrestre y Marítima”, en donde está instalado un punto de vacunación que funciona de 16:00 a 20:00 horas. Vamos a pie para hacer la digestión. Está lejos. “La Maquinista” era una fábrica monstruosa. Fue propiedad de los miembros más señeros de la alta burguesía catalana. Si los sindicalistas de la fábrica protestaban, Barcelona temblaba. Todas las máquinas de tren de la postguerra salieron a aquí. Luego, la actividad industrial periclitó, la monstruosa fábrica se convirtió en un almacén y ahora -como otras varias en BCN, la misma Olivetti- pasó del sector “industrial” al sector servicios. Es un emporio para el consumo.
Finalmente, me vacuno: “¿Qué vacuna?” “Segunda dosis de Astra-Zeneka la del trombo garantizado”. La chica sonríe mientras anota en el ordenador lo que verdaderamente me interesa: haber pasado por allí y obtener mi QR. Me siento en donde me indican: un enfermero me pregunta: “¿Qué tal le sentó la primera dosis?”. “Con el culo, dos días de fiebre, malestar y para colmo, me resfrié pocos días después, algo que no había ocurrido en los quince años anteriores”. “Con la segunda dosis le ocurrirá lo mismo, tómese un ibuprofeno y si le duele el picotazo póngase hielo”. El médico de Stalingrado seguramente daba mejores consejos a los heridos. No respeto los 15 minutos de espera después del pinchazo y me encamino de nuevo a la casa de mi hijo.
He quedado por la tarde con un amigo y camarada. Tiene un regalo para mí. Ahora si que necesito coger el metro. De camino a la parada, me cruzo con no menos de media docena de africanos (igual son ya “nuevos españoles”). Cada uno de ellos lleva un enorme carrito de la compra, cada uno va por su parte, pero todos llevan trozos de metal, neveras y lavadoras caducadas, rieles, cualquier cosa metálica que hayan encontrado por la calle. Antes y después de esta visión, reparo en que la mayor parte de negros que he visto en la ciudad, casi inevitablemente, guían un carrito, escarban en la basura, recogen ferralla, metales diversos y, como si se tratara de la senda de los elefantes, van a intercambiar su pobre cosecha por quince o veinte euros, no creo que pillen mucho más. Pienso que la pobreza ya no es como era: todos tienen cierta cara de felicidad. No me cabe la menor duda de que están mejor en España que en su país. El patriotismo, desde luego, no parece ser lo suyo: han renunciado a levantar su país y han preferido acoplarse a uno ya levantado en donde sus necesidades básicas estén cubiertas por las instituciones oficiales, subsidios, paguitas, salarios sociales, etc. Enviar al mes 200 euros a sus familias, garantiza a estas un buen nivel de vida y les exime, por tanto, de trabajar. Hace años, me comentaron unos cameruneses, que las zonas de su país que generan más inmigración, antes, eran las más ricas (por esos pudieron pagar a las mafias su viaje a España). Ahora, son las más abandonadas: en efecto, han renunciado a trabajar y esperan los 200 euros que su familiar destacado en Europa les envía todos los meses. Sinceramente, no me gusta ver carritos de los supers llenos de chatarra recorriendo la ciudad. Creo que nos saldría mucho más barato, enviarles allí directamente los 200 euros que tenerlos aquí ejerciendo esta actividad de nulo “valor añadido” y sin perspectivas de realizar otra, ocupando pisos-patera, con paguitas y subsidios, agua, luz y gas pagados y además, teniendo que pagar los gastos sanitario que generen. Además, es estéticamente feo, ver como en las calles y plazas más cuidadas de la ciudad, ver a unos tipos con carritos de supers acarreando basura metálica.
UNA DE CHINOS: "LO SIENTO, SOLO CACAHUETES"
Me siendo en un bar de la Ronda. Es propiedad de chinos, como casi todos los del Eixample. Todos, absolutamente todos los bares que frecuenté a lo largo de los 50 años que viví en Barcelona, sin excepciones, son hoy propiedad de chinos. El servicio no ha mejorado. Pedimos un par de cervezas y “algo para picar”. “Solo tenemos cacahuetes”… “Himmel, maldición ¿sólo cacahuetes?”. Solo cacahuetes. “Déjelo correr, gracias”. Estoy de buen humor. Por la Ronda pasan chicas veinteañeras, treintañeras, cuarentaañeras y más añeras, algunas llaman la atención por su vistosidad, muchas son extranjeras, otras por sus hechuras. Me doy cuenta de que todavía me gustan las mujeres y me pregunto si eso ya es delictivo. Pienso en los libros de la Biblioteca de Nou Barris, o en el festival de Sant Sebastián en donde la heterosexualidad ya ha desaparecido por completo del cine de Almodóvar, hoy el centro del mundo es gay o trans; las películas premiadas en Donostia, dirigidas por mujeres, eran verdaderos truños -como ha reconocido la crítica independiente-, pienso en la nueva ejecutiva del PSOE de la que se resalta que “tiene mayoría de mujeres” o en la serie “Ana Tramel” de TVE en la que todos los personajes masculinos o son malvados, o son débiles, o son tontos de baba o son impresentables, mientras que todos los personajes femeninos están aureolados con las mejores características que puedan adornar a un ser humano. Lo dicho, tengo miedo de mirar a las mujeres que van pasando: sé que dentro de poco, hacerlo será un delito.
EL ESPECTÁCULO DEL SOBREPESO EN LAS CALLES
Por algún motivo, pasan por allí muchas sudamericanas y, caribeñas. Me da la sensación de que algunas parecen sacadas del reality “Mi vida con 300 kilos” o “Mi familia pesa una tonelada”. Siempre que ha estado en Iberoamérica me ha llamado la atención que una parte de la población, habitualmente negros, mestizos e indios, consideren que sentarse con su familia en un fast-foodes lo más chick que pueden hacer. Y los veo hartarse de comida chatarra, sin preocuparse de que su culo y su tripa van creciendo a expensas de su salud. En África pasa otro tanto: ya no hay niños como los de Biafra o como las víctimas de cualquier hambruna, con la tripa desmesuradamente hinchada y los miembros escuálidos, esos que, de tanto en tanto alguna ONG tiene a gala introducir en sus filmaciones publicitarias. Los arrabales de las grandes ciudades africanas, hace apenas unos años, estaban pobladas de antenas parabólicas y en cada casa, por pobre y miserable que fuera, existía un televisor, al más gigantesco que hubiera en esos momentos en el mercado. Hoy, en buena parte de África el sobrepeso se ha convertido en una enfermedad endémica y que, hoy, seguramente, mata a muchos más africanos que las hambrunas o el ébola. El problema está presente en Barcelona, merecedora también del título de Ciudad del Sobrepeso.
DE REGRESO CON UNA BANDERA CONFEDERADA
Mi amigo y camarada me regala una bandera confederada traída directamente de Portland, Oregón. Está muy bien cosida, así que infiero que es auténtica, en absoluto como esas banderas indepes fabricadas en china que pierden el color después de una semana. Si alguien se opone a los “yankis” y a todo lo que conlleva la ideología economicista, consumista, materialista, puro espectáculo, es que es “bueno”, “es mi hermano”. La Confederación plantó cara y con eso me basta. Después de tomar unas cervezas, aludir a lo divino y a lo humano, pasar revista a los conocidos y a sus situaciones, cada mochuelo voló a su olivo. Cogí el metro. Oí los comentarios alarmados de viajeros que decían que por la línea corrían revisores pidiendo billetes. Es la primera vez en décadas. Yo creo que la primera vez en la historia que aparecen revisores en el metro de Barcelona. Es comprensible: desde hace veinte años, es frecuente colarse sin pagar. El primer enganchón de la noche lo tuve con un listo que quería pasar detrás de mí aprovechando mi billete. No le dejé y tuvimos unas palabras. Me ladró unas palabras a las que respondí con un “mawazar” lo más rotundo que pude. Viene a ser “hijo de puta”, pero eso era lo de menos; los marroquíes parten de la base de que tú, blanquito, no conoces ni una palabra de árabe. Si demuestras que al menos sabes una, ellos sospechan que el árabe es tu segunda lengua y emprenden las de Villadiego.
LA AVENTURA DE SUBIR AL METRO EN BARCELONA
Llega el tren. Por algún motivo, los nuevos convoys que circulan por Barcelona tienen el estribo de acceso unos 5 centímetros por encima del nivel del andén. Una abuela que entraba delante de mí, tropieza con el estribo y se la pega. Por lo que me contaron otros pasajeros es normal. En Barcelona, parece como si el ayuntamiento compitiera consigo mismo para crear más kilómetros y kilómetros de metropolitano y multiplicara las líneas. Hoy, hasta pueden llegar al aeropuerto si tienes la paciencia de esperar treinta y tantas paradas. Quince desde Zona Universitaria hasta el Prat y antes, y trece más desde Plaza de Cataluña hasta Zona Universitaria, amén de las que medien desde donde se usted se encuentra hasta Plaza de Cataluña, que pueden ser no menos de siete ni más de quince. En otras palabras: el famoso metro “que llega hasta el aeropuerto” es una “historia interminable” en donde el viajero puede tardar, tranquilamente, una hora de trayecto si ha tenido la mala idea de ir en metro por aquello de que resulta más barato. En superficie el problema son los atascos imprevisibles. Sin olvidar que, una vez llegado al aeropuerto, deberá andar un mínimo de 500 metros hasta llegar a su puerta de embarque. Para determinadas rutas, mejor el AVE. Me hace gracias toda la polémica sobre La Ricarda, ese cuadrado insalubre -verdaderas Lagunas Pontinas barcelonesas- de 400 x 400 metros necesarios para la ampliación de las pistas en una zona de cañaverales y mosquitos, cuya conservación es muy importante para los partidos que se han opuesto a la ampliación. Todo sea por la preservación de especies birriosas y para la demagogia ecopopulista de la cateta que está al frente del ayuntamiento. Algunas estaciones del metro -especialmente la de plaza de Cataluña, en el centro de la urbe- remiten directamente al tercer mundo con aspiraciones a clasificarse en el cuarto. El aire es denso, pesado, las ratas se pasean entre las vías del tren y, créanme, que parecen bien alimentadas. La situación empeora porque la parada de metro está conectada también con la de renfe. En verano, al ambiente asfixiante, se une el olor corporal, extremo en algunas razas -porque las razas existen y no son iguales en casi nada- y a partir de algunos quintales de peso. Dada la educación y el nivel de civismo, es habitual que haya gente sentada en las escaleras, con lo que se producen embotellamientos, se ralentiza tanto la entrada como la salida. Al salir, de RENFE-Cataluña hay que presentar el billete, con lo que es frecuente que quienes han entrado sin, traten de colarse detrás de ti, ante la mirada benévola de los seguratas. Y, para colmo, el vestíbulo de la estación está impracticable con decenas de manteros a los que, si les pisas la tela no dudan en llamarte “racista”. Cuando los Mossos, de tanto en tanto, echan a los manteros, no hay problema: los sustituyen mendigos acampados en el vestíbulo de la estación. No me negarán que esto, en el centro mismo de la ciudad, constituye el mejor argumento para no volver, salvo que vayas a un club de cánnabis de los que circundan las Ramblas.
AÑORANDO LA "LEY DE LAS DOCE TABLAS"
Decido cenar algo en la calle. No me decido. Unos sitios me parecen demasiado sórdidos, otros excesivamente ruidosos. Para colmo, cuando he elegido un bar de Paseo Maragall me sorprende el pestazo a porro. Al otro lado de un banco en el que unos adolescentes fuman como descosidos, hay niños jugando. Apenas les separan dos metros. Está en proyecto una ley para impedir fumar tabaco en las terrazas de los bares, pero si fumas un porro trompetero al lado de una guardería casi te dan una Creu Sant Jordi. Camino un poco más. Veo que hay una “asamblea analógica”. Veo gente bienintencionada, con aspecto vegano, con algunos niños que no terminan de parecer muy contentos con la iniciativa. Se trata de revitalizar los juegos infantiles en la calle. Pero, eso sí, sin violencias. Nada de juegos del calamar o con “pistis”, ni, por supuesto, churro-mediamanga, ni nada por el estilo. Y se devanan los sesos para hallar juegos “analógicos” que no sean ni sexistas, ni violentos… Allí los dejo, después de pisar otra cagada de perro (y van dos). No puedo evitar tener un pequeño arrebato de furia y lanzar algunas imprecaciones. Casi inmediatamente me autocontrolo: la venganza es un plato que se come frío y todos los dueños de los perros cuyos zurullos he pisado, dentro de poco tendrán que seguir cursos si prospera la nueva ley de mascotas para poder pasear al perro. Veremos que pasa con los que suspendan y quién paga los susodichos cursos. Porque aquí cada cosa tiene su ley, en lugar de recurrir al sentido común. ¡Cómo me hubiera gustado conocer aquella Roma con su Ley de las XII Tablas como única norma social!
UNA VERDADERA EXPLOSIÓN DE AROMAS
Después de muchas dudas, me quedo en un Pans & Company: bocata salmón con brie y una cervecilla. ¿Para qué más? Tampoco hay muchos lugares que animen a probarlos. Estoy al lado de la UNED, en un centro comercial. Está animado. Pasan mensajeros de un lado a otro, llevando pizzas y comida china a los domicilios. Varios de ellos van en bici con el móvil emitiendo música tan atronadora como de mala calidad. Se ve que les gusta. Comida basura, cultura basura, música basura. Algunos van en ciclomotores petardeantes. Huelo los gases de combustión que emiten y que, junto con el aroma a porro, a meada de perro y a cloaca (parece que llueve en Collecerola y el agua presiona al metano de las alcantarillas que se une a la ensalada de olores de la urbe. Esa “explosión de sabores” constituye el “bouqué característico” de esta ciudad.
DE LA FALTA DE PUDOR A LA INVASIÓN DE PARÁSITOS
Unos panchitos, macho y hembra, se pelean. No sé cuál de los dos está más bebido. Al parecer alguien ha engañado a alguien, aunque me es imposible deducir quién a quién. Sigo en el centro comercial. Se me pone al lado una pareja. Parece que han nacido el uno para el otro. Están acaramelados, pero no entre ellos, sino cada uno de ellos con su móvil y ambos parecen, cada una por su cuenta, llevar animadas conversaciones. En whatSapps, o así. De repente, ella llama a alguien. Sigue la moda de manejar el móvil como si se tratara de una tostada. Antes uno tenía que tragarse solo el 50% de la conversación, la suficiente para conocer la pobreza temática, la pobreza de ideas y la pobreza de vocabulario; ahora, con los nuevos móviles, las nuevas modas y la absoluta falta de educación y el desconocimiento completo de lo que es la intimidad y el pudor, te obligan a oir también la voz que está al otro lado. Así tienes una visión más completa de la conversación. Al parecer, la chica ha bebido bastante y está algo perjudicada. El de la otra parte, le dice que él está peor y que no sabe si podrá levantarse. A todo esto, el novio sentado al lado, imperturbable con su móvil, parece como si todo esto no fuera con él. La conversación es larga. Ando por la mitad del bocata así que me la trago íntegra. Lo dicho: ¡que pobreza en todos los sentidos!
Como veo que la conversación se prolonga y la voz de la chica es escandalosa y desagradable, opto por coger lo que queda del bocata, llevarme la jarra de cerveza hasta un banco situado ya fuera del centro comercial. Al cabo de un rato siento picores en los tobillos: pulgas. Lo que faltaba. Nací en la postguerra, en 1952, nunca había conocido pulgas, piojos, garrapatas y chinches. Hoy se han convertido en okupas de las plazas públicas de la ciudad (Barcelona, capital mundial de los okupas, “La Ciudad de los Okupas”). Claro, con tanto perro y tanta mascota, es normal que haya aumentado la población de insectos parásitos. Lo normas sería que, a la vista de la nueva situación, el ayuntamiento desparasitara regularmente los parques públicos, o, simplemente, reconociera el problema. Abandonad toda esperanza: Barcelona es una aglomeración urbana maloliente cruzada por un carril bici interminable, lo único que le interesa a un ayuntamiento dirigido por mentecatos y mentecatas. Huyo de aquella plaza como de la peste.
UN RECUERDO EMOCIONADO POR LA PALMA
Una vez en casa, destapo una bebida energética. Taurina y cafeína. La vacuna Astra-Zeneka (“trombo asegurado”) me está pasando factura y noto una calentura que no tiene nada que ver con el cambio climático, ni con el caliento global del planeta, ni con el erotismo propio de mi edad, 69 años. Veo las noticias de La Palma. Siento lo de los palmeros como si aquella tragedia fuera mía. La naturaleza no es justa. Ese volcán, efusivo o explosivo, estromboliano en cualquier caso, con sus pirolitos y piroplastos, debería estar instalado en la plaza de Sant Jaume. Imagino dos coladas de lava, una que se llevara al diablo el “palau de la gencat” y la otra que arrasara con el axuntament, enzarzados en una eterna competencia para demostrarnos cuál de los dos es más lila.
EL CAMIÓN DE LA BASURA ME REMITE A MIS RECUERDOS DE HACE MEDIO SIGLO
Me duermo como un angelito hasta que un estruendoso camión de la basura tiene a bien despertar al vecindario a las 4:00 de la madrugada. Opto por ejercitarme en la lógica con unos sudokus “duros” y luego por realizar algunas anotaciones en el diario. Pero la vacuna me ha restado capacidad de concentración y estoy con las mejillas recalentadas. Vuelve a fiebre. Efectos secundarios de una vacuna que tengo la sensación de que sirve para nada, salvo para combatir virus que ya han desaparecido y/o mutado hace meses. Como si ahora nos obligaran a vacunarnos contra la gripe de 2018. Así que, opto por poner música con unos auriculares Sonyinalámbricos recién estrenados que sirven tanto para el plasma como para cualquier dispositivo con bluetooth. Algo me dice que debo escuchar dos piezas: el Idilio de Sigfrido y la obertura del Tristán e Isolda. No soy wagneriano, pero reconozco que el Tristán es una lección de amor. Si no sabes lo que es el amor, escucha la obertura, estate atento hasta que te penetre en el tuétano y te enterarás. Luego engancho con la Marcha fúnebre de Sigfrido. Viajo hacia atrás en el tiempo. Debió ser en noviembre de 1968, cuando unos cuantos camaradas fuimos al penúltimo piso del liceo para la representación del Sigfrido. El gallinero del Liceo tiene forma de herradura, así que justo al otro lado estaban los de CEDADE. En el entreacto nos saludamos. Mota estaba exaltado porque la dirección había eliminado un fragmento posterior a la forja de la espada. Todavía debía morir el dragón Fafner. No me gustó todo aquello: el que encarnaba al Sigfrido era un tipo gordote, bajito y con unos muslacos atocinados. Para colmo, al romper el yunque con la espada, debió darle varias veces porque no acertaba a encontrar el lugar preciso, salieron chispas y aquello estuvo a punto de terminar mal. Y, por si eso fuera poco, el dragón Fafner parecía una lagartija de trapo. Sí, claro, al acabar los de CEDADE y nosotros rivalizamos a ver quién daba los “bravos” más estertóreos y los aplausos más prolongados. Volví un par de veces al mismo piso y aún me decepcionó más ver en La Walkiria a unas señoras regordetas yendo y viniendo de un lado a otro del escenario. Si, ya sé que todo esto son sacrilegios para wagnerianos de estricta observancia, pero, a mí, como mínimo, me sirvió para convencerme de que no era lo mío, Me quedo con Ludwig Van y con la Opus 35 para violín de Tchaikovsky que, por cierto, oí antes de levantarme.
LA CIUDAD DEL KISCH
Pensaba haberme quedado algo más en la ciudad, pero a las 9:00 en punto opté por salir de casa de mi hijo y encaminarme hacia el centro. A pie, por supuesto. Si quieres salud, camina. Entre unas cosas y otras, Google me indica que entre ayer y hoy he caminado veinticinco kilómetros. Poco, si tenemos en cuenta que los legionarios de César cubrían etapas de 30 kilómetros, equipo a cuestas, y aún tenían que organizar el campamento para vivaquear. Volví a pasar por delante de la Sagrada Familia -mis recuerdos de infancia están unidos a este templo y a su arquitecto del que mi padre era un devoto admirador, incluso estuvo en su entierro-, pero esta vez por la calle Mallorca en donde deberá estar la fachada principal. Entiendo que esta fachada se construya en último lugar. Es, literalmente, horrenda, por mucho que el equipo arquitectónico que vela por las obras, haya modificado la idea gaudiniana original. Solamente están construidas las bases de las columnas que deberán ser “árboles” de un bosque. Gaudí había colocado filacterias en la parte superior, con mensajes devotos. Los arquitectos que trabajan en el proyecto, lo han simplificado, pero no hay nada que hacer: la nueva versión es sólo un poco menos kisch que la originaria. Pero no mucho menos. Habrá un tiempo en el que los turistas de todo el mundo vengan a Barcelona para admirar esta obra magistral de lo kisch. Con la Sagrada Familia concluida, Barcelona será también la “Ciudad del Kisch”.
Y medito sobre lo mucho que ha cambiado Barcelona. El templo se inició como “templo expiatorio” con un inequívoco carácter integrista, esto es, católico tradicionalista. Gaudí todavía no se había sumado. Fue luego, cuando lo nombraron arquitecto-jefe de la obra, cuando “se calentó” y dio rienda suelta a su imaginación. Sus patrones, todos ellos miembros del regionalismo catalanista, querían que en torno al nuevo templo surgiera “otra Barcelona”, la suya. Lo cierto es que, la ciudad de los prodigios entonces era católica por los cuatro costados. Los tradicionalistas constituían la médula del movimiento obrero independiente y rivalizaban en número e implantación con los anarcosindicalistas, incluso en pistolas. Era normal que Barcelona tuviera, no uno, sino dos “templos expiatorios”: el del Tibidabo y el de la Sagrada Familia. Pero desde entonces ha llovido mucho. Hoy mismo gotea y el cielo se ha vuelto amenazador; no sé de dónde, pero de repente los nubarrones que han salido me rodean en la mañana. Hoy, Barcelona ya no es católica. Es una ciudad “multicultural”, “progresista”, “abierta a todas las influencias” y, por tanto, ni siquiera es “catalana”: de hecho, he oído hablar mucho más árabe que catalán y muchísimo más swagiri que expresiones en la lengua d’en Pompeu. La gencat se conforma con la inmersión lingüística, ignorando que la escuela catalana -y, seguramente, no es la única- ya ha perdido su capacidad para educar y formar, ni siquiera para deformar, sirve solo de silo de almacenamiento de nanos levantiscos. Me ha hecho gracia, porque, desayunando tenía en torno mío dos mesas; en una, unas chicas, seguramente de padres marroquíes, hablaban en su jerga particular: seis palabras en árabe, cuatro en castellano, dos en catalán, todo ello entremezclado en un batiburrillo inextricable. Al otro lado, una pareja madura, entre 40 y 50 años, hablaban a rachas en catalán y otras en castellano, no siempre coincidían: uno expresaba una idea en castellano y la otra le contestaba en catalán y viceversa. En ocasiones, ambos hablaban en mal catalán -cuando tocaba- y en horrendo castellano -en su turno-. Los lingüistas saben que las ideas solamente pueden expresarse cuando se domina correctamente el lenguaje, habitualmente el lenguaje que uno ha aprendido en la infancia. ¿Qué ideas van a poder expresar estos y los chicas moritas o los maduros bilingües? El analfabetismo es la ley de nuestro tiempo.
LA CIUDAD PARA DOMAR LA PACIENCIA
Finalmente, abandono la ciudad. Desgraciadamente, tendré que volver en siete días. En esta ocasión me he perdido el corte de la docena y media de indepes en la Meridiana y el consabido robo de las gitanas rumanas en el Metro o de los magrebíes a turistas en cualquier recodo del Casco Antiguo. Mi sensación es que el turismo se ha desplomado en la otrora Ciudad Condal. Y no es lo único que se ha desplomado.
Para mí, “bajar a Barcelona”, ir del pueblo a la ciudad, supone un ejercicio de autocontrol. Nada de lo que sabía de esta ciudad, vale ya: ahora no basta con mirar a derecha e izquierda antes de cruzar una calle, hace falta tener la flexibilidad en el cuello de la niña “Del Exorcista” para detectar a cualquier colgao con un patinete o una bici, porrito en ristre, capaz de hacerte papilla a poco que te descuides. Y esa “explosión de aromas” que destila la urbe, también exige de ti, que controles la respiración. Los ruidos indeseables de conversaciones impresentables o de músicas infumables (rap, hip-hop, siempre) son un desafío para tus nervios. Los parásitos de todo tipo (parásitos subsidiados y parásitos entomológicos) se ceban sobre su epidermis. Si logras dominar todo esto, serás libre. Si lograr salir con tu sistema nervioso incólume de esta ciudad, ya nada, ni siquiera el pedrosanchismo, el papa cambalache, el volcán de La Palma, en calentamiento climático, el mundialismo y la globalización, la carestía que se avecina, el precio de la luz o la irrelevancia de las autoridades en todos los niveles de responsabilidades, te afectarán. Serás, repito, libre e incondicionado. Pero, eso sí, mal rayo les parta a todos.